POR  EDUARDO RUIZ SOSA

Uno de los primeros recuerdos que tengo de mis padres es una huelga. Hay otros, más fragmentarios, breves episodios en el patio de la casa de una abuela, subiendo las enormes escaleras del edificio donde vivía la otra abuela, vestido con el uniforme del equipo universitario de fútbol donde jugaba mi padre, en las gradas del estadio, viendo a lo lejos el movimiento de la pelota. Pero el recuerdo de la huelga es quizá el primer relato, la primera memoria en forma de narración.

En aquellos años, la Universidad Autónoma estaba bajo algún asedio político, y la plantilla de trabajadores, mi madre y mi padre incluidos, tomaron por asalto los diversos edificios de cada Facultad. Recuerdo, entonces, noches largas paseando entre las aulas vacías, durmiendo en la oficina de la dirección, jugando en los jardines, asomado a través de las barricadas que entre todos levantaron a la entrada del edificio con escritorios, pupitres, armarios. Me escondía entre los muebles de aquella trinchera y me asomaba espiando hacia el otro lado la posible llegada de aquel enemigo que nunca vino, pero que siempre estaba.

No he logrado calcular cuánto tiempo duró aquel sitio, pero lo recuerdo como una larga noche que atravesamos entre conversaciones de los huelguistas, sueño interrumpido y juegos que tenían como escenario los pasillos, los salones y los jardines casi vacíos. Lo que sí recuerdo con intensidad es aquella comunidad constante, de grupos que se reunían y hablaban durante toda la noche, un cuerpo múltiple, hasta que llegaba un amanecer que yo nunca podía ver porque en algún momento caía dormido.

He regresado a aquella experiencia hace unas semanas, mientras escribía la nota final para la reedición de mi primera novela, Anatomía de la memoria, donde la idea de esta voluntad gremial de los personajes comenzaba a cobrar forma. Ahora, con más calma, encuentro este segundo origen, al que probablemente se irán uniendo otros.

Es entonces que me vienen a la mente algunos libros que me resultan indispensables y en los que el peso protagónico no recae en un individuo, aunque individuos hay, sino en un conjunto agremiado en torno a una idea, un acontecimiento, un espacio. Pienso, por ejemplo, en Caterva, de Filloy, aquellos linyeras bajo el puente, hablando sobre cualquier cosa, rodeados, inmersos, en el margen que son ellos mismos, pensando juntos, como una sola cabeza, pero al mismo tiempo dividida, coral, diversa. Pienso en Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrejewski, la marcha de los niños hacia la tierra santa atravesando bosques y memoria en una sola costura de principio a fin y que siempre me lleva al mito del flautista de Hamelin, otra historia colectiva. Entonces veo un cuerpo con muchas piernas, brazos, bocas, que se cruzan entre sí mediante las cuerdas de la memoria y el deseo. Me viene a la mente la novela de Elena Garro, Los recuerdos del porvenir, donde incluso la entidad del pueblo mismo, ese cuerpo múltiple, Ixtepec, habla y percibe al otro personaje colectivo, la gente, los habitantes, tejidos en una red a veces imperceptible, pero inseparable. O muchos de los libros de David Toscana, como La ciudad que el diablo se llevó o Santa María del Circo o El peso de vivir en la tierra, donde un grupo de borrachos festivos deambula por ciudades en ruinas, restos de una vida que persiguen fervientemente ahí donde sea que se esconda. Y, desde luego, Bolaño, Fernando del Paso, Larva, de Julián Ríos o La nave de los locos, de Cristina Peri Rossi.

Pienso en esos personajes gremiales y pienso en los huelguistas de la universidad, entre los que estaban mi padre y mi madre: individuos concretos, a quienes yo iba descubriendo en mis primeros años de vida, inmersos en medio del grupo que se movía y actuaba como un solo cuerpo diverso. Es decir, el grupo no como una unidad, no como una uniformidad, sino como un ser múltiple, contradictorio y constante. Quizá por ello me interesan tantos los monstruos y, entre ellos, el múltiple ser, y a la vez profundamente individual, que es la Creatura, en la novela de Mary Shelley. No es un interés sociológico, sino una duda constante sobre lo que significa ser y sobre el peso de la identidad cuando se enfrenta, convive, comparte, con otras identidades. La memoria no es la memoria de uno, sino la contradicción que emerge en el relato cuando se pone al lado de otros relatos semejantes que, a su vez, solo existen con otras tantas memorias ajenas.

Quizá es por eso que me he inclinado casi siempre por escribir relatos donde, aunque hay individuos, el peso recae sobre un grupo de gente, porque en el fondo, creo, me interesa cómo es uno cuando es con los otros.

Creo que fue el grupo, aquel grupo de huelguistas en la Universidad, el que me permitió en aquellos años comenzar a conocer a mis padres, sus convicciones políticas, su ser más allá de mí, su vida más allá de su función de padres. Un recuerdo que me ha permitido, a lo largo de los años, seguir conociéndolos: vuelvo a aquellas noches de huelga, consignas y barricadas y encuentro el punto de fuga de algunas de sus ideas, de sus comportamientos, de sus modos de estar en el mundo, como si algunas de las cosas perdidas de su identidad solo pudiera encontrarlas más allá de mí, más allá del nosotros familiar, y tuviera que ir a buscarlo ahí, en la huelga, o más allá, en el bar, o en el corro después del partido de fútbol, esos universos ajenos donde en el grupo, ellos, como individuos, eran al mismo tiempo lo que yo conocía y otros diferentes, desconocidos, misteriosos.

Sigo buscando esos personajes gremiales en los libros que leo y en los proyectos a los que me dedico y, sobre todo, a mi alrededor, donde creo que la idea de colectividad es cada vez más gregaria, cada vez menos múltiple, o donde lo múltiple se orilla, mediante el mercado y el consumo, a una individualidad solitaria, aislada, lejos de cualquier amparo.

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