POR JORGE BRIOSO
A Harold Bloom e Isaías Lerner. In memoriam
Hombre soy, nada humano me es ajeno.
TERENCIO
Si en la década de los ochenta del siglo pasado, momento en que se empezó a ampliar radicalmente el currículo universitario, había que justificar la inclusión en los cursos de obras no consideradas clásicas dentro del canon occidental, hoy estamos en una situación diferente. Lo que requiere defensa es dedicarle varias semanas de nuestras vidas a la lectura del Quijote, la obra más canónica, junto con Hamlet de Shakespeare y la Divina Comedia de Dante, de la literatura occidental. ¿Por qué dedicarle un semestre a una de las obras de los dead white men que nos impuso el pasado, algo contra lo que nos rebelamos hoy con muy legítimas razones? ¿No sería mejor leer algo no muerto, no blanco y no exclusivamente masculino?
Tratemos de entender la atalaya valorativa en la que estamos encaramados. La suspicacia hacia el pasado conlleva un criterio diferente respecto a lo que se cree que debe sobrevivir y un cuestionamiento de fondo de la idea de que hay ciertas obras, ciertos autores, ciertas actitudes que merecen la inmortalidad. No se trata solo del hecho evidente de que cada época reescribe las anteriores y agrega nuevos nombres a la tradición, nuevos valores que deben ser tenidos en cuenta para su configuración. Lo que creo detectar en nuestro tiempo es una ruptura con el presupuesto de que entre todos los hombres y todos los tiempos se teje la compleja tela de la historia humana.
Nuestra época ha roto la visión colaborativa y continuista de los tiempos históricos. Si una obra no se adecúa a nuestra idea del mundo debemos dejar de leerla, si una estatua se le erigió a alguien que ofende nuestro sentido moral se debe derrumbar. La actitud se extiende al presente, si el protagonista de una película actúa en una forma que ofende a nuestra idea de la moralidad se puede incluso, gracias a los milagros de la técnica, borrar la parte que le correspondía en el filme y sustituirla con un actor diferente. Nuestra conducta ante las obras canónicas del pasado no difiere demasiado de la que asumió el Califa Omar, en el año 640, ante la biblioteca de Alejandría. Sus palabras se podrían actualizar en los siguientes términos: «Si el canon está de acuerdo con nuestro tiempo, no tenemos necesidad de él; y si se le opone, destrúyelo». Parecemos estar convencidos de haber alcanzado una altura moral que nos coloca a una distancia inexpugnable respecto a los prejuicios que asolaron nuestra historia. Vivimos en un momento que se ve a sí mismo profundamente disociado, al menos a nivel del ideal ético, de muchas de las normas morales –codificadas en comportamientos, costumbres, leyes– que el pasado nos transmitió, y convencidos, hasta el fanatismo, del credo de nuestro tiempo.
El recelo de lo blanco se debe, entre muchas otras razones, al cuestionamiento del privilegio económico, cultural, simbólico y legal que este grupo tuvo sobre el resto de la humanidad y las consecuencias que ello tuvo sobre la forma en que se construyeron la cultura y los valores que le son inherentes. Por parecidas razones, aunque de consecuencias mucho más drásticas por excluir a la mitad de la humanidad, se impugna la cultura que se construyó en Occidente y puso en sus cimientos paradigmas grabados en piedra, en su mayoría, desde la perspectiva masculina.
Debido a la importancia que tiene respecto a los dos obstáculos antes mencionados, examinaré, a través de esta epístola, la forma que adquiere en nuestra época el odio hacia el pasado ungido por la tradición.
Vivimos en una época incongruente. Probablemente, jamás se desconfió tanto del pasado. Se recela hoy, como nunca, de los valores que nos legó la tradición. Se insiste más en las cuotas de imposición, coerción, injusticia, privilegio que se esconden tras la creación de ideales morales, estéticos o cognitivos que en tratar de entender la novedad, siempre acompañada de ciertas cuotas de emancipación y sujeción que la instauración de valores suele conllevar. Se exige a las obras, las instituciones, las reglas, los monumentos que el pasado nos impuso obediencia a la tabla de valores que nuestra época privilegia. El fracaso ante este empeño suele ir acompañado de una gran furia iconoclasta.
Todas las épocas que abominaron de su pasado creyeron que sería en el futuro donde encontrarían el bálsamo para su inconformidad. No lo ha hecho así la nuestra; ya no se cree más en la capacidad de los humanos de iniciar una historia a la medida de sus deseos, sus sueños, sus anhelos. No se cree más en las revoluciones. Vivimos en un tiempo profundamente antitradicionalista y a la vez escéptico respecto a lo que pueda traer el mañana. El futuro era para la modernidad el lugar donde la palabra y la acción, la esperanza y el cumplimiento, la justicia y la felicidad se reconciliaban; hoy, en cambio, solo es concebible como catástrofe. Lo que él nos prescribe ahora es una larga cadena de renuncias, no de anhelos; se nos habla más de lo que se debe evitar, sea a nivel de las acciones o las pasiones, que de las nuevas posibilidades abiertas a lo humano.
La nueva era que se avecina viene con su ascética, con su disciplina del cuerpo y el espíritu, y sus nuevas tablas de la ley. Hoy parecen estar muy claras, como en las épocas más tradicionales, las consecuencias que tendrá sobre el mundo, sobre la existencia y sobre nuestras vidas lo que consumimos, lo que deseamos, lo que hacemos. Si ayer era la tradición la que le imponía coto a nuestros deseos, hoy es el futuro el que nos exige disciplina, ascetismo, renuncia. La catástrofe ecológica que se nos avecina justifica, sin duda, estas abdicaciones, pero eso no nos exime de la necesidad de pensar las consecuencias que tiene para el mundo occidental la crisis de uno de sus grandes ideales.
Me refiero al ideal que fundó en 1486 Giovanni Pico della Mirandola, en su tratado titulado Oratio de hominis dignitate. Me detendré en el más importante reto que propone este texto: el intento de definir la dignidad de una entidad que, como el humano, según Pico della Mirandola, carece de lugar, espacio propio en la jerarquía cósmica.
El hombre es la única criatura sin puesto en el cosmos, para la cual no existe un arquetipo, un modelo a partir de la cual configurarla. El hombre carece de propiedades privativas a su especie. Es el ser que atesora lo común, lo que ha sido dado a todos. Incluso, si somos exactos, hay que aceptar que los humanos no son propiamente una especie. El hombre es el único ser que puede decidir su naturaleza. El hombre es el árbitro de su honor, su modelador y diseñador. No es ni celeste, ni terrestre, ni mortal, ni inmortal. Al hombre se le define como Proteo, el camaleón. Pero el hecho de que no sea una especie genera muchas clases de humanidad. Dice Pico: «Si cultiva lo vegetal, se convertirá en planta; si se entrega a lo sensual, será un bruto; si desarrolla la razón, será viviente y celestial; si la inteligencia, en ángel e hijo de Dios. Y si insatisfecho con todas las criaturas se vuelve el centro de su unidad, él, que fue colocado por encima de todas las cosas, las superará a todas, hecho un mismo espíritu con Dios, envuelto en la misteriosa oscuridad del padre».
Esta miríada de entidades que es el hombre siempre puede ser otra cosa, nunca él mismo, pues carece de un lugar propio. La palabra dignidad que le da título al discurso solo aparece en el texto en forma de adjetivo. Aquí lo digno, más que como un concepto moral, debe ser entendido como una categoría ontológica. Causa admiración la absoluta libertad de un ser que carece de lugar en el cosmos, que puede hacerse a sí mismo, elevarse hasta lo más alto y hundirse en lo más bajo. Y es esa libertad y excentricidad del hombre respecto a su lugar en el cosmos lo que se asocia a su felicidad. El hombre es feliz no porque lo merezca o sea digno –para decirlo con el lenguaje que nos ha impuesto la tradición– de algún tipo de condición o respeto, sino porque es libre de inventarse y destruirse, de elevarse y hundirse, de llegar a ser divino o subhumano.
«Sin rango», titula Giorgio Agamben el capítulo que le dedica al texto de Pico en su libro Lo abierto. Allí define al hombre como esa entidad que es «siempre menos y más que sí mismo». Es eso lo que causa asombro en nosotros, que se celebre la dignidad de lo que carece de rango, de lugar en el todo. ¿De qué es merecedor un ser que puede recibir todas las naturalezas, todos los rostros? Si indagamos la etimología de la palabra dignidad no dejará de sorprendernos que, para el mundo clásico, dignitas y dignus están asociados al rango, lo cual nos devuelve a la pregunta original: ¿cómo puede tener dignidad quien carece de rango? Dignidad viene de la raíz indoeuropea dek, de donde provienen todas las palabras derivadas del griego o el latín que dan origen a nuestros vocablos dogma, ortodoxo, docente, doctrina, decente, doctor, discípulo, disciplina.
Lo humano será concebido, entonces, como esa entidad que para ser tiene que romper con los dogmas, las ortodoxias, los saberes establecidos, las formas de conocimiento transmitidas de maestros a discípulos, la disciplina y las cuotas de rigor, austeridad y templanza que esta le impone a los apetitos, a los deseos. La acción digna de ser recordada para un ente como el humano, que siempre está ocupado en la tarea de su propia creación, tiene el semblante de la aventura. Actuar supondrá aventurarse a la intemperie de lo real, esa zona no previamente cartografiada por las normas, las costumbres, las creencias.
Muchos de los grandes héroes de la literatura moderna –don Quijote, Fausto, Robinson Crusoe, don Juan, el Lazarillo, Emma Bovary, Anna Karenina, Raskólnikov– son héroes de la autoinvención y la transgresión. El héroe novelesco, para poder inventarse, tiene que sufrir una anomalía, ostentar una extrañeza, exhibir una monstruosidad; es por su negación de lo establecido, de lo aceptado, de lo consensuado que adquiere prestigio, un aura: don Quijote, el loco; Raskólnikov, el criminal; Anna Karenina, la infiel; el Lazarillo, el delincuente; Robinson Crusoe, el que lo reinventa todo porque vive separado de todos.