POR BLANCA PAULA RODRÍGUEZ GARABATOS
Pardo Bazán hizo gala de unos infinitos conocimientos en materia de moda a lo largo de sus cuentos y novelas y también en sus artículos, ensayos e incluso en su correspondencia particular. Doña Emilia estaba al tanto de todas las novedades sobre el tema pero también tenía una teoría de la moda, fruto tanto de su interés como de las oportunidades que sus viajes privados y su labor de cronista le proporcionaron para sumergirse en el universo fashion.

Pardo Bazán, en sus cavilaciones sobre la moda, se anticipa al análisis sobre París como la gran capital decimonónica que hará años más tarde, en el Libro de los pasajes (1927), Walter Benjamin. Los nuevos espacios urbanos, estudiados por Benjamin y diseñados por Haussmann, fueron el germen de un vertiginoso ciclo socioeconómico que partía de una nueva cultura de consumo visual basada en los escaparates. El centro de la reflexión de Benjamin estaba constituído por los pasajes, aquellas galerías acristaladas características del siglo XIX. Doña Emilia, en Apuntes de un viaje (1873), se revela como una sagaz testigo de estos cambios, cuyo entusiasmo se desborda a su llegada a París:

Estábamos entrando en París. No quiero negarlo. Yo era presa de una agitación violenta. Hoy que tanto se viaja, ¿qué persona que esté suscrita a un periódico y use guantes –aunque no sea diariamente– ha dejado de formar esta idea; ir a París –de realizar este deseo– ver París? […] Yo pienso estar en París tres meses, y estudiarlo a fondo; no estudiar su fisonomía material –esta con una colección de fotografías se conoce casi–, sino su aspecto moral, hasta donde mis fuerzas alcancen y comprenda mi inteligencia; y entonces podré decir si tienen razón los que le llaman «el cerebro del mundo» o si están más en lo justo los que la apostrofan «moderna Babilonia» (Pardo Bazán, 2014, p. 39).

No cabe duda de que, para la informada y enguantada escritora gallega, la capital francesa es, como lo fue para Benjamin, digna del más esmerado escrutinio. En este paraíso de la razón y de los sentidos, la pulsión escópica del viajero o del flâneur se dispara. En el nuevo Edén del consumo, el montaje y desmontaje de las vitrinas, su disposición y cambios estacionales son el primer mecanismo para atrapar la atención del potencial comprador que pasea y observa. La seducción que las vitrinas ejercen sobre las fashionistas ávidas de novedades son atestiguadas por doña Emilia en sus crónicas sobre la Exposición Universal de 1900 y también en algunas de sus novelas y cuentos. Si, en Un viaje de novios (1881), Lucía mira embobada un escaparate de lencería blanca en Bayona, Amparo, la protagonista de La Tribuna (1883), se deleita viendo vitrinas de pañuelos rojos.

Estos espacios de consumo pioneros dan pie a una sociología basada en arquetipos nuevos como el flâneur de Baudelaire, un paseante inquieto que adquiere el matiz despreocupado del ocioso que puede perderse y perder su tiempo en un paseo aleatorio. Este prototipo urbano se exporta al resto del mundo y es recreado por Pardo Bazán en su relato Los ramilletes (1906), en el que el protagonista, mirón y ojeador a la vez que transeúnte, escruta hasta los más mínimos detalles de la pretenciosa indumentaria de una joven de clase obrera. El trasfondo patético del cuento se resume en Al pie de la torre Eiffel (1889) cuando la autora exclama: «¡Cuánto drama sombrío en el fondo de este París tan dorado, alegre, activo y brillante!» (Pardo Bazán, 2004, p. 127). En Los ramilletes queda muy bien ejemplificado el capitalismo de consumo que emergió a principios del pasado siglo y generó nuevos patrones de uso de un tiempo de ocio que se había hurtado al de negocio, gracias a la introducción de las máquinas en la jornada laboral. En el cuento de Pardo Bazán, el malicioso protagonista se deleita contemplando la miseria mal disimulada de la pobre muchacha casadera, que pasea, en el tiempo libre que le dejan sus faenas domésticas, para buscarse un novio pudiente.

Doña Emilia es también fiel testigo de lo que Veblen, en la Teoría de la clase ociosa, llama el «consumo conspicuo»: un estilo de vida que pretende ocupar el tiempo libre y el dinero de la burguesía, la nueva clase rica y ociosa nacida de los beneficios de la industrialización. El flâneur personifica los hábitos de vagabundeo hambriento de novedades de este nuevo consumidor que descansa en los cafés parisinos: «Los comercios de primer orden, los restaurantes del mundo elegante, los cafés frecuentados, hormiguean a porfía; y de noche, cuando los millares de luces de todos estos centros de lujo esparcen su viva claridad, cuando las mesas de los cafés colocadas exteriormente se llenan de parroquianos, se creería asistir a una fiesta perenne» (Pardo Bazán, 2014, p. 46).

Este París de principios del siglo pasado no era solo una fiesta para sus visitantes sino que también constituía el núcleo de la civilización occidental y el centro de la moda y el gran lujo. En una carta dirigida a su comadre e íntima amiga, la santiaguesa Carmen Miranda de Pedrosa, la autora gallega comenta: «Madrid me parece un poblachón, lo confieso; viniendo de París, lo encuentro atrasado, feo, con un piso inaguantable y unas tiendas imposibles. Se acostumbra una muy pronto a lo bueno» (RAG, MO 88/C.2.2).

En «Las modas raras» (1913), doña Emilia deja muy clara la hegemonía parisina en materia fashion: «La gente elegante que llega de París ahora con los baúles repletos y las cajas de sombreros rellenas, cuenta y no acaba de los caprichos de la que hará medio siglo todavía era llamada “la voluble Diosa”» (Pardo Bazán, 1999, II, p. 862).

Esta influencia gala se había iniciado en el siglo XVIII con la modista de María Antonieta, Rose Bertin, y se prorroga con los grandes artífices de la moda del siglo XIX. Clara Ayamonte, por ejemplo, en La Quimera (1905), acude a un maestro de costura, presumiblemente francés, para lucir excelsa en una comida de alto copete: «Se presentó […] luciendo un traje primoroso […], envío reciente de un maestro en costura» (Pardo Bazán, 1991, p. 323). En El vestido de boda (1899) esta prevalencia se reitera cuando la protagonista exclama: «¡Eso de tener modista francesa viste tanto!» (Pardo Bazán, 2010, p. 83). También, en el relato El Mundo (1908), Germana se hace eco de la importancia de la moda transpirenaica cuando señala el éxito del señuelo parisino con el que ha seducido a las fashionistas: «Al espejuelo de la elegancia extranjera, la mujer acude, y acudió» (Pardo Bazán, 1990, III, p. 67).

En París, como destaca Pardo Bazán en estos ejemplos, se ofrecía lo más exquisito a una clientela procedente de toda Europa que consideraba la moda como parte imprescindible de su estilo de vida exclusivo y lujoso: «Los mismos primores abrillantados por la imaginación de la indumentaria femenina, esta densidad de la civilización en el puño de una sombrilla, en una bujería cualquiera sellada por el depurado gusto de París…, obra de artistas que… se esconden en las grandes manufacturas nacionales y sin ambición…, y crean su porción de belleza y la expiden… a esparcirse por el mundo, a refinar la vida humana» (Pardo Bazán, 1991, pp. 416-417).

Las exposiciones universales de 1889 y 1900 contribuyeron enormemente a la difusión de los primores e ingenios de la industria de la moda francesa. El culto a esta «voluble Diosa» estaba presidido por «los pontífices de la vanidad y dictadores del trapo» (Pardo Bazán, 1991, p. 438), los modistos a quienes la Exposición Universal de 1900 dedica un pabellón de «ropa nueva».

En Cuarenta días de la Exposición (1900), crónica sobre la muestra de 1900, son varios los artículos en los que Pardo Bazán se ocupa del mundo de la moda. En «Ropa vieja» describe el Museo Centenal, una sección tan importante que «podría dedicársele un libro» (Pardo Bazán, 2006, p. 487) y que alberga una colección de las materias primas –seda, ballenería, cuero, hilo y encaje, armazones– y de los principales productos –tejidos lioneses, corsés, calzado, ropa blanca, sombreros– de la industria francesa de la indumentaria. En este museo, organizado con rigor científico y ubicado en el Campo de Marte, «no falta nada que pueda dar idea de cómo se ha vestido en el siglo» y, para la autora, su mayor virtud estriba en que allí «está todo: innumerables páginas del abierto libro en el que se pueden estudiar las variaciones del gusto, más influidas de lo que parecen por la literatura y la historia» (Pardo Bazán, 2006, p. 489). La moda no es, de acuerdo con estas palabras, una materia frívola, aun cuando resulte tan atractiva a las mujeres «que acuden a la ropa como las moscas a la miel» (Pardo Bazán, 2006, p. 487). La moda, deja claro doña Emilia, es un objeto susceptible de un estudio serio y resulta muy útil para conocer y analizar la mentalidad de cada momento histórico. Con esta idea, la escritora coruñesa se adelanta casi en treinta años a las nuevas teorías históricas que plantea la Escuela de los Annales[1]. Además, en la misma frase, Pardo Bazán pone en valor la moda como importante recurso literario.

También en esta obra, el capítulo «Ropa nueva» afirma el valor de la moda, ahora como manifestación artística, cuando señala: «¡Cuánta vida (…) para el arte, por medio del trapo!»; y deja patente su importancia sociológica: «El trapo es una fuerza social» (Pardo Bazán, 2006, p. 490). De nuevo, con su rotunda sentencia, la autora se revela como una adelantada a las teorías, esta vez sociológicas, que serán desarrolladas en el siglo XX. Si autores como Flügel han subrayado el poder seductor de la moda, doña Emilia ya afirmaba rotunda en este capítulo: «Estamos en el golfo de la moda, picado de islitas del archipiélago de la seducción» (Pardo Bazán, 2006, p. 490).