POR  RODRIGO FRESÁN

¿Es casualidad que el día de la entrega de las pruebas corregidas de mi nueva/próxima novela coincida con la fecha de mi chequeo médico anual? Por supuesto que no: fue algo en caliente y muy fríamente calculado. Gajes del oficio, deformación profesional: a los escritores (como en lo que escribimos) nos gusta planificar estas cosas en la realidad para así después poder contar que se trató de puro azar o de algo que, nuestros oyentes, no demorarán en diagnosticarnos con un “eso es algo que sólo sucede en tus libros”.

Y así es: obra y vida y etc.

Y aquí viene tercera y última parte de este journal disperso que he venido escribiendo para esta página.

Hello, I must be going, como cantó Groucho Marx.

Así que ahí voy (allí fui) con la vejiga llena de dos litros de agua a aguantar hasta la ecografía. Y -en mi también dilatada mochila- 700 páginas con las anotaciones del corrector, mis marcas e inserts (y las sugerencias de lectores privilegiantes como María José Navia), y todo rumbo a la sala de máquinas de Penguin Random House.

Y Comment te dire adieu, como todavía canta Françoise Hardy.

Pero todavía no: porque no hay adiós más largo e impropio que el que se le dedica a un libro propio y largo.

Y -toco madera, madera de la que sale el papel del que salen los libros- buenas noticias: todo ok en lo que hace a la salud propia (aunque persista mi covid persistente y uno de sus síntomas sea, mal negocio, la dificultad para leer lo de los demás sin afectar la facilidad para escribir lo propio). Y -en lo que hace a esa también parte/órgano de uno que es una novela propia- nadie se arriesgaría a un todo ok, pero sí a un constantes vitales estables y bien atendidas. Lo importante, pienso, es que ese mamotreto monolítico (el arma criminal a la vez que las pruebas del crimen) ya no late sobre mi escritorio como mascota rara, sino lejos de casa.

Ahora, es el tiempo de ese limbo inquieto hasta el aviso de que ya está todo incorporado y bajar por un rato hasta la editorial. Y darle una mirada fija y profunda a todo. Y, entonces sí, alcanzar ese extático nirvana de unos tres meses en los que ya todo habrá sido consumado y no habrá nada más que hacer (pero cualquiera que escriba lo sabe: entonces es como caminar sobre hielo fino o campo minado y cualquier cosa que se lea o se escuche o se vea puede quebrarnos o estallarnos e inspirar y hacernos suspirar y escribir a la editorial para rogar de rodillas por si aún hay tiempo para…).

Y así hasta el día del estreno para los demás de algo que para uno entonces baja de cartel.

Ahora es el tiempo de la portada (que ha vuelto a diseñar mi hijo Daniel), de la breve biografía y foto de solapa (Alfredo Garófano haciendo guiño a aquel retrato mío que reveló Carlos Fadigati para la primera edición de Historia argentina), y del muy encendido y tan agradecible por mí blurb (de Leila Guerriero, quien leyó la primera versión terminada de la novela, esperando que la versión impresa pero no por eso definitiva le siga gustando).

Ahora es el tiempo de la amnistía (palabra de moda como alguna vez lo fue resiliencia) y de la amnesia voluntaria pero nunca total. Y, sí, uno de los temas de mi novela es la amnesia presente y la recuperación del pasado (la prehistoria: la infancia y la adolescencia) para así intentar, desde un presente que jamás dura lo suficiente como para existir, levantar la viga maestra de un futuro que nunca llega pero al que siempre vamos, como el gran Nick Carraway evocando al pequeño Jay Gatsby.

Hace años, en conversación en público con Martin Amis, el autor de Desde adentro, me lo explicó así: «Escribir es jugar en torno al tema de la universalidad. Un escritor es una persona que tiene la arrogancia de asumir que su experiencia es básicamente una experiencia universal. Mi caso, sin ir más lejos… Tu infancia, por ejemplo, normalmente es feliz… Luego llegas a la adolescencia, en la que pasas por una época poco atractiva: básicamente te dedicas a ofender a tus padres. Después es la ansiedad de la vida adulta: esa vida adulta del miedo al fracaso, de si lo conseguiremos o no. Y es la década de los veinte años y estás inmerso en esas aventuras románticas. Luego te cansas de eso y lo que quieres es ver alguna cara nueva a tu alrededor y te empiezas a plantear la necesidad de tener hijos. Y entonces tienes hijos. Y con ellos conoces nuevos intereses, nuevas emociones. Y con esas nuevas emociones llegas a tus 45 años y lo que podríamos llamar “el final de la juventud”. Cuando eres joven te miras a un espejo y piensas: “mira, los demás, envejecen, se hacen mayores; pero tú, chico, eres estupendo; porque a ti esto no te pasa ni te va a pasar”. Pero de repente, a tus 45 años, te das cuenta de que sí te pasa. Los cincuenta comienzan a ser un poco difíciles, porque ahí procesas toda tu vida, sacas conclusiones, ya estás pensando en que era verdad: realmente vas a morir. Y en los sesenta sientes un cierto alivio porque piensas: “Mira, la lucha ya ha acabado, ya he hecho el trabajo que tenía que hacer, he tenido hijos, tengo una esposa que espero sea la definitiva, la carrera terminó…”. Y sorpresa: entonces se abre una puerta grande, que es la puerta de tu pasado. Una puerta que se abre al palacio de todas esas historias que ya fueron pero que ahora vuelven…».

Y, sí, se escribe siempre hacia adelante para llegar cada vez más atrás.

O viceversa.

Todo lo anterior -gracias, Mr. Amis- para despedirme aquí diciendo que acabo de cumplir sesenta años y trece libros (la nueva novela se titula El estilo de lo elementos y saldrá en enero). Y, de nuevo, sabiendo que ahora falta cada vez menos para que un amigo te llame por teléfono, te diga que leyó tu libro, te cuente que marcó varias erratas, y te pregunte si quieres que te las pase. Mientras, uno ya estará pensando en el (continuará…), en lo próximo, en lo que sólo se sabe que no se sabe pero se quiere tanto saber, silbando Quizás, Quizás, Quizás y tarareando Qué será, será…

Salud(os).

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