El colorido es muy expresivo. En las épocas trágicas de la historia […] el color es vivo, intenso, rico, entonado; las telas majestuosas, de pliegues opulentos, que realza el oro. La púrpura triunfa, el verde es metálico, el azul turquí. Con el fanatismo religioso, los puritanos, vienen los tonos sombríos, apagados, lúgubres. Con la afeminación y la galantería, los colores bonitos, rosas, azules, la tonalidad fantástica de Watteau. Con una edad de individualismo como la nuestra, en que la aspiración de todos es pasar inadvertido en la calle –y aparecer al mismo tiempo correcto y distinguido– […], tienen que prevalecer los matices limpios, discretos, que aparentan seriedad y, sin embargo, no pueden confundirse con la librea de las clases trabajadoras (Pardo Bazán, 2004, p. 309).

Esta teoría de los colores, sobre todo en lo tocante a la época en que la autora escribe, podemos encontrarla ratificada en sus cuentos y novelas. Por ejemplo, en este suculento párrafo de Un viaje de novios, en el que las desigualdades entre las élites y el pueblo llano se ven representadas, sobre todo, a través del color:

A la vuelta solían las amigas hallar el puente más animado que a la ida […]. Entreveíanse un instante anchas pamelas de paja muy florecidas de filas y amapolas, trajes claros, encajes y cintas, sombrillas de percal de gayos colorines, rostros alegres, con la alegría del buen tono, que está siempre a diapasón más bajo que la de la gente llana. Esta gozaban los expedicionarios de a pie, en su mayor parte familias felices, que ostentaban satisfechas la librea de la áurea mediocridad, y aun de la sencilla pobreza: el padre, obeso, cano, rubicundo, redingote gris o marrón, al hombro larguísima caña de pescar; la hija, vestido de lana obscura, sombrerillo de negra paja con una sola flor… (Pardo Bazán, 2003, p. 183).

También las joyas son objeto de análisis por parte de doña Emilia. En la exposición de 1900 llaman poderosamente su atención la nueva moda del «reloj brazalete, la joyería en menudencias de tocador», los gemelos de teatro y los puños de los paraguas de orfebrería (Pardo Bazán, 2004, p. 312). En sus novelas y cuentos, la autora se explaya sobre estas cuestiones. Así, en el balneario de Vichy de Un viaje de novios, las españolas que allí toman las aguas comentan las últimas novedades en alhajas de estilo modernista mientras que, en La Quimera, Silvio Lago se ajusta sus gemelos de oro y pasea la vista por todo el repertorio de metales y piedras preciosas que, en forma de diademas, collares, pulsera, broches y otros aderezos, lucen sus clientas en el teatro. En varios cuentos de la condesa encontramos que las joyas son el leitmotiv de la trama, tal es el caso de La perla rosa (1895), en la que un aderezo de perlas de una rara variedad delata la infidelidad de la esposa del protagonista. En La argolla (1902), un brazalete subraya la sujeción a los caprichos de su futuro amante por parte de la joven agasajada con esta pieza y, en El gemelo (1903), la búsqueda infructuosa de un aderezo conveniente para adornar las galas de alivio de una gran señora, tras una larga época de luto, revela que ha sido robada por su propio hijo para saldar deudas de juego.

La numerosa correspondencia que mantiene a lo largo de casi tres décadas con su amiga Carmen Miranda de Pedrosa atestigua los profundos conocimientos de la Pardo Bazán sobre lo que se lleva y lo demodé. Entre otras cuestiones fundamentales, doña Emilia informa a su comadre, e incluso hace bocetos, de los «escotes vergonzantes» que se estilan «de pico adelante y pico atrás» (RAG, MO 88/C.1.9) y de los trajes de «skating así (no te rías del dibujo), con esclavina de nutria y el resto de terciopelo verde bronce muy plegadito, de hechura de blusa» (RAG, MO 88/C.1.14).

Asimismo, se atreve a enviarle bocetos de una chaqueta para teatro «de raso gris perla velado con tul de encaje español», y de las capotas de moda, «así haciendo pico delante» (RAG, MO 88/C.1.14). Las hechuras más en boga, como los trajes rectos que se imponen en la década de los ochenta y prescinden del polisón, también se describen en sus cartas: «Es una forma sumamente sencilla pero muy nueva, a lo María Antonieta, según dice la modista que se la echa de literata y artista en trajes» (RAG, MO 88/C.1.19).

Su correspondencia también incluye un catálogo de lo que en un artículo publicado en 1913 en La Nación de Buenos Aires tituló como «Modas raras»: «Para afrontar ciertas modas hay que ser joven, hermosa, opulenta, elegante, y las que estas circunstancias envidiables reúnen no siempre están dispuestas a comprometerse en una aventura semejante a la de Colón al surcar mares desconocidos. Las que sin reunir tantas cualidades y dones se atreven a salir como conejo en rifa proporcionan a los guasones y a los que escuchamos sus bromas deliciosos platos» (Pardo Bazán, 1999, II, pp. 865-866).

Las «modas extravagantes» a las que alude en sus misivas a Carmen Miranda incluyen algunas de estas tendencias desafortunadas para las damas menos agraciadas, como la moda de ir a los «tés escotado y de falda corta de modo que parecen peonzas las gruesas […]. Los peinados altísimos empolvados o, mejor aún, peluca blanca. Las cabezas hacen esta forma altísima, altísima. Las alhajas y las flores puestas allá en el quinto pino. Las faldas lisas completamente de arriba abajo» (RAG, MO 88/C.4.7). De nuevo, en este caso, la escritora ejerce de ilustradora y dibuja para su amiga un boceto del peinado que ella misma adoptará porque, aún siendo exagerado, contribuye a estilizar la figura.

También informa a la señora de Pedrosa del asombro que le causan «los trajes y peinados de mis compañeras de estudio en la biblioteca (que los hay pasmosos)» (RAG, MO 88/C.1.14) y de los escandalosos «escotes de última […] por debajo del brazo y, en vez de hombrera, un broche de diamantes o una doble hilera de perlas finas» (RAG, MO 88/C.1.15).

En la correspondencia se hace referencia, además, a los numerosos vestidos que conformaban el armario de las mujeres de clase media, quienes estaban sujetas a una estricta etiqueta y debían cambiarse de traje varias veces al día: batas de casa, vestidos de carnaval, trajes de trotteur, vestidos de soirée, chaquetas para teatro, trajes para comidas ornamentales y abrigos de verano figuran en el repertorio de descripciones que la autora hace a su amiga.

A través de los encargos que hace a su comadre, la señora de Pedrosa, podemos apreciar el gusto de doña Emilia por las últimas novedades y las estratagemas que emplea para subsanar la falta de géneros y tejidos suntuosos en A Coruña: «Te envío la adjunta muestra de un vestido mío, a ver si hay ahí algo conque (sic) componerlo, pues aquí no existe un retal de ese color. Yo he pensado en una tela de casullas, pues ya sabes que ahora se permiten esas extravagancias. Me dijeron que ahí tiene SE una surtida tienda de ornatos y habrá quizás algún género de ese color o lila con mezcla de oro o plata. Aquí, como no somos tan sacrílegos, no hay tela para casullas y sí solo para sofás. Si hay algo de lo que deseo, remíteme muestras y precios» (RAG, MO 88/C.4.5).

En otra misiva posterior la escritora agradece las indagaciones de su amiga respecto a la tela color lila: «Esta muestra es, en efecto, la que mejor da con el color. Envíame una vara, pues, a fin de no parecer el Nazareno, la emplearé en cantidades infinitesimales. Si hay alguna tela blanca en esas tiendas religiosas con brochados de plata o, si no, de oro, hazme el favor de remitirme muestra de ellas y precio al mismo tiempo que la vara del género morado, que puede venir por el mayoral» (RAG, MO 88/C.1.12).

Las gestiones también funcionan a la inversa, y doña Emilia remite desde París a su comadre dos muestras de tela imposibles de encontrar en otro lugar que no sea la capital francesa: «P.D.: Esos tres colores cuya muestra te remito son los matices más de moda este año. Nuevos enteramente» (RAG, MO 88/C.4.7).

Los colores a la última también son objeto de comentario en sus misivas y los tonos más de moda a los que alude, aparte del morado antes mencionado, son el «rosa de abril» (RAG, MO 88/C.3.13), el fresa, el barro cocido, el gris y el verde ajenjo (RAG, MO 88/C.4.7). Su interés por los sombreros que más se llevan aparece en varias misivas, si bien las menciones más importantes son la alusión a lo demodé de los modelos «de cucurucho» que todavía se ven en España y no en Francia (RAG, MO 88/C.1.14) y su crítica a los enormes sombreros tipo «flaneras», que considera «un desatino» (RAG, MO 88/C. 5.11).

En La mujer española y otros escritos (1916), encontramos un artículo «Sobre la moda» (La Ilustración Artística, 1908) en el que Pardo Bazán (2000, p. 289) abunda en un tema «muy resobado» pero «que se nos impone con aflictivo apremio»: el sombrero. Tras preguntarse inicialmente por la funcionalidad de este complemento y dejar claro que, en España, es un lujo que «diferencia a la señora de la artesana» (Pardo Bazán, 2000, p. 290), la autora carga nuevamente contra las mujeres que compran a precios desorbitados o mandan copiar a las modistas sombreros extravagantes que no guardan «relación con las ocasiones de usarlos» (Pardo Bazán, 2000, p. 291). Siguiendo esta idea, escribe su relato «La manga» (1910) para poner en evidencia el desatino que supone empeñarse tanto por uno de «los artículos más desquiciados de la vestimenta» (Pardo Bazán, 2000, p. 289).