TANTÁLICOS

Como sea: no es posible referirse al cuento argentino sin pensar en Borges. Y el cuento chileno le debe mucho: «A Borges […] no lo conocí, pero es el autor que más releo. Y el que más me ha enseñado» (cit. en Tallón, párr. 7), decía Bolaño, su epígono trasandino. No sólo lo hizo en el ámbito de la escritura, sino en el de la lectura. Pensemos, por ejemplo, en esa selección inolvidable que fue Antología de la literatura fantástica (1940), realizada por Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. ¿Cuántos escritores chilenos habrán repasado por décadas estas páginas, maravillados, principalmente a partir de los años sesenta y mientras duró el influjo del boom, incluso a pesar de que no hay uno solo de ellos en el libro? Para Ángel Rama, la literatura chilena estaba obsesionada con el realismo, que, a partir de los cuarenta, se expresó en su vertiente social, con autores como Carlos Sepúlveda Leyton, Nicomedes Guzmán, Óscar Castro. En Argentina el panorama era muy distinto y eso se deja ver en la antología: Santiago Dabove, José Bianco, Julio Cortázar, H. A. Murena, Leopoldo Lugones, Macedonio Fernández son sólo algunos de los seleccionados rioplatenses.

Que la Antología se leyó y se sigue leyendo nos lo demuestra Alejandro Zambra (1975) y su Bonsái (2006). Quizá la mayoría recuerde de esa novela las alusiones a Proust, pero más decisivo aun en la trama es un cameo a Macedonio Fernández (1874-1952), y específicamente al cuento «Tantalia», seleccionado por Borges, Lange y Bioy. Julio y Emilia, los protagonistas de Bonsái, son fieles al ritual de leer antes de tener sexo:

Un buen o un mal día el azar los condujo a las páginas de la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo. Después de imaginar bóvedas o casas sin puertas, después de inventariar los rasgos de fantasmas innombrables, recalaron en «Tantalia», un breve relato de Macedonio Fernández, que los afectó profundamente (32).

 

La aparición del extraño y fascinante cuento de Macedonio en esta historia es casi igualmente extraña y fascinante. Su trama es reducida por el narrador zambriano a unas pocas líneas:

«Tantalia» es la historia de una pareja que decide comprar una plantita para conservarla como símbolo del amor que los une. Tardíamente se dan cuenta de que si la plantita muere, con ella morirá también el amor que los une. Y que como el amor que los une es inmenso y por ningún motivo están dispuestos a sacrificarlo, deciden perder la plantita entre una multitud de plantitas idénticas. Luego viene el desconsuelo, la desgracia de saber que ya nunca podrán encontrarla (32).

 

Son varias las inexactitudes de este resumen (la pareja no compra la plantita, es «ella» quien se la hace llegar a «él») y también las omisiones: él roba una plantita idéntica a la que cuidó como si se tratara del amor de ellos, y se dedica a torturarla acercándole el agua y la luz que necesita, sin dárselos. De ahí el título, «Tantalia», en alusión al trágico personaje griego.

Zambra elide la mitad del cuento, para dejar tan sólo lo relativo a la anécdota básica, subrayando el tema romántico. Esta pareja, herida de literatura, acusa el efecto de aquella trama desconcertante:

En voz muy baja habían leído el cuento de Macedonio y en voz baja seguían hablando:

Es absurdo, como un sueño.

Es que es un sueño.

Es una estupidez.

No te entiendo.

Nada, que es absurdo (34).

 

Julia y Emilio no volverán a ser los mismos después de esta lectura. Lo que ocurrirá con ellos lo sabemos desde la primera línea de la novela: «Al final ella muere y él se queda solo». Zambra está haciendo un guiño romántico: después de la muerte de Elena de Obieta, Macedonio se abocó a la bohemia literaria y a la indagación metafísica que da forma no sólo a «Tantalia», sino a muchas otras de sus ficciones. Así buscaba desentrañar la muerte.

 

LA PESADA Y JUAN EMAR

Macedonio Fernández inaugura una suerte de genealogía de escritores inclasificables, los que abundan en Argentina: Arlt, Aira, Saer, Libertella, Wilcock, Sara Gallardo, Uhart, María Moreno, Katchadjan, son sólo algunos.

Por los mismos años en que Macedonio escribía la obra que le llevaría toda la vida, Museo de la novela de la eterna, Borges, junto con Oliverio Girondo y otros jóvenes escritores, impulsaban en los años veinte una renovación estética; fueron llamados el grupo de Florida, barrio en torno al cual se movían, buscando introducir las ideas vanguardistas en la literatura argentina; la revista Proa dio visibilidad a su trabajo. Pero pronto surgiría otra propuesta, también vanguardista, aunque con una tendencia más política y social, el llamado grupo de Boedo, barrio que, por entonces, era de carácter obrero y donde se instaló la editorial Claridad, fundamental para estos escritores. Se dice, sin embargo, que la circulación entre uno y otro grupo era bastante fluida. Corrían los años veinte y entre ellos estaba Roberto Arlt (1900-1942), quien es más conocido por sus novelas, pero que escribió varios cuentos con su particular y desaforada estética, quizá uno de los más conocidos entre ellos «El jorobadito», la crónica de un asesinato, narrada con particular crueldad y humor, por quien lo ha ejecutado. La excentricidad de Arlt es indiscutible: nadie en su tiempo escribió como él, nadie tuvo esa imaginería de personajes en el desfiladero social, ese mundo de inventores quiméricos y desubicados. Para Piglia, Arlt fue una piedra angular, que excedió «los límites de las convenciones literarias y también los lugares comunes ideológicos, que en general son una sola cosa»; «demasiado excéntrico para los esquemas del realismo social y demasiado realista para los cánones del esteticismo» (22). La religión de Piglia es rebajada por Bolaño en su ensayo «Derivas de la pesada», cuando, si bien reconoce su enormidad como escritor, se ríe de Piglia (lo llama el «apóstol san Pablo» de Arlt) y critica su desvarío: «La literatura de Arlt, considerada como armario o subterráneo, está bien. Considerada como salón de la casa es una broma macabra» (27).

«Derivas de la pesada» no es el mejor de los ensayos de Bolaño. También desvaría: ¡pone a Osvaldo Soriano a encabezar algo como una posible línea literaria post-Borges! Pero le hace justicia sobre todo a Arlt, con quien tal vez se percibió a sí mismo en sintonía:

Arlt es rápido, arriesgado, moldeable, un sobreviviente nato, también es un autodidacta, aunque no un autodidacta en el sentido en que lo fue Borges: el aprendizaje de Arlt se desarrolla en el desorden y el caos, en la lectura de pésimas traducciones, en las cloacas y no en las bibliotecas (26).

 

Bolaño se hace, además, un par de preguntas interesantes sobre la lectura de Piglia y su admiración por Arlt:

A menudo me pregunto: ¿qué hubiera pasado si Piglia, en vez de enamorarse de Arlt, se hubiese enamorado de Gombrowicz? ¿Por qué Piglia no se enamoró de Gombrowicz y sí de Arlt? ¿Por qué Piglia no se dedicó a publicar la buena nueva gombrowicziana o no se especializó en Juan Emar, ese escritor chileno similar al monumento al soldado desconocido? (27).

 

La relación Piglia-Gombrowicz no parece demasiado extraña, pero sí lo es traer a cuento a Juan Emar (Álvaro Yáñez, 1893-1964), uno de los escritores más raros que ha engendrado Chile. Seguramente eso es lo que lleva a Bolaño a hacer este implícito parangón Emar-Arlt: ambos fueron contemporáneos y extravagantes. Una salvedad: Arlt provenía de una familia de inmigrantes pobres, mientras que Emar nació en un importante clan de la élite chilena. Diez es su único libro de cuentos, agrupados en cuatro partes: «Cuatro animales», «Tres mujeres», «Dos sitios» y «Un vicio», en que es posible hallar una incipiente estética del absurdo, a la que da forma a través de una sutil ironía y crueldad con sus personajes. «El pájaro azul», la desaforada biografía de un loro (que se prolonga con posterioridad a su embalsamamiento), quizás sea una de las más recordadas muestras de su maestría verbal y su portentosa imaginación. El trabajo de Emar no tiene parangón con lo que se escribía en Chile entonces, en un panorama dominado aún por el naturalismo. Como Arlt, Emar fue un autor fuera de la norma: en otro rango creativo, único, extraño. No es raro, entonces, que Bolaño pensara en Emar al hacer la comparación.

 

EL PRECURSOR DE LO IMPOSIBLE (SEGÚN DOS ESCRITORES ARGENTINOS)

César Aira sí que escribió sobre Emar y sus cuentos:

En estas nupcias insólitas de la alucinación y la obsesión, no falta siquiera el anuncio de las derivas paralizantes que se apoderarán más tarde de su escritura […]. El absurdo es de la especie a la que se llega por exceso de lógica, y hay un absurdo previo, en la redacción; parece como si estuviéramos presenciando la invención del arte de la narración, o como si se tratara de un ejercicio, de aprender a escribir relatos como lo hacen los escritores, pero cada tramo de la lección (descripciones, detalles circunstanciales, argumentos, desenlace) se independizara y enloqueciera… (10).

 

Para Aira, los precursores de Emar, si los hay, estarían entre Lautréamont, Macedonio y Gombrowicz.

Héctor Libertella lamenta que parte de la obra de Emar no llegara a publicarse en vida del autor: «Quedó, pues, como el precursor de lo imposible: quien habría cambiado el curso de las letras chilenas si su obra hubiera llegado a ser leída» (158).