El cineclub de La Gaceta Literaria no estaba solo. En paralelo, surgieron otros muchos espacios de proyección, como el de la revista barcelonesa Mirador, pero sólo algunos fueron lo que llamaríamos cineclubes «de tendencia», es decir, aquellos que estaban definidos por una orientación política clara. La censura estatal y la identificación popular del cine con un público acomodado y que sólo buscaba entretenimiento lo explican en gran medida. Apenas podemos mencionar que, poco tiempo antes de las elecciones de abril de 1931, como paso previo a la proclamación de la Segunda República, el cineclub Proa-Filmófono proyectó El acorazado Potemkin, de Eisenstein. Después la situación empezó a transformarse, con la aparición de entidades surgidas de los sindicatos o de asociaciones obreras más independientes, por ejemplo, los ateneos populares de FAI y CNT. Se multiplicaron las salas que proyectaban películas soviéticas: el mismo curso de los acontecimientos en Rusia hizo que estas películas fueran cada vez menos experimentales y más entregadas en exclusividad a la propaganda y al proselitismo, para lo que se imponían la narratividad y el lenguaje naturalista. Por citar algunas, el Cine Teatro Club (vinculado a la revista Mundo Obrero), Socorro Rojo Internacional, Juventud Roja o el Cineclub Proletario del Sindicato de Banca y Bolsa, todos ellos en Madrid; en Valencia, Studio Popular, cercano a la revista Nueva Cultura, de la que acabamos de hablar; o, en Santander, el Cineclub Proletario, donde se proyectaron cintas como El acorazado Potemkin, Octubre, La línea general o La tierra. Son sólo algunos ejemplos.
Es fácil comprender que el debate sobre la capacidad del cine para atraer a las masas no se produjera en los circuitos liberales o burgueses, que sólo eran capaces de ver su utilidad moralizante y que apostaban por el documental frente a la ficción (como sucedería en Misiones Pedagógicas, creadas por la Institución Libre de Enseñanza). En este sentido, críticos de cine como Luis Gómez Mesa, Blanco Castilla (que incluso publicó el libro El cinema educativo y Gracián pedagogo, en 1933) o intelectuales como Lorenzo Luziaraga defendieron dicha postura, si bien éste advertía de que un cine sólo didáctico, con ausencia de otros valores como los artísticos, podría llevar a que se perdiera interés y eficacia. Desde Barcelona la revista Popular Film (1926-1937), dirigida por el anarquista Mateo Santos Cantero y que contaba con una sección fija titulada «Cinema ruso», pedía que las Misiones Pedagógicas permitieran difundir el cine soviético entre el pueblo, lo que como decimos no se produjo.
Fue, por el contrario, la imparable politización de la realidad española lo que hizo que desde las posiciones de extrema derecha y extrema izquierda se apostara por un cine comprometido. Compartían, eso sí, su lucha contra la invasión hollywoodiense de películas de visión endulzada de la existencia e inevitable happy end; se diferenciaban, claro, en la alternativa que proponían. Los primeros (liderados por Ernesto Giménez Caballero —quien ya había sustituido surrealismo por fascismo—, con revistas como Filmor y cineclubes como el del SEU) se inclinaron por las propuestas nacidas en la Italia mussoliniana y fueron minoritarios, frente a quienes aspiraban a imponer el modelo soviético como arma que lideraría la revolución. De hecho, muchos de ellos habían depositado sus esperanzas en que la proclamación de la Segunda República supusiera un impulso de las proyecciones del cine soviético, pero no fue así. Sabemos que el nuevo régimen ejerció la censura contra muchas de esas películas soviéticas, siendo el ejemplo más conocido, de nuevo, El acorazado Potemkin, de Eisenstein. (Como por otra parte haría con Las Hurdes. Tierra sin pan (1932), de Luis Buñuel, por la visión crítica que denunciaba la incapacidad republicana para cambiar la situación. No es sorprendente que dicha cinta fuera considerada por algunos defensores españoles del cine soviético como un documento agitprop perfecto).
En esa recepción creciente del cine soviético destaca la revista Nuestro Cinema. Cuadernos Internacionales de Valoración Cinematográfica (1932-1935). Fue fundada en París por Juan Piqueras, que trabajaba para la productora Proa-Filmófono y que había hecho sus primeras armas como crítico de cine en La Gaceta Literaria.
La revista se gestaba en parte desde París y eso le permitió contar con algunas colaboraciones de prestigio: por ejemplo, se tradujo una conferencia («Los principios del nuevo cinema ruso») que Eisenstein había impartido en la capital francesa y que apareció en el número de enero-febrero de 1933. En ese mismo número un artículo de Josep Renau enumeraba las razones por las que el cine debía ser el gran nuevo arte revolucionario, también en España:
El cinema, superando en cantidad y calidad a las viejas formas del arte, representa la etapa superior en el desarrollo dialéctico de éste, transformando la técnica de la expresión plástica tradicional y dotándola de un nuevo recurso expresivo, de una nueva dimensión objetiva: el movimiento.
La revista tuvo su propio cineclub en Madrid e intentó impulsar en otoño de 1933 una Federación Española de Cineclubs Proletarios, con la intención de «cohesionar y dar vida a una amplia red de sesiones proletarias de cinema, con la consigna de un frente único ante la pantalla, y en la que cupiese toda nuestra base obrera y campesina, unida, naturalmente, a esa base intelectual y revolucionaria que ha hecho de sus organizaciones algo decisivo y vital en el nuevo movimiento político y cultural de España».
Piqueras también creó una Asociación de Amigos para financiar la revista, con un manifiesto que firmaron, entre otros, Rafael Alberti, María Teresa León, Emilio Prados, Josep Renau o Joaquín Arderíus, y realizó un par de encuestas para valorar las posibilidades reales de que se hiciera en España un cine proletario al estilo del soviético; a la segunda, publicada en agosto de 1935, contestaron en sentido afirmativo escritores como Federico García Lorca, Ramón J. Sender, Benjamín Jarnés o Antonio Espina.
La revista tradujo textos de Lunacharski, Eisenstein o Ganz sobre técnicas y función del cine soviético; critica el arte tradicional y el arte puro o de vanguardia, al que acusaba de fetichismo técnico; y abunda en artículos y reseñas de César María Arconada, Piqueras, Gómez Mesa o Rafael Gil sobre numerosos estrenos, tanto en París como en Madrid; o se hace eco del peligro que suponían el cine fascista y el de la UFA alemana intervenida por el nacionalsocialismo. Quizás una de sus aportaciones más originales sea la propuesta de un cine amateur en España, de bajo coste y sin formación específica tanto en directores como en técnicos o actores; para Nuestro Cinema, ese cine vendría a sustituir al cine proletario y sería la evolución necesaria para el modelo soviético de aspiraciones internacionalistas.
También sabemos, gracias a revistas como Nuestro Cinema, cuáles fueron las películas soviéticas que triunfaron en España durante esos años treinta: por supuesto, a la cabeza El acorazado Potemkin (1925), pero también Octubre (1928) y La línea general (1929), todas de Eisenstein; Tempestad sobre Asia (1928), de Pudovkin; La tierra (1930), de Dovzhenko, de la que incluso se hace eco en su número de presentación A. C., la revista del GATEPAC, el grupo más destacado de arquitectos españoles modernos; El expreso azul (1929), de Trauberg; o El camino de la vida (1931), de Ekk.
Además, otras dos películas —Tchapaief, el guerrillero rojo (1934), de los hermanos Vasiliev, y Los marinos de Kronstadt (1936), de Dzigan— inspiraron sendos carteles, hoy bastante conocidos, a Josep Renau. En ambos casos se combinan los esquemas visuales vanguardistas (sobre todo el empleo de vertiginosas diagonales) con una figuración épica propia del realismo socialista.
No debemos obviar una consecuencia añadida de esas proyecciones de cine soviético: el enorme impacto de miles de fotogramas que proveían de modelos para la fotografía obrera,[1] por ejemplo, en carteles republicanos de José Bardasano, Joaquim Martí Bas o Carles Fontserè, que solían reforzar esa «atmósfera soviética» con la inclusión de banderas, hoces y martillos, etcétera. De hecho, es de sobra conocido que la fotografía fue uno de los medios más eficaces con que contó la cultura visual de izquierdas, desde que la Internacional Comunista lo impulsara a comienzos de los años treinta. La celebración del Congreso Europeo para la Defensa de la República Española, que tuvo lugar en París el 13 de agosto de 1935, impulsado por el Comité Mundial contra la Guerra y el Fascismo (liderado por Henri Barbusse y, tras su repentino fallecimiento, por Willi Münzenberg), terminó por priorizar este medio como el más relevante.
Sin duda, la revista gráfica más decisiva en esos años treinta fue la alemana AIZ (Arbeiter Illustrierte Zeitung), y las decenas de fotomontajes firmados en sus páginas interiores por John Heartfield inspiraron, a veces incluso al nivel de la apropiación directa de imágenes, a muchos de nuestros artistas visuales. De hecho, cuando la Internacional Comunista abandonó su sede en Berlín por la llegada del nacionalsocialismo y se instaló en París, adoptó ese tipo de fotografía experimental de orígenes germánicos como propia y la añadió a la fotografía obrera, en una estrategia que había empezado años antes. El resultado es el que cualquier investigador del periodo tiene ante sus ojos cuando curiosea en muchas de las revistas y periódicos gráficos españoles de los años treinta: por todas partes aparecen fotografías con encuadres de vanguardia (sobre todo, picados y diagonales) y composiciones con varias fotografías, a modo de prismático collage. En suma, por todas partes se extiende esa sensación de aire de familia que también fue siempre «lo soviético».
La sublevación militar del 17 de julio de 1936 no hizo sino extremar más, si cabe, todo este proceso que hemos venido apuntando. Y es que el apoyo de la Unión Soviética al Gobierno democrático de la República se tradujo en un aumento casi imparable de esa doble dimensión, real y mítica, que proyectaba sobre la escena española. Las fotografías, fotomontajes, carteles, dibujos, óleos y esculturas que mostraban claramente su genealogía soviética aumentaron, y mucho, sobre todo, durante el año 1937, cuando se multiplicaron los actos culturales de homenaje a la Unión Soviética con motivo del vigésimo aniversario de la revolución. Saltaron incluso a la calle, a la ciudad, como en esa célebre imagen de la madrileña puerta de Alcalá cubierta con tres gigantescos retratos de líderes rusos: Litvínov, Voroshílov y, en el centro, Stalin. Justo encima de su cabeza, el escudo de la URSS. Existen pocos ejemplos tan incontestables de que ese imaginario había nacido necesariamente de un ideario, y de que las imágenes procedentes de la Revolución rusa y de las primeras décadas del régimen comunista habían dejado una huella muy profunda en un sector del arte y de la cultura visual española durante las primeras décadas del siglo xx.
[1] El movimiento de la fotografía obrera (1926-1939). Ensayos y documentos, Madrid, TF Editores/Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2011.
[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]