Las sederías de Lyon son objeto de especial admiración por parte de la condesa, quien, más allá de su valor industrial, destaca su calidad artística –«revolotea el arte» (Pardo Bazán, 2006, p. 491)–, muy vinculada a movimientos como el Arts and Crafts[2], tal y como reflejan los «dibujos y cartones de las telas brochadas» plagados de «lilas con follaje sobre fondo blanco, pensamientos sobre gris, lirios, ninfeas, azucenas, rosas, crisantemos…» (Pardo Bazán, 2006, p. 491).

Las vitrinas con las ropas de los grandes modistos de la época son un foco de atracción que atrapa a las señoras que visitan el museo. Doña Emilia descubre entre los grandes couturier del momento a las hermanas Boué, «una casa para mí desconocida pero donde hay trajes sobremanera lindos que lucen bien modeladas figuras de cera» (Pardo Bazán, 2006, p. 492). Uno de los vestidos de esta maison la seduce de tal manera que no duda en describirlo con gran detalle, sin escamotear elogios y abundando en la delicadeza de su confección.

De entre los grandes modistos de la época, Pardo Bazán destaca a Charles Frederick Worth por encima del resto, no porque coincida con sus gustos sino porque en sus vestidos encuentra resabios de esa idea sociológica de la moda como fenómeno que sirve para expresar prestigio y poder económico: «¡Cuánta yankee ultramillonaria y snob se dejará el vellón entre las tijeras del modisto solo por codearse en sus libros de caja con Her Royal Highness, la princesa de Gales, o Su Majestad, la emperatriz de todas las Rusias!» (Pardo Bazán, 2006, p. 492).

Los otros grandes mencionados en este apartado son Redfern, Doucet, Laferrière, Félix, Raudnitz y Storch. Al ocuparse del estilo de sus creaciones, la Pardo Bazán subraya el bizantinismo y el naturalismo idealista (art noveau) como corrientes artísticas que influyen de manera decisiva en las elaboraciones de la haute couture.

En la misma obra dedica un apartado a «El traje». En la Exposición de 1900 se construyó una instalación llamada el Palacio del Traje, en la que veinticinco escaparates exponían telas antiguas que, según señala nuestra cronista, fueron «lo que menos admira el público y lo que más debe admirar el inteligente» (Pardo Bazán, 2006, p. 558). El Palacio del Traje redundaba en el valor artístico de la moda, ya que «lo que domina es la doble conquista artística y moral de la belleza y del pudor por la ropa» (Pardo Bazán, 2006, p. 558). El arte y la historia ligados a la moda impregnan la temática de este espacio que pretendía recrear, mediante escenografías, la transformación del traje desde la prehistoria hasta el final del siglo XIX.

El Palacio del Traje fue un museo de historia de la moda en el que se exhibieron reconstrucciones de vestidos femeninos desde la época de Augusto, pasando por Bizancio y el vestuario de la emperatriz Teodora, hasta cuadros dedicados al final de la Antigüedad clásica en las termas de Juliano. El catálogo incluía composiciones de vestuario medieval a través de la indumentaria de santa Clotilde, recreaciones de la elegancia y las aportaciones a la moda de María de Médici, vestidos de estilo Luis XIII y de la fastuosa corte de Luis XV, una muestra de las excentricidades de María Antonieta, ejemplos de los cambios introducidos por la Revolución francesa y cuadros dedicados a la moda directorio y al estilo imperio, impuestos por Josefina Bonaparte. También aparecían reflejadas las modas del Segundo Imperio, dictadas por Eugenia de Montijo, y su evolución posterior hasta llegar al año 1900. Para esta exhaustiva reconstrucción, fue fundamental el trabajo de los industriosos artesanos de París, pero doña Emilia también destaca la necesidad de una ardua labor de documentación histórica para «no cometer anacronismos», y subraya el exquisito modelado de los maniquíes en los que se exhibían los trajes de las escenas recreadas hasta el punto de adjudicar a sus hacedores «el dictado de artistas» (Pardo Bazán, 2006, p. 558).

En Al pie de la torre Eiffel (1889), Pardo Bazán hace un repaso por algunas de las principales personalidades femeninas de la moda francesa para subrayar no solo su importancia fashion sino también su vinculación con las bellas artes:

María Antonieta, con su pañoleta de linón y su sombrerillo coronado de rosas; la duquesa de Châteauroux, la de la piel de marfil; madama de Pompadour, la excelsa creadora del rococó, la coleccionista acérrima, la musa de la estampa, el grabado y la pintura suave; la Du Barry, protectora de los artistas en manos de la decadencia general; madama Geoffrin, la amena conversadora, y tantas y tantas como podrían citarse. Las figuras de aquella época, que hoy, gracias a los Goncourt, está más de moda que nunca, se encuentran lo bastante próximas a nosotros para excitar la mente y aún los sentidos y representan esa feminidad tan encarecida por los Goncourt (Pardo Bazán, 2004, p. 180).

Este repertorio de mujeres, en su momento histórico decisivas para el arte como mecenas o como musas inspiradoras, también son objeto de atención, dado su atractivo, por parte de la literatura naturalista a través de la obra de los hermanos Goncourt. Moda y literatura aparecen indisolublemente unidas en la larga loa que doña Emilia dedica a Edmund Goncourt, creador del más prestigioso premio novelístico de las letras galas.

En Por Francia y por Alemania (1889), la autora retoma el tema de la moda en el capítulo dedicado a «Trajes, moños y perendengues», en donde de nuevo afirma su valor artístico, pues «aun siendo una conversación simpática para las mujeres […], no solo puede sino que debe entrar una mediana dosis de sentimiento artístico, que es como la filosofía de estas frivolidades trascendentales» (Pardo Bazán, 2004, p. 305), e insiste en la importancia del aliño personal de las mujeres «para no mermar los fueros de la estética» (Pardo Bazán, 2004, p. 306). Doña Emilia se adentra, una vez más, en la historia de la moda, y esta vez se centra en el período que va desde el reinado de Luis XVI hasta finales del XIX. Con esta acotación histórica, la escritora demuestra ser una auténtica experta en el tema, ya que hoy día hay unanimidad entre los estudiosos en reconocer que el surgimiento de la moda tuvo lugar entre 1780 y 1880, justamente el periodo que ella abarca en su descripción.

Pardo Bazán es una profunda conocedora de las tendencias más novedosas y recientes en materia de vestuario. En Por Francia y por Alemania señala la prevalencia de la influencia británica en el último cuarto del siglo XIX, que, según ella, se impone felizmente para «las prendas prácticas y útiles: el impermeable, el Ulster de viaje que preserva del polvo, el traje de playa, la chaqueta de paño, el cuello, la pechera y la corbata masculinas…, y se advierte el influjo estético indudable de Kate Greenway[3] y sus originales dibujos» (Pardo Bazán, 2004, pp. 307-308)[4]; y en La mujer española y otros escritos (1916) se muestra firme defensora de la divided skirt o falda partida «que responde a muchas exigencias pero asusta a los filisteos» (Pardo Bazán, 2000, p. 293). También sus novelas y relatos reflejan esta erudición en materia de modas y, en Un viaje de novios (1881), el traje de viaje de Lucía alcanza un valor simbólico como expresión de su recorrido iniciático hacia una nueva categoría de mujer emancipada. Josefina García, en La Tribuna (1883), luce las faldas cortas que se impusieron en la década de 1870. Asís, en Insolación (1889), se sujeta a los rigores del incómodo polisón mientras que, en Un viaje de novios, Dulce dueño (1911) y en relatos como «La manga» (1910), la escritora censura la moda de usar sombreros gigantescos y extravagantemente decorados. Espina Porcel luce un vestido estilo Fuller en La Quimera; la hechura princesa es utilizada por Argos y Rosa Neira para confeccionar sus ropas en Doña Milagros (1894); miss Annie y Rosario utilizan sendos vestidos de corte prerrafaelita en La sirena negra (1908) y El saludo de las brujas (1899); las líneas rectas y el retorno a la forma imperio se ponen de manifiesto en La prueba (1890).

Doña Emilia también constata la masculinización del vestuario femenino que irrumpe con fuerza en el mundo de la moda para permitir a las mujeres desarrollar sus inquietudes intelectuales y practicar nuevas actividades físicas y deportivas. Fe Neira emplea zapatos planos, miss Annie usa bombachos para andar en bicicleta y Clara Ayamonte recurre a un abrigo-saco y un traje de auto para conducir su coche. Lina Mascareñas y Afra, en el cuento del mismo nombre (1894), emplean trajes de baño para practicar natación. Manolita, en La madre naturaleza (1887), y la protagonista de Temprano y con sol (1891) se visten al estilo jockey para pasear y viajar respectivamente.

Las nuevas modas también garantizan la comodidad de la mujer en el hogar y Rosario, en El saludo de las brujas, se pone batas de corte kimono mientras que Clara Ayamonte se inclina por el corte watteau para esta prenda de casa. Todo el catálogo de novedades fashion destacable a finales del siglo XIX y principios del siglo xx se recrea en los cuentos y novelas de la autora.

Otro tema que suscita su interés son los colores de moda. En Por Francia y Alemania (1889), en el mismo capítulo sobre trapos y moños, se extiende prolijamente sobre la cuestión: