POR JAVIER PÉREZ SEGURA
El “delito” del arte soviético ha sido el de mostrar al mundo, a los artistas puros […], que el arte, para tener su fuerza creadora e integridad social, debe encarnar el espíritu de la nueva sociedad, de concepto colectivo y de responsabilidad social.

 

Este fragmento fue publicado —en febrero de 1935 en la revista valenciana Nueva Cultura— como parte de una misiva sin firmar dirigida al escultor Alberto Sánchez, con la indisimulada intención de que se uniera explícitamente a la causa revolucionaria. Sin embargo, ese intercambio de pareceres se cerraría sin variación en las posiciones iniciales: para Nueva Cultura (y, en especial, para Josep Renau, cuya autoría se adivina tras esas líneas) el arte del siglo xx en tiempos de crisis sólo podía ser instrumento de ideología destinada a cambiar la sociedad; para Alberto, como dejaría claro en su breve respuesta, publicada en junio en la misma revista, arte y cultura estaban al servicio del pueblo, por supuesto, pero también eran necesaria expresión de emociones humanas a través de un lenguaje de vocación universal. Siempre. Un par de años después, ya en plena Guerra Civil y desde las páginas de otra revista, Hora de España, Renau volvería a la carga, teniendo esta vez como «contrincante» al pintor Ramón Gaya. Como había sucedido con Alberto, tampoco entonces nadie cedería un milímetro. (Es más, la coincidencia de que ambos protagonizaran el exilio español en México ayudó a «exportar» al otro lado del Atlántico ese debate de pura antítesis sobre la función de la imagen y la esencia de lo artístico).

En tal estrategia del «todo o nada», la llegada de las formas visuales soviéticas al panorama español sirvió, al menos así lo creemos, sobre todo para redefinir la noción misma de cultura. Su naturaleza, objetivos y medios se hallaban, por supuesto, en el nadir tanto de la tradición como de las teorías del arte puro, formalista, de vanguardia, deshumanizado o como lo llamemos. La cultura soviética oficial sería manejada, y con este término queremos resaltar su sentido casi literal de herramienta, para denunciar a la burguesía y el capitalismo, y lo haría mediante un conjunto novedoso de formas y composiciones (que en ocasiones llegaron, eso sí, a tener empaque de gramática).

Hibridando realismo y experimentalismo, entreverando texto e imagen, el arte soviético calaría progresivamente en la sensibilidad de algunos artistas españoles. De hecho, el resultado fue un conjunto de prácticas «mestizas», un no lenguaje tal y como éste había sido entendido en los siglos anteriores. Porque cualquier recurso visual fue utilizado si resultaba útil para la difusión del dogma comunista. El propio Renau (sin duda, el artista español de todo el siglo xx más entregado a la causa) lo sabía muy bien, puesto que fue consagrado autor de carteles pintados en clave de la figuración épica monumental, pero, al mismo tiempo, también un brillante fotomontador que recortaba-para-construir escenas de aires déco, constructivista o realista. A veces, y casi en una imposible acrobacia, todo eso aparecía licuado en una misma imagen incluso.

Moscú, a miles de kilómetros del eje artístico español por excelencia (Barcelona/Madrid), nunca pareció, sin embargo, tan cerca como a partir de 1917. La fascinación más visceral que sintieron las clases populares y algunas élites intelectuales españolas por términos como «revolución», «pueblo», «proletariado» o «lucha de clases» asumió un peso enorme en ese proceso, pero, tanto o más, en nuestra opinión, el hecho de que los medios de comunicación modernos difundieran esas ideas y sus imágenes a una velocidad inédita. Al mismo tiempo que sucedía algo en la URSS se conocía en casi todo el mundo… y se reaccionaba, en un sentido u otro. Con euforia, temor o represión: eso dependía del lector. (A modo de anécdota, inspiraría incluso folletines erotizantes como La Venus bolchevique, la novela del Caballero Audaz —seudónimo de José María Carretero— que ilustraría Delhy Tejero para la revista Crónica en 1932). En cualquier caso, que «lo soviético» se había puesto de moda estaba fuera de duda.

Además, la tecnología impulsó la ideología y por eso, aun sin querer anticipar una parte de los contenidos de este artículo, la fotografía —tanto la documental como los rescoldos que aún quedaban de la experimental— y el cine soviéticos fueron fundamentales no sólo para el arte y la cultura visual, sino también para el nacimiento de una conciencia política en España a lo largo de las dos décadas siguientes.

Tanto la prensa diaria como la especializada, la continua oleada de libros (que oscilaban entre el sesudo ensayo seudocientífico y la pura ficción con fines demagógicos) traducidos al español o firmados por españoles y los recuerdos de viaje de algunos intelectuales y escritores al epicentro de la revolución, etcétera, fueron ganando terreno en los escaparates de las librerías, pero, sobre todo, en los humildes quioscos callejeros, convertidos éstos en el lugar donde cualquiera podía comprar esos «sueños de revolución». Allí el negro sobre blanco y, metafóricamente, también el rojo gritaban la intervención sobre la realidad.

Muchos otros artistas, no sólo los dibujantes, dieron un paso adelante y construyeron un correlato visual de los hechos y procesos históricos que se estaban originando en la que, desde 1922, sería conocida como Unión Soviética. Sus ilustraciones, o sus fotografías, cubrieron las portadas y páginas interiores de esos libros, periódicos y revistas. Así las cosas, «lo soviético», sin que se llegara a saber nunca del todo en qué diablos consistía, acabó siendo identificado en España con «lo moderno» y, además, con lo moderno auténtico —en función de su destino social— frente a otras opciones de vanguardia que, como pensaban los detractores de éstas, sólo buscaban el placer que producía el hallazgo de formas novedosas.

Un asunto más antes de abordar de forma concreta algunos capítulos de la cultura visual y artística del periodo en España. Me gustaría que no olvidáramos una paradoja esencial que bien podría actuar como telón de fondo en ese proceso: el curso del arte soviético había cambiado dramáticamente desde finales de los años veinte, hasta el punto de que la identificación con el suprematismo y, en especial, con el constructivismo que solemos barajar en absoluto era real. Y es que la distancia entre vanguardia política y vanguardia artística se había ido abismando desde mediados de los años veinte, sobre todo, tras la muerte de Lenin. Sirva como ejemplo el fallo del concurso internacional de arquitectura para el Palacio de los Sóviets en 1931. Frente a los atrevidos proyectos de Walter Gropius o Le Corbusier, resultó vencedor el de Borís Iofán, el arquitecto oficial, con una propuesta megalómana y absurdamente clasicista —que nadie dudaría en considerar kitsch— coronada por una estatua de Lenin de cien metros de altura. Aunque al final no se llevó a cabo, algunos representantes del llamado Movimiento Moderno se indignaron tanto que escribieron una carta de protesta a Stalin en la que consideraban ese fallo nada menos que una traición al espíritu progresista y revolucionario.

En consecuencia, cuando en España se empezó a gestar una conciencia artística favorable a los dictados de la URSS, el estilo que se había impuesto allí era ya de facto la antítesis de los formalismos precedentes. Por eso, la mayoría de dibujos, grabados, óleos y esculturas de los años treinta muestran una figuración épica, con cuerpos perfectamente musculados y actitudes heroicas que nada tenían que ver con los modelos reales que existían en nuestro país. Únicamente en algunos fotomontajes y algunos planos fílmicos sobrevive el eco de ese espíritu nuevo de los años diez y veinte…, pero era ya un recurso que procedía directamente de la memoria y no de la experiencia del presente, con las debidas salvedades, como algunas imágenes de revistas internacionales como URSS en Construcción (1931-1940), siendo éste un matiz fundamental a tener en cuenta.

 

TEORÍA Y PRÁCTICA DEL ARTE REVOLUCIONARIO EN ESPAÑA

Aunque, lógicamente, desde 1917 los ecos de la revolución se hicieron notar en la prensa española, no fue hasta pasados unos años cuando se apreciaría un aumento considerable de prácticas artísticas vinculadas de manera directa a aquélla, puesto que las de índole histórica, ensayística o literaria pertenecen a un ámbito distinto, como sabemos. En todo caso, un artículo como «Tres llamamientos de orientación actual a los pintores y escultores de la nueva generación americana», que publicara el mexicano David Alfaro Siqueiros en Vida Americana (Barcelona, mayo de 1921), o revistas como Cosmópolis, La Internacional (1919-1920, donde se comenta el ensayo de Tolstói ¿Qué es el arte?), Revista Popular (1925-1928) o El Estudiante (1925-1926) tuvieron continuidad hasta 1928. Entonces sí: la celebración de los primeros diez años de la revolución actuó como detonante —y, es más, casi como pistoletazo de salida— para que surgieran publicaciones como Post-Guerra (1927-1928), Bolívar (1930), Política (1930), Cierzo. Letras, Arte, Política (1930), Nueva España. Semanario Político de Historia Nueva (1930-1931), La Nueva Era (revista barcelonesa del Bloc Obrer i Camperol, que publicó en 1930 el artículo de Lunacharski titulado «El marxismo y el arte»), Bolchevismo…, así como editoriales —por ejemplo, Oriente, Biblos, Cenit o Ulises—, de las que se calcula que llegaron a poner en circulación casi mil títulos de temática social durante esos años.

Hubo también lugar para teorizaciones centradas en la función del arte en tiempos de compromiso. En 1928 Baltasar Champsaur Sicilia publica Humanización del arte; un lustro más tarde, Campio Carpio acaba El destino social del arte y, ya en 1936, Ferrán Callicó, L’art i la revolució social, por citar algunas. Entre medias, el texto que más influencia tuvo fue El arte y la vida social (1929), de Yuri Plejanov, sobre todo en artistas como Josep Renau —quien afirmaba que el prólogo de ese libro «llegó a ser como una divisa»—, Francisco Mateos, Antonio Rodríguez Luna, Arturo Souto, Carlos Maside, Alfonso Castelao, Helios Gómez, Ramón Puyol, Gabriel García Maroto o Santiago Pelegrín. Precisamente, una portada poscubista y déco (sí, han leído bien) de este último da la bienvenida a otro de los textos fundamentales del periodo en el proceso de toma de conciencia de la realidad por los artistas. Escrito por José Díaz Fernández, que entre otras actividades previas había sido promotor de la revista Post-Guerra, antes mencionada, se titula El nuevo Romanticismo. Polémica de arte, política y literatura (1930) y los muchos que lo tuvieron entonces como libro de cabecera pudieron leer frases como éstas:

El arte quizás empieza a encontrar ya sus normas y explora en las zonas más intrincadas del nuevo sistema social […]; todo arte verdaderamente humano es expresión de un sistema de acción colectiva […]. Se trata de pintar las cualidades de la naturaleza o de la sociedad en relación con la sensibilidad contemporánea y con las radicales inclinaciones del alma moderna. Por eso no es extraño que artistas como Grosz o Dix, contra lo que opinan algunos críticos, interpreten todavía escenas desoladas o crueles, que constituyen la mejor definición de una época social que se acerca.

 

A modo de paréntesis, la reproducción de obras de ambos artistas alemanes, George Grosz y Otto Dix, veteranos miembros del Partido Comunista de su país, había empezado a llegar a España desde los últimos años veinte. Sabemos, por ejemplo, que fue en la Librería Internacional de Valencia donde las descubrió Josep Renau, sin duda uno de los grandes protagonistas en la defensa del arte soviético como modelo referencial para el arte español comprometido.

Volviendo a esa labor intensa de teorización del arte de tendencia, el pintor Francisco Mateos firmó una serie de nada menos que veintidós artículos sobre arte y compromiso en el diario La Tierra entre agosto de 1931 y febrero de 1932; hay que mencionar, asimismo, la conferencia (junio de 1934) que pronunció el también pintor Luis Castellanos, titulada «La pintura soviética de hoy», en el Ateneo madrileño; o, por supuesto, los textos de Josep Renau en la valenciana Orto. Revista de Documentación Social desde su fundación en 1932, año en que aparece una revista de espectro más amplio como es la tinerfeña Gaceta de Arte, que también es relevante en este aspecto. Fundada por Eduardo Westerdahl, la lujosa publicación defenderá todas aquella manifestaciones culturales que consideraba definitorias de la modernidad: el teatro político de Erwin Piscator, el Movimiento Moderno de arquitectura, la Bauhaus, el realismo social de George Grosz, de nuevo él, o el surrealismo —y es que en sus páginas encontramos algunas de las vinculaciones más interesantes entre surrealismo y comunismo, en los artículos que dedicara Domingo López Torres, como «Surrealismo y revolución» (octubre de 1932) y «Aureola y estigma del surrealismo» (septiembre de 1933)—. Todo ello, por supuesto, sin olvidar la presencia de fotografías modernas soviéticas, junto a dibujos de figuración épica en la prensa más de combate, como las revistas Rusia de Hoy. Boletín de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética (1933), Sin Dios (1932-1933), Noreste (1932-1936), Leviatán. Revista Mensual de Hechos e Ideas (1934-1935), Línea. Publicación Quincenal de Hechos Sociales (1935) o, poco antes de comenzar la Guerra Civil, ¡Ayuda! (1936-1938), cuya editora jefa era María Teresa León, y que fue el órgano oficial del Socorro Rojo Internacional, organismo creado hacia 1923 y al que numerosos artistas estaban afiliados.