Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa. De la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los parlamentos entendidos como debate: la «voz de proscenio», como la llama Wolfe, versión narrativa de la opinión pública cuyo antecedente fue el coro griego; del ensayo, la posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; de la autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera persona. El catálogo de influencias puede extenderse y precisarse hasta competir con el infinito. Usado en exceso, cualquiera de esos recursos resulta letal. La crónica es un animal cuyo equilibrio biológico depende de no ser como los siete animales distintos que podría ser.

 

Condición subjetiva, crear ilusión de vida, datos inmodificables, sentido dramático, polifonía de testigos, saberes dispersos. Si alguien se animara a preparar una antología de crónicas publicadas en el Perú desde finales de los ochenta, descubriría que entre el anterior y el nuevo milenio hay un cambio en la forma de reportear y, sobre todo, de evidenciar en el texto ese trabajo de documentación exhaustiva. También en la manera de ensayar ideas desde la subjetividad y la honestidad emocional del autor-narrador sin alterar los datos ni recurrir al latigazo de la afirmación sentenciosa. El cronista del siglo xxi intuye que tiene entre manos un bicho raro con cara de pato, cola de castor y cuerpo de nutria cuya naturaleza mágica no queda revelada, sino que se complejiza aún más si alguien dice que es un mamífero acuático que pone huevos. Lo que parece una broma de la biología que invita a la risa merece todo el respeto del mundo. Aunque sólo sea por precaución, pues el ornitorrinco es un animal venenoso.

Marco Avilés ha publicado en el último año dos libros de crónicas: De dónde venimos los cholos y No soy tu cholo. En ambos la mirada está puesta en el Perú y los peruanos que la cultura oficial limeña invisibiliza o acorrala, territorial e ideológicamente. En unos casos, viaja a los pueblos de donde los cholos nunca se marcharon, a pesar de los peores años del terrorismo de Sendero Luminoso, de la pobreza o del menosprecio sistemático por parte del Estado. En otros, el viaje es interior: el descubrimiento en historias de migrantes como él las huellas de su propia biografía. En ese camino que empieza en los márgenes y va hacia el centro, Avilés avanza de la reportería a las ideas, convierte lo periférico en esencial. «Soy un fanático de los diarios, las memorias y los ensayos —dice—. Leo a autores que admiro no sólo por su estilo, sino por la claridad que tienen para exponer ideas muy complejas: Rebecca Solnit en el feminismo, James Baldwin en la raza, Dan Barber en gastronomía. Quiero aprender a hacer lo mismo, a explicar sin volverme denso. Si como cronista joven mis lecturas eran un entrenamiento para narrar, ahora que casi llego a los cuarenta leo para poder formular ideas, para aprender a sacar las cosas que tengo dentro». Con idéntico propósito, el de poner la mirada en cosas que otros no ven, Joseph Zárate aún no ha publicado un libro, pero casi. Lleva tiempo reporteando para una historia de la Amazonia peruana en tres partes, narrada a partir de la doble explotación que hay detrás del negocio del oro, la madera y el petróleo. Su bisabuelo materno fue cazador de caimanes. Su abuela, una nativa cocama-cocamilla que no volvió a hablar en su lengua en cuanto llegó a Lima. Su abuelo, un carnicero practicante de la magia negra. «Mi mundo es el mundo de la gente aparentemente minúscula, pero extraordinaria en sus detalles y conflictos». La clave de Zárate está en el femenino con que se presentaba la cronista Poniatowska, en ese ser subjetivo y emocional.

Con distinto foco de interés, aunque no de mirada, Gabriela Wiener acaba de publicar Dicen de mí, un libro de entrevistas que la autora hace a otros para que hablen de ella, retorciendo así esa conquista del yo, del cuerpo y sus reversos alternativos en la que se asienta la totalidad de su obra cronística, literaria y performática. «A mí durante un tiempo no me molestaba ser la única chica en medio de la banda de tipejos de la crónica o de los escritores Nocilla de Barcelona; desde que el feminismo me abofeteó me parece inadmisible —dice—. Todos los días algún editor o crítico me pregunta cuándo voy a escribir la gran novela que están esperando de mí, aunque no haya dejado de publicar en estos años. Porque eso es lo que me legitimará ante ellos, no mis libros de poemas, ni mis libros de ensayitos, ni mis libros sobre el cuerpo o la maternidad, ni mis performances». Y añade: «Creo que, cuando empiezo a sentirme cada vez más feminista, el anhelo de pertenecer a un canon que ahora mismo no me representa, donde en su mayoría sólo hay hombres y escritoras que les gustan a esos hombres, todo eso tiene menos sentido para mí. Me siento cómoda en lo que hago desde hace unos pocos años, y eso incluye utilizar medios distintos de expresión. Y no acomplejarme más por escribir desde lo personal, en primera persona o sobre mis experiencias. A mí me encantaría que todo lo que hago fuera un continuum artístico y político». Daniel Titinger, autor del mejor perfil biográfico que se haya escrito sobre Julio Ramón Ribeyro, y en preparación de otro sobre el cholo César Vallejo, también actualiza las libertades que se pueden tomar desde la crónica en estos tiempos post Etiqueta Negra. «Nada ha influido tanto en lo que soy ahora como esa revista. Era un asunto casi bíblico, ¿no? Déjalo todo y sígueme. Pero ya no pienso como antes. Escribir es escribir, y eso que escribimos algunos lo catalogan como crónica. Los géneros literarios ahora me tienen sin cuidado. Sólo me gusta que se diga si lo que está escrito ahí es verdad o mentira. Nada de medias verdades ni medias mentiras. Lo que he escrito ha sido catalogado como crónica, y es literatura y es verdad. Quiero decir, escribo historias reales».

¿Dónde está la crónica hoy? En 2004, en la contratapa de un libro de crónicas que no habían aparecido antes en ningún periódico, el novelista Iván Thays escribió: «Considerando la creatividad, el poder de sugestión, la imaginación e incluso la exigencia en la prosa, debemos reconocer que en estos últimos años el verdadero talento literario parece haberse desplazado a la crónica periodística». La crónica peruana está cada vez más ahí, en libros que en su mayoría no son compilaciones de textos previamente publicados en diarios o revistas. En la prensa mainstream, los editores la han vuelto a confinar a donde estuvo después del modernismo: en ninguna parte. Pervive su fama de loca de la casa, pero jibarizada, reducida a la caricatura de nota de color escondida entre las páginas de sociedad, espectáculos o deportes. La verdadera mala noticia es que Etiqueta Negra ha dejado de salir. La buena, que en los libros la libertad que ofrece la crónica es doble. Por su excentricidad y su naturaleza camaleónica, siempre habrá alguien poniendo a prueba su potencia experimental, por algo esta palabra está unida a lo que surge de una experiencia. También será la mejor manera de desafiar otra lógica hegemónica, la del dinero. Nadie que se lanza a escribir un libro, de crónicas o de lo que sea, espera ver recompensada su inversión de tiempo y esfuerzo y viajes y horas robadas, por ejemplo, a jugar con un hijo. He ahí otra elección crítica. Otro terreno inestable que empieza a ser tanteado por el cronista peruano del siglo xxi.

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