Sánchez Hernani recuerda cómo se resolvía este falso dilema en los periódicos de la época: a la manera de los griegos. Encargándole a un cronista veterano que adoptara y guiara al principiante que mostraba talento literario y demostraba mejores lecturas. «Házmelo periodista. Es un poeta joven, pero tiene madera», cuenta que le dijeron a su maestro Gregorio Martínez cuando se lo encargaron como pupilo. «Así pasé a tenerlo de tutor literario y espiritual, porque se tomó el encargo al pie de la letra y me llevó de paseo no sólo por varios libros del entonces periodismo literario norteamericano, sino por callejuelas y huariques de la bohemia hardcore de Lima. La cantidad de tardes que pasó el Zambo [Martínez] limpiando y puliendo mi prosa, no metiéndole mano, sino diciéndome cómo debía y qué corregir». Y añade: «Luego me paseaba por la noche del centro de Lima, por sus bares, por sus personajes. Viví con él todo mi bachillerato callejero. Cuando mi aprendizaje ya no daba para más, a eso de las cuatro de la mañana, reunía sencillos para mi taxi y me embarcaba a casa, para seguirla al día siguiente, por tres o cuatro días». Aunque lo que definía a Sánchez Hernani y a otros autores que iniciaron la renovación de la crónica peruana no era sólo el énfasis que ponían en el empeño formal de la prosa ni la libertad con que podían hacer lo que les diera la gana, sino las condiciones materiales en que realizaban su trabajo. Era la época del periodismo a. i., antes de internet.

Las redacciones eran salas llenas de humo de cigarrillo, ocupadas básicamente por hombres, donde la escritura como actividad intelectual estaba unida al esfuerzo físico de aporrear teclas en máquinas de escribir de hierro macizo y también a la bohemia, las tertulias de bar y la ingesta de alcohol hasta límites que las reglas de salubridad y convivencia laboral de hoy desaconsejan. «Es probable —dice Caparrós— que el mayor cambio en el periodismo (argentino) desde que yo empecé hasta ahora haya sido el reemplazo de la ginebra por el mate. Aquellos escritorios de lata o de madera tenían un cajón con llave para guardar la botella de Bols; ahora todo se volvió bombilla y termo». Quien dice mate podría decir té verde o café con leche en vaso de Starbucks, o agua mineral en botella de plástico. Así que Caparrós no bromea cuando añade: «Alguien, alguna vez, tendrá que analizarlo y explicar sus causas y definir sus consecuencias».

La foto de archivo que mejor describe a ese primer nuevo cronista peruano es, entonces, aquella en que se lo ve anclado a una redacción de prensa ubicada física y simbólicamente en el centro de lo local (Lima) y lo nacional (Lima otra vez, por los siglos de los siglos). Es el cronista escritor o con vocación y lecturas de escritor que recibe las enseñanzas de un maestro y sale a patear las calles y complementa sus apuntes con los pocos recortes que encuentra en el archivo del periódico. El caminante que descubre los huariques y recovecos de la ciudad y se instruye en la jerga y experimenta en carne propia los usos y abusos de la cultura popular. El que conversa del oficio, pule la prosa, bebe lo que hay que beber y aprende de la vida en los bares del centro. En fin, es el cronista que, con excepción de Elsa Úrsula y Sonaly Tuesta, y algunos años después María Luisa del Río, Esther Vargas, Jimena Pinilla o Beatriz Ontaneda (de una promoción intermedia en la que también destacaban Villanueva Chang, Jeremías Gamboa, César Gutiérrez o David Hidalgo), es, con mayoría aplastante, hombre.

En su blog sobre periodismo No hemos entendido nada, Diego Salazar descubre que en más de dos siglos de historia periodística en el Perú (toma como punto de partida El Diario de Lima, fundado en 1790) tan sólo siete mujeres han ocupado la dirección de un periódico. En porcentajes, entre el uno y dos por ciento. Salazar parte del concepto de «segregación ocupacional» de la economista Myra Strober para formular su hipótesis sobre las barreras de género que están detrás y, al mismo tiempo, reproducen esta desproporción entre hombres y mujeres en la prensa peruana. Donde los puestos directivos están tomados por hombres, la probabilidad de que uno de ellos piense en una mujer para lo que sea (bien como cronista «diva», a decir de Gabriela Wiener, o bien para que sea consultada o entrevistada como especialista o fuente experta) se reduce a menudo hasta el cero estadístico. «Cuando se le pregunta a un director-editor-periodista hombre por qué no consideró a una mujer para ese puesto-columna-artículo-conferencia, las respuestas suelen ser “No se me ocurrió ninguna”, “Hay menos mujeres en ese campo”, “Las que hay no son tan conocidas”», escribe Salazar. Y añade: «Son las anteojeras que nos hacen ver a un hombre como el sujeto estándar para la mayoría de labores, o para aquellas que son consideradas valiosas por la sociedad». La mala noticia es que esta desproporción de género en el retrato de grupo de los cronistas peruanos no ha cambiado con los años. Al contrario, la impresión de que se trata de un all-male panel, o un club de Toby, ha ido a peor.

El segundo movimiento de renovación de la crónica en el Perú coincidió con la expansión de internet y la aparición de la revista Etiqueta Negra, fundada por Villanueva Chang en el año 2002, el primer capicúa del milenio. El acceso generalizado a internet no sólo modificó las formas de comunicación, lectura, aprendizaje y entretenimiento de un número cada vez mayor de personas, sino que, por eso mismo, exigió revisar el valor de los tradicionales formatos y géneros periodísticos. Si la promoción anterior de cronistas estaba en cierto modo anclada a lo local-nacional y su impronta se podía resumir bajo el epígrafe de lo que José Tomás de Cuéllar, Facundo, decía de sí mismo, que «no trae costumbres de ultramar», «todo es nuestro [el indio, la cómica, el chinaco, el tendero], que es lo que nos importa», el movimiento que trajo consigo Etiqueta Negra fue como un reacomodar otra vez el cuello, esto es, la mirada. Ya no sólo para rebelarse contra la política elitista del periodismo mainstream que mira exclusivamente al poder, ni para reconocer la vitalidad de lo popular y prestar atención a los rumores de la calle, sino también para dirigir la mirada hacia el horizonte, el afuera. El mundo estaba cambiando, se hacía al mismo tiempo más ancho y menos ajeno, menos sólido pero, a su vez, más cercano, incluso más «palpable». A su manera, como el proyecto amateur que nunca dejó de ser, Etiqueta Negra compartía esa misma inclinación a la incerteza y la mudanza. ¿Quién no había soñado con tener lectores a secas, con la sola condición de que pudieran hacerlo en castellano, estuviesen en Lima, Bogotá, Oklahoma o Varsovia? Esa ambición, que hasta entonces sólo sonaba sensata en palabras de un escritor literario, se abría para el cronista peruano a través de una revista impresa que, todo hay que decirlo, jamás llegó a tener una página web en condiciones.

Wiener, autora clave de ese buque insignia de la nueva nueva crónica peruana que fue Etiqueta Negra, lo dice con humor: «Todos los cronistas [anteriores] fueron magníficos en sus géneros y se convirtieron en algún momento en fenómenos locales, con muchos lectores. Sus crónicas funcionan sobre todo aquí, en el Perú, por su jerga, por sus referentes. Etiqueta Negra siempre fue más moderna, petulante y trepona, quería codearse con el New Yorker, con Gatopardo, con El Malpensante, quería ser continental e internacional». Juan Manuel Robles fue otro cronista que apareció con la publicación y que pronto se convirtió en uno de los mejores autores de perfiles de América Latina (el perfil entendido como un texto entre la crónica y el ensayo que busca comprender el comportamiento de una persona para entender mejor su dimensión pública y su valor universal). Para Robles, fue Villanueva Chang, a través de sus cursos y talleres, quien volvió a poner en valor la obra fundacional de la generación precedente para, más tarde, esbozar colectivamente lo que algunos simplifican llamándolo «el estilo» o «la escuela» Etiqueta Negra. «Hizo lo que a los editores literarios no se les ocurrió hacer: visibilizar la crónica hecha en el Perú, ponerle un cintillo y un membrete. Su movimiento posterior no se puede entender sin la fijación previa de ese imaginario, que alcanzó a los más chicos, quienes pudimos asomarnos al movimiento de los cronistas, a mirarlos con respeto y desear ser parte de esa legión». Y añade: «Pero el proyecto tenía una mirada puesta en el futuro y en lo global. Hizo evidente que esos cronistas eran muy buenos en la gambeta de la pluma, mientras que la crónica en Etiqueta Negra fue entendida como una producción asistida, con editores, esquemas y mucho periodismo. Los viejos cronistas eran criollos: imprecisos, inexactos, herederos del primer García Márquez, escritores que podían mentir sin parpadear. Sus textos de malabaristas palidecían frente al reporteo enorme de nuevos autores como Daniel Titinger o Marco Avilés». Robles, hoy también novelista, pone el acento en la mayor transformación que Etiqueta Negra produjo sobre la crónica peruana. Más que una revista, se estaba fundando un laboratorio de ideas y debate sobre el oficio.

Ese laboratorio que fue Etiqueta Negra entendía la crónica no sólo como un género híbrido entre las urgencias informativas y el empeño formal en el que siempre acaba dominando este último, sino como una conversación abierta sobre su naturaleza camaleónica y sobre la responsabilidad del cronista, en tanto reportero comprometido, con la verdad de los hechos incontestables. La discusión empezaba por poner las cosas en su lugar. Decir «crónica» era otra manera de decir «periodismo narrativo», donde «periodismo» era el sustantivo, la sustancia, lo sustancial, y «narrativo» no podía ser sino el adjetivo, lo que califica o se predica del sustantivo, lo no esencial: esa segunda y al fin y al cabo prescindible posición que le otorga la lengua castellana. La crónica, bromea en serio Villanueva Chang, no podía ser una vía para acercar el periodismo a la literatura como quien lleva a un feo a la sala de cirugía o al salón de belleza. «Un cronista —dice— narra una historia de verdad sin traicionar el rigor de verificar los hechos, pero con el fin de descubrir a través de esa historia síntomas sociales de su época». Y añade: «Su reto es narrar los hechos de tal forma que lleven a un lector a entender qué encierra un fenómeno y sus apariencias, pero tomándose la molestia de no aburrir con ello».

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