POR LORENA AMARO
Era 2014. Los organizadores de FILBA Santiago la enviaron al Parque O’Higgins para que escribiera sobre él, pero no le gustó nada: dicen que al día siguiente, Hebe Uhart prefirió caminar por el parque de Quinta Normal y conocer el Museo de la Memoria. Lo que escribió sobre esos lugares fue hermoso: con esa mirada bizca, descentrada, que caracteriza sus narraciones, y que hicieron de su obra un largo secreto en Argentina. Hay que decir que Chile la acogió, que en Chile hizo amigos y viajó mucho durante sus últimos años, hasta su muerte en 2018.

Ella recorrió los pasos fronterizos que, más que nuestras geografías, acercan nuestras literaturas, a menudo contrastadas sin muchos matices: se dice que Chile es el país de los poetas y Argentina, el de los narradores. Que en Chile no hay tradiciones como la de la gauchesca (en Argentina ésta atraviesa tres siglos). Que los narradores chilenos son menos experimentales, más solemnes, apegados a un realismo viscosamente sentimental. Que los chilenos no entendemos el humor.

Pero más allá de los lugares comunes, se sabe que hay grandes poetas argentinos (sobre todo en las últimas décadas), como también que en la literatura chilena hay una serie de corrientes o líneas narrativas que si bien no constituyen una tradición, tal vez la sugieran (pienso por lo menos en una: la novela sobre la clase media chilena, con sus ofuscaciones y su poderoso resentimiento, que va de Alberto Blest Gana a José Donoso, entre sus cultores más conocidos). En respuesta también a los prejuicios habría que esgrimir que Chile cuenta con un número considerable de narradores experimentales, díscolos o «raros», como Juan Emar, Alfonso Echeverría, Juan Balbontín, Cristián Huneeus, Guadalupe Santa Cruz, Adolfo Couve, Cynthia Rimsky, Matías Celedón o Gonzalo Maier, por nombrar algunos. En el curso de los años noventa se consolidan, además, tres nombres: Diamela Eltit, Roberto Bolaño y Pedro Lemebel, que despercuden las consabidas menciones sobre lo aburrida, realista, sentimental o esperable de la narrativa chilena. Ellos evidencian sus diálogos con otras tradiciones: su literatura es continental y universal. Eltit podría ser leída a parejas con aquellos escritores argentinos que en los años setenta y ochenta escribieron desde la experimentación y la preocupación teórica por la escritura. Bolaño destina muchísimas páginas a autores como Borges, Wilcock, Arlt y Lamborghini, creando su propia tradición, fuertemente arraigada en la narrativa rioplatense; esto lo convierta, quizás, en el protagonista obligado de este texto. Finalmente, Lemebel, cuyas crónicas probablemente sean de los mejores cuentos escritos en Chile en los noventa, puede ser leído en contrapunto con autores como Copi o Perlongher: el neobarroso rioplatense se transformó en su escritura en «neobarroco», como lo bautizó la crítica chilena Soledad Bianchi:

Néstor Perlongher se reconoció acompañante de los cubanos, y habló del neobarroso para aludir a su hacer y su entorno, el atigrado y oscuro Río de la Plata […] sospecho que Pedro Lemebel sigue este trayecto y veo que camina, por el Parque Forestal, del brazo del asmático viejo, del espejeante Sarduy, y del joven que el sida se llevó […] yo le cuchicheo: neobarrocho, y Pedro lo agarra al vuelo y copuchea: «Eso es, neobarrocho, niñas». Sí, concibo el estilo de Pedro Lemebel como neobarrocho, por un barroco que llegando acá pierde el fulgor isleño y la majestuosidad del estuario trasandino al empaparse y ensuciarse en las aguas mugrientas del río Mapocho que recorre buena parte de Santiago (Bianchi 49-50).

 

¿En qué más podrían acercarse los trasandinos, cuáles han ido sus viajes de ida y vuelta? Cuando Sarmiento cruzaba la frontera chileno-argentina, seguramente no pensó cuántos vendrían después de él: la piedra fundamental de la iglesia literaria argentina, el Facundo, una mezcla de libelo, crónica, ensayo y cuento, como tantas obras en América Latina, escrita para denunciar la tiranía, fue ideada y publicada en tierras chilenas. A la inversa: mucha de nuestra literatura vio la luz en Argentina. Un trapicheo de textos, lecturas, diálogos e influencias que no termina. Fundamental es observar el tránsito del cuento, género que en Argentina se inicia con «El matadero», de Echeverría, y que ha tenido cultores muy reconocidos, como Borges (nunca escribió novelas), Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, Di Benedetto, Fogwill, Hebe Uhart y tantos más. El cuento, «ese relato que encierra un relato secreto», como dijo Piglia (Formas 107), es también un género importante en el desarrollo de la literatura chilena: Baldomero Lillo, María Luisa Bombal, Manuel Rojas, Marta Brunet, Alfonso Alcalde, José Donoso, Roberto Bolaño son algunos de sus expositores. Doy estos nombres y pienso que quizás Argentina encarne, sobre todo, el juego metaliterario, el intertexto, lo siniestro, lo extraño y lo fantástico, en tanto Chile ha producido una mirada realista, cifrada, sobre todo, en la violencia de clase como trauma originario y en la marginalidad como un rasgo esencial de sus personajes. Es posible observar esto incluso en los actuales narradores consagrados, como Alejandra Costamagna y Alejandro Zambra, y también en los jóvenes: Diego Zúñiga, Simón Soto, Pablo Toro, Romina Reyes, Constanza Gutiérrez, Paulina Flores y Esteban Catalán.

 

UN POSIBLE COMIENZO: BOMBAL Y BORGES

María Luisa Bombal publicó una obra fundamental siendo muy joven: aún no cumplía veinticinco años cuando aparece La última niebla (1934, editado por Francisco A. Colombo, bajo la dirección de Oliverio Girondo). Para la literatura chilena el tono intimista y subjetivo de esta historia era toda una novedad. Puede que contribuyera a su mirada vanguardista, de carácter más psicológico y estético, el hecho de que viviera bastante tiempo fuera de Chile: a los años de juventud, transcurridos en Francia, sumó siete fundamentales años en Argentina (1933-1940), que definitivamente marcaron su ficción. Fue el tiempo en que publicó las primeras ediciones de La última niebla y La amortajada (1938, con el inconfundible e importante sello Sur, de Victoria Ocampo). Escribió también los famosos cuentos «Islas nuevas» y «El árbol».

¿Cuánto habrá tomado Bombal de las generosas corrientes narrativas argentinas? Se sabe de su conocimiento de la literatura francesa, pero de su estadía en Argentina se conocen más bien sus amistades que sus lecturas (11). Se sabe que logró llevarse bien con Victoria Ocampo y que con Norah Lange tuvo una sintonía inmediata, al punto de practicar un juego que parece muy argentino: «hablar acerca de escritores inexistentes para desconcertar a los pedantes» (Gligo, 62). Lo que abunda son anécdotas (más bien chismes) de sus vínculos con otros escritores; el más importante, además de Oliverio y Norah, fue Borges.

Ella era once años menor que él y, cuando lo conoció, apenas había publicado La última niebla; Borges, en cambio, ya tenía un nombre en el ambiente literario argentino. El chisme que corre es que Borges, como ocurrió con varias escritoras jóvenes que conoció, habría estado medio enamorado de ella y que la tenía en mente cuando escribió la escena en que Juan Dahlmann sufre un accidente, subiendo con apuro una escalera («El sur»). Esto le ocurrió al propio escritor un día de 1938, cuando se golpeó con el batiente de una ventana. Una mujer contempla horrorizada la herida y en algunas versiones esa mujer es la madre de Borges, Leonor Acevedo, pero a los chilenos nos encanta pensar que fue María Luisa.

Borges usa esta historia para insinuar que el golpe lo cambió, que dejó abiertas las compuertas para que él comenzara a escribir cuentos. Pero, si bien es difícil saber qué importancia real tuvo para el escritor la prosa de la autora chilena, hay que decir que Borges la reseñó en Sur, poniendo de relieve la independencia y carácter de la escritora, quien, a pesar de sus advertencias y consejos, no abandonó las ideas que tenía para La amortajada:

Yo le dije que ese argumento era de ejecución imposible y que dos riesgos lo acechaban, igualmente mortales: uno, el oscurecimiento de los hechos humanos de la novela por el gran hecho sobrehumano de la muerta sensible y meditabunda; otro, el oscurecimiento de ese gran hecho por los hechos humanos (…) María Luisa soportó con firmeza mis prohibiciones, alabó mi recto sentido y mi erudición y me dio unos meses después el manuscrito de La amortajada (80).

 

Volverían a encontrarse en 1976, ya viejos, esta vez en un Chile oscurecido por la dictadura militar, que ella apoyó y de la que él recibió una medalla, la Orden Bernardo O’Higgins. No se sabe de qué hablaron.