POR  SEBASTIÁN GÁMEZ MILLÁN

Cuando el filósofo utilitarista y líder del movimiento «liberación animal» Peter Singer invitó al escritor J. M. Coetzee a que reflexionara por medio de una conferencia pública acerca de cómo tratamos a los animales no humanos, Coetzee se disfrazó de uno de sus personajes más entrañables y carismáticos, Elizabeth Costello, y no desperdició la ocasión: arrojó uno de los discursos más provocadores y persuasivos que recuerdo acerca de esta cuestión, de una tensión moral casi irresoluble[1].

Pero ¿quién hablaba? ¿J. M. Coetzee o Elizabeth Costello? ¿Es un simple juego de máscaras o acaso el autor de novelas puede desnudarse más íntimamente e ir más allá gracias a sus personajes? En la tercera entrega de sus memorias noveladas, Verano, Coetzee da otra vuelta de tuerca reconstruyendo su biografía durante la década de los setenta a partir de la exploración que hace un joven investigador inglés que entrevista a cinco personas importantes en la vida del difunto escritor.

Sin duda, este singular enfoque ofrece una perspectiva más distanciada y fría para aproximarse a sí mismo. Extraigamos algunas muestras. A la pregunta «¿No le dejó Coetzee una huella más profunda, y usted en él?», Sophie Denoël, colega en la Universidad de Ciudad del Cabo desde 1976 a 1980 con la que mantuvo una relación sentimental, responde: «Seamos serios por unos momentos, en todo el tiempo que estuvimos juntos nunca tuve la sensación de que me encontraba con una persona excepcional de veras. Sé que es duro decirlo, pero lamentablemente es cierto». Y un poco más adelante, a la pregunta de qué valoración hace de sus libros, contesta: «No los he leído todos. Después de Desgracia perdí el interés. En general, yo diría que su obra carece de ambición. El control de los elementos es demasiado férreo. En ningún momento se tiene la sensación de un escritor que deforma su medio para decir lo que nunca se ha dicho antes, que, a mi modo de ver, es lo que distingue a la gran literatura»[2].

Concretamente, en algunos momentos de esta última entrevista, el joven biógrafo y Sophie Denoël mantienen un cruce de observaciones que por su agudeza merecen ser analizadas con detalle: «He examinado los diarios y las cartas, señora Denoël. No es posible confiar en lo que Coetzee escribe en ellos, no como un registro exacto de los hechos, y no porque fuese un embustero, sino porque era un creador de ficciones»[3].

Desde Nietzsche y su demoledora crítica a la corriente positivista imperante en la época, sabemos que «precisamente hechos no hay; solo interpretaciones», es decir, claro que hay hechos, pero de estos solo podemos dejar constancia a través de signos. Y la elección y el orden de estos signos son subjetivos, con lo que nos deslizamos hacia el terreno de las interpretaciones. Incluso los datos, presumiblemente «objetivos», dependen de interpretaciones previas y posteriores para que puedan ser inteligibles, comprensibles. Es como si las interpretaciones acabaran enterrando a los hechos, como sostenía El Roto en su viñeta del 14 de marzo de 2020: «Los hechos son hechos, pero no se ven porque los interpretan», con lo que le da una vuelta de tuerca al célebre dictum de Nietzsche. Con todo, para dejar constancia de los hechos, nos vemos casi obligados a valernos de interpretaciones que pueden ser en variable grado intersubjetivas.

La dificultad de discernir la veracidad de los documentos y testimonios con los que se puede reconstruir con más o menos suerte la biografía de un escritor, en este caso de J. M. Coetzee, no solo reside ahí. A ello hay que sumar que se trata de «un creador de ficciones». ¿En qué y cómo afecta esta condición suya –o, si se prefiere, vocación– de «creador de ficciones» de los diferentes documentos de los que podemos servirnos para reconstruir esa biografía? «En las cartas crea una ficción de sí mismo para sus corresponsales; en los diarios hace algo similar para sí mismo, o tal vez para la posteridad»[4]. En suma, podríamos concluir, su condición de «creador de ficciones» le lleva a ficcionalizar, no ya todo cuanto escribe, sino su percepción de la realidad, incluida su vida, transfigurada por esta vocación suya.

El planteamiento de Coetzee sobre sí mismo y, en general, la figura del escritor, es todavía más sutil y radical que el de Cioran: «La verdad de un escritor –observaba el pensador apátrida– debe buscarse en su correspondencia, y no en su obra. La obra es con frecuencia una máscara. Un Nietzsche interpreta en sus obras un papel, se erige en juez y en profeta, ataca a amigos y enemigos, y se coloca, orgullosamente, en el centro del futuro. En sus cartas, en cambio, se queja, es un miserable, un enfermo, un pobre tipo, lo contrario que en sus despiadados diagnósticos y vaticinios»[5].

Puede que en el caso singular de Nietzsche la observación de Cioran sea atinada. Afirmo que el planteamiento de Coetzee es más sutil y radical en el sentido etimológico del término que el de Cioran porque, a diferencia del otro, no cree que la verdad de un autor se encuentre necesariamente en su correspondencia. Tanto en ella como en sus diarios, géneros literarios que suelen aceptarse como los más íntimos, sinceros y veraces, el escritor puede estar creando ficciones para los otros, para sí mismo y la posteridad. Y resulta muy arduo discernir cuándo está creando una ficción de sí mismo de cuándo no lo está, hasta tal extremo se funden en la personalidad de un escritor con vocación el individuo y el personaje, el yo profundo y el yo social.

¿No estamos condenados-liberados a interpretar diferentes papeles según el contexto y nuestro interlocutor, independientemente de que se sea o no escritor, por el hecho de ser animales sociales? ¿Anularía esto la validez de las cartas y los diarios como documentos biográficos? Más que anular dicha validez, nos incita a leerlos e interpretarlos entre líneas, bajo una hermenéutica de la sospecha.

El personaje del joven biógrafo de J. M. Coetzee, a través del cual puede estar hablando el propio J. M. Coetzee sin que nosotros lo podamos saber con certeza, añade respecto a cartas y diarios que «como documentos pueden ser valiosos, desde luego, pero si quiere usted saber la verdad tendrá que buscarla detrás de las ficciones que elaboran y oírla de quienes le conocieron personalmente»[6]. Este último es el método que ha adoptado el joven biógrafo, entrevistar a algunas personas que le conocieron de cerca.

Mas deja otra puerta abierta para buscar la verdad de un autor: buscar «detrás de las ficciones» que elabora. Nos preguntaremos quizá cómo. Tratándose de ficciones, igual que antes, leyendo entre líneas, bajo una hermenéutica de la sospecha, porque todo cuidado es poco y nada asegura nada. Algunas páginas más atrás, al final de la entrevista con Martin, este declara: «Le repito que me parece extraño que escriba la biografía de un escritor dejando de lado su obra»[7].

Una vez más, no sabemos quién habla cuando se afirma esto: si Martin, uno de los personajes entrevistados con el fin de arrojar luz sobre quién fue/es J. M. Coetzee o el propio J. M. Coetzee. Esta es una de las particulares ventajas de la ficción: esos juegos de máscaras que le permiten al autor desnudarse sin que le invada un sentimiento de pudor y vergüenza, pues con esas máscaras nadie sabe con plena certeza cuándo está hablando en serio y por sí mismo, y cuándo lo hace a través de unos personajes y de una manera más lúdica.

A continuación observamos otra vuelta de tuerca, pues la señora Denoël le pregunta al joven biógrafo al tiempo que nos pregunta: «¿Y si todos somos creadores de ficciones, como llama usted a Coetzee? ¿Y si todos nos inventamos continuamente la historia de nuestra vida?»[8]. En otras palabras, ¿es nuestra vida una ficción en el sentido de que la comprendemos bajo una construcción literaria, es decir, una serie de relatos más o menos inconexos entretejidos en el tiempo? Desde luego, así es como nos vemos a nosotros mismos y como sentimos que nos ven los otros, a través de relatos con los que vamos recogiendo las vivencias y moldeando nuestras experiencias.

El pasaje posee un aire de familia con la filosofía de Nietzsche y, sobre todo, con la crítica a la metafísica occidental desde el lenguaje, reduciendo «todo» a «ficciones». Nietzsche, de hecho, concibe la identidad personal como una ficción –construcción– erigida a partir de impulsos corporales, de una semiótica pulsional, en términos de Pierre Klossowski. Fernando Pessoa, cuyo pensamiento posee inquietantes similitudes con el de Nietzsche en algunas cuestiones, escribió: «Somos cuentos contando cuentos, nada».

Desde una perspectiva antropológica, Ortega y Gasset hablará del ser humano como novelista de sí mismo[9]. El novelista Benito Pérez Galdós declaraba que «donde quiera que el hombre va lleva consigo su novela». Ambos pudieron inspirarse en el personaje más universal de la literatura hispánica, don Quijote de la Mancha, que es alguien en quien lo real y lo ficticio se entrecruzan con tal intensidad y frecuencia que sería arduo discernir lo uno de lo otro.

Por tanto, el ser humano no puede vivir sin al mismo tiempo ir contándose aquello que le sucede. Pero lo que le sucede no lo recoge como «un registro exacto de los hechos», sino como una novela, como unas ficciones, como una construcción literaria. Mediante una pregunta cuestiona la veracidad y credibilidad de los testimonios que pueden ofrecerse de un individuo: «¿Por qué lo que yo le cuente de Coetzee ha de ser más digno de crédito que lo que él mismo le cuente?».

En principio, parece que nos veríamos obligados a elegir entre el relato del yo del autor o el relato de ese individuo que lo ha conocido. Pero, tratándose de perspectivas diferentes, ¿por qué no recoger ambas? Al fin y al cabo no tienen por qué excluirse. Es acaso una de las dudas que sacudirían a J. M. Coetzee después de haberse decantado por este original método de introspección biográfica, renunciar al poder de las ficciones para explorar qué ha sido de su vida, quién era/es.

Por una parte, el método que emplea recurriendo a una serie de entrevistas con el fin de trazar el perfil de Coetzee supone una innovación formal dentro de las memorias noveladas. Por cierto, ¿puede haber memorias que no sean noveladas, siendo «creadores y criaturas de ficciones», como antes exponíamos? Muy improbablemente, por no decir imposible, pues en casi todo momento el que escribe elige, hasta cierto punto, qué, hasta dónde y cómo contar. De ahí que algunos hablen de «autobiografía razonada»[10].

Mas, por otra parte, como en casi toda elección, hay una renuncia. ¿A qué renuncia aquí Coetzee? A explorar su vida y quién es a través de las ficciones, que a veces pueden resultar más esclarecedoras que otros métodos. Así pues, Coetzee deja esa puerta abierta: reconstruir su vida a partir de sus ficciones.

Volviendo al diálogo entre el joven biógrafo de J. M. Coetzee y la señora Denoël –¿o tal vez debería decir entre los distintos personajes que habitan en Coetzee?–, el primero acepta, sin titubeos, «que todos somos creadores de ficciones, no voy a negarlo». Pero si todos somos creadores de ficciones, ¿cómo buscar la verdad? ¿Dónde habríamos de encontrarla? ¿Acaso ha desaparecido de nuestro horizonte histórico?

Por muchas críticas que reciba la noción de verdad, y ha recibido no pocas y demoledoras, como la de Nietzsche en Verdad y mentira en sentido extramoral, tengo para mí que no podemos desprendernos por completo de algunas relaciones con la verdad, aunque, como tal vez no podría ser de otra manera, sea una verdad inmanente y plural que se mueve entre lo subjetivo y lo intersubjetivo.

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