El número 3 (agosto-septiembre de 1933) empieza con unas frases genéricas de Lenin sobre arte y cultura y concluye con una denuncia del sabotaje que habían sufrido unos dibujos de López-Obrero en las Galerías Layetanas de Barcelona, en el contexto de la Feria del Dibujo que se celebró en la Ciudad Condal. Uno de esos dibujos es precisamente el que había aparecido de contraportada en el número anterior. En el número 5 sólo hay un artículo, dedicado a la cerámica soviética, firmado por las iniciales J. K., cuya identidad desconocemos. En cambio, el último número, el 6, es el que más atención dedica al arte. Leemos una reseña del poeta, periodista y editor puertorriqueño Emilio Delgado sobre una exposición de cientos de dibujos infantiles celebrada por la Agrupación de Grabadores Castro-Gil:

[…] Después de visitar numerosas exposiciones aburridísimas, con sus inevitables cabezas de estudio, desnudo, tipos X, naturalezas muertas, bodegones y demás zarandajas que ya no asustan a nadie, los dibujos infantiles nos parecieron verdaderas maravillas de arte y alegría, que ya quisieran para sí muchos expositores adultos […].

 

Pero sobre todo ese último número nos interesa porque allí aparece el célebre artículo sobre la «I Exposición de arte revolucionario», organizada por la misma revista. Esta muestra ha sido una especie de leyenda urbana para varias generaciones de historiadores del arte, y de hecho sigue sumida en una incómoda indefinición. Celebrada del 1 al 12 de diciembre de 1933 en el Ateneo madrileño, la doble página que le dedica Octubre se presenta como un cúmulo de información de todo tipo: se nos cuenta que en Valencia ya habían celebrado una muestra similar y que preparaban otra, esa de dibujos infantiles, o que desde París el escultor Mateo Hernández mostraba su adhesión a la muestra.

En esta exposición también participaron Cristóbal Ruiz, Francisco Pérez Mateos, Julián Castedo, Darío Carmona, Josep Renau, Alberto Sánchez, Jorge Ravassa Masoliver, Salvador Bartolozzi, Ángel López-Obrero, Fersal, Yes, Galán, Isaías Díaz. En total, fueron casi veinte artistas que, según la muy entregada crónica de la revista, habían conseguido incluso crear un nuevo público. Como era habitual, predomina el tono combativo y maniqueo, también un evidente utopismo en que la situación había cambiado diametralmente en pocos años:

[…] Gran resonancia entre los trabajadores. Diariamente, centenares de ellos, a la salida del trabajo, desfilaron ante las obras. Mientras las exposiciones burguesas se mueren de soledad y aburrimiento y el comprador de cuadros desaparece entre los rotos bastidores de la crisis, un nuevo público, una nueva clase, limpios los ojos y clara la conciencia, irrumpe, ávida, en el mundo de la revolución y la cultura. Hoy ya la clase obrera es la única capaz de pasar las hojas de un libro con entusiasmo, de desbordar las salas de los teatros y las exposiciones. Así lo vemos en la Unión Soviética. Así lo comprobaremos plenamente en España. Los pintores y dibujantes que concurrieron a esta exposición del Ateneo ya empiezan a saberlo. Jamás sus obras se habían sentido miradas atentamente por tantos ojos. Era el arte al servicio de la revolución, dando el hombro a las clases trabajadoras […]. Por primera vez, artistas procedentes del campo de la burguesía y auténticos artistas obreros aparecían juntos en una sala de exposiciones […].

 

Son siete las imágenes que ilustran el artículo: un fotomontaje de Monleón y seis dibujos de tendencias y temáticas muy variadas, firmados por Antonio Rodríguez Luna, Miguel Prieto, Ramón Puyol, Karreño, José Carnicero y J. Muñoz. De nuevo, cada dibujo pertenece a una práctica artística diferente: el de Luna está claramente anclado en la estética de la que posteriormente sería llamada escuela de Vallecas; los de Karreño, Puyol o Carnicero, en una figuración épica; o los de Prieto y Muñoz, en un ingenuismo de corte infantilista.

A la vista de esos dibujos resulta evidente que los artistas comprometidos españoles traducían «lo soviético» de manera muy libre, como un cúmulo de consignas en las que se concretaba una ideología, aunque sin poder abanderar una propuesta visual definida. Por decirlo de forma gráfica, no había ni rastro del constructivismo de los años diez o veinte, pero tampoco del estilo oficial de los años treinta. Pienso que esto se puede deber, entre otras causas, a que en cada artista español seguía bastante arraigada la formación tradicional y por eso mantenían sus estilos previos, pero añadiendo, según la dinámica social más dramática, una serie de contenidos revolucionarios nuevos. Algo parecido a lo que en ocasiones se menciona como «tercera vía» en el arte español, hipótesis que resultaría confirmada al empezar la Guerra Civil, porque adquirió un mayor desarrollo entonces, si cabe. En consecuencia, y si bien es un asunto que supera los límites cronológicos de este artículo, que en los dibujos bélicos de Miguel Prieto, Antonio Rodríguez Luna, Alberto Sánchez o Antoni García Lamolla se reconozcan sin dificultad determinados estilemas propios de la escuela de Vallecas o del universo influido por Salvador Dalí no debe resultar extraño. El «qué» había cambiado, pero en mucha menor medida lo había hecho el «cómo».

Por otra parte, existe en algunos dibujantes y pintores que colaboraron con la revista Octubre, muchos de ellos convertidos progresivamente en cartelistas, una poética visual diferente, y es la que se deriva de la gran influencia que tuvo el cine soviético durante esos años veinte y treinta, como veremos a continuación. Figurativo, realista y narrativo casi en su totalidad, sólo en ese diálogo artístico ruso-español encontramos la coherencia entre la imagen y contenido originales y su repetición en el país de recepción.

Como afirmábamos arriba, lo que destaca en la producción visual que irradia desde Octubre es la recepción de la fotografía y del cine comunistas. Así, y por citar sólo algunos contenidos directamente vinculados, en el número 1 Juan Piqueras —del que hablaremos a continuación— comenta desde París el film Kuhle Wampe o ¿A quién pertenece el mundo? (Slatan Dudow, 1932), y hay una crítica al cine documental de actualidades, producido por multinacionales americanas, en las que se daba una idea idílica del mundo como lugar de progreso, sin mostrar los conflictos sociales y políticos. En el número 3, vemos fotogramas de ¡Que viva México!, de Eisenstein, con un texto de César María Arconada titulado «Eisenstein-Upton Sinclair». O en el último número, de abril de 1934, se traduce un texto del propio Eisenstein, «Código de conducta moral del cinema norteamericano», en el que hace referencia al Código Hays que se activó precisamente en 1934 y que prohibía la exhibición de contenidos que pudieran ser considerados inmorales, sobre la base de considerar el cine como una industria de entretenimiento y espectáculo, ajeno a toda intención de propaganda.

Algo parecido sucede con la otra gran publicación vinculada a la AEAR: la valenciana Nueva Cultura. Formación, Crítica y Orientación Intelectual (editada con interrupciones entre enero de 1935 y octubre de 1937). Hay abundantes dibujos de Karreño —quizás, junto a Luis Quintanilla, el más fiel imitador de Grosz en España—, Alberto Sánchez, Rafael Pérez Contel, Yes o los propios Grosz y Dix, así como algunas aleluyas de cuño propio, que fueron respaldados por el artículo teórico de Karreño titulado «El arte de tendencia y la caricatura» (aparecido en dos entregas: número 11, marzo-abril de 1936 y número 12, mayo-junio de 1936), en el que defiende la caricatura política, de raíces tardomedievales y con seguidores como Hogarth, Goya o Daumier, por tres razones: su sentimiento popular auténtico, la técnica (se refiere al dibujo y al grabado) y las nuevas condiciones sociales que la hacían necesaria como medio para incitar a la revolución.

Siendo esto cierto, no lo es menos que en Nueva Cultura se acabaron imponiendo las fotografías y los fotomontajes, todos ellos inspirados directamente por los modelos soviéticos —se muestran, de hecho, algunos de ellos— y del comunismo alemán, encarnado sobre todo por John Heartfield. Los firman Monleón, Manuela Ballester y, muy especialmente, Josep Renau, que creó la serie Testigos negros de nuestro tiempo (publicada a lo largo de 1935 y 1936), con la que incluso pensó en realizar un film documental, ya en plena Guerra Civil, proyecto que finalmente no llegó a buen puerto.

Además, y a modo de complemento, muchas de las noticias y ensayos que publicaron tanto Octubre como Nueva Cultura se centraron en el cine soviético, caracterizando una realidad española en la que cada vez se veían más películas procedentes de aquel régimen.

 

LA RECEPCIÓN DEL CINE SOVIÉTICO Y DE LA FOTOGRAFÍA OBRERA

Nacido a finales del siglo xix, en España el cine tardaría algunas décadas en convertirse en referente del imaginario colectivo. De hecho, sólo sería a finales de la década de 1920 cuando se normaliza su situación: aparecieron las primeras productoras nacionales y, sobre todo, se importaban filmografías de otros países. Eso sí, con Hollywood siempre a la cabeza, en especial a partir de la llegada del cine sonoro, en una actitud de monopolio que obstaculizó la penetración de otras industrias y de otros contenidos, por ejemplo, los que procedían de la Unión Soviética.

Antes de la proclamación de la Segunda República, a las salas comerciales se sumó la novedad de los cineclubes. Pionero en este sentido fue el de La Gaceta Literaria, revista fundada en 1927 por Ernesto Giménez Caballero, que desde el principio publicó una sección titulada «Boletín de cineclub», y cuya programación encargó a Luis Buñuel. Ambos personajes eran entonces muy afines al cine de vanguardia, como se aprecia en Noticiario de cineclub (1930), la película de Giménez Caballero que combina escenas documentales —las cuales casi parecen versiones actualizadas de las vistas de los Lumière de finales del siglo xix— con otras de planos y encuadres experimentales, como la que comienza después del intertítulo «Deformaciones níquel. Paisaje manchego sobre faro de auto» o, incluso, con explícitas referencias surrealistas, como en el grotesco tema final, con dedicatoria a Buñuel y Dalí incluida.