Baquero, sin embargo, no elude el compromiso del periodista y ejerce de penetrante observador y comentarista de la inmediata realidad política y social cubana y extranjera. Así, desde la página editorial, incide y polemiza sobre la política nacional, el peligro del comunismo o el Tratado de Roma y, en sus columnas —«Panorama» y «Aguja de marear»—, se cuestiona el estado de la educación pública, la crisis de la cultura en Cuba, la miseria de los barrios marginales, el permanente problema del agua en la ciudad… «Admira ante todo su capacidad para abarcar asuntos tan diversos, así como su capacidad de hacerlo siempre con agudeza. En un mismo mes podía escribir sobre religión y sociedad, la catedral de Colonia, las lluvias sobre la provincia de Oriente, la pensión de los veteranos y los orígenes del Primero de Mayo. Pocos periodistas cubanos de su época, tan pródiga en excelentes plumas, pueden aventajarlo en esa admirable facilidad para tratar asuntos tan diversos y pertenecientes a campos muy distintos» (Espinosa, 2014, p. 6). Desde una posición liberal conservadora, Baquero invita a sus lectores a conocer el mundo que los rodeaba y a juzgarlo con sensatez. Por eso no extraña la claridad de sus reflexiones, a las que no faltaba una amplia información. Con todo, renunciaba a la labor del pedagogo: cada cual debía ejercer su libertad y tomar sus decisiones.

Cuando en abril de 1959 tiene que marchar al exilio, amenazado por el turbión revolucionario, escribe su «Despedida de los lectores», donde, con honestidad inusual en su medio, saluda «La caída de una dictadura que cometió tan terribles errores y realizó tantos horrores», al tiempo que advierte su carencia de fe en las revoluciones: «Las revoluciones quieren hacer por decreto que en un instante se precipite el progreso, y nazca el hombre nuevo y surja por encanto la ciudad soñada. Su gran paradoja consiste en que no quiere dar al tiempo lo que es del tiempo, ni al hombre lo que es del hombre». Y añade el columnista: «Lo que no quiere decir que permanezca indiferente ante los males y renuncie a la superación de éstos por medios que le parecen menos dañinos y más duraderos», para concluir: «El miedo a defender las ideas que van contra la corriente o que son estigmatizadas como nocivas es la mayor de las cobardías. Vale más morir junto a una idea vencida, en la cual se cree todavía, que unirse al carro victorioso que pasa, renunciando a tener ideas, a defender una ideología, a proclamar la visión propia y sincera que se tiene de los hombres y del mundo» (Baquero, 2015, pp. 138, 139 y 142).

 

II
Durante los años iniciales de la revolución, el grupo de Orígenes fue visto con desconfianza y su poesía, como el último retorcimiento del célebre barroco cubano, entendida como hermética y desentendida de un sentimiento social, de un compromiso con la reciente historia política del país. Los jóvenes escritores de la generación del cincuenta se abroquelaron en el magacín Lunes de Revolución, dirigido por Guillermo Cabrera Infante, suplemento cultural del periódico Revolución, órgano del Movimiento 26 de Julio, al frente del cual se encontraba Carlos Franqui, y desde ahí fustigaron a los origenistas y se burlaron de ellos. Pasaban por alto que el hermetismo atribuido a Lezama Lima, y generalizado en su percepción, poco tenía que ver con los singularísimos cuerpos poéticos que, con absoluta libertad creadora, revelaban sus componentes. Al origenismo se incorporaron hallazgos tan disímiles como los provenientes de la tradición lírica española de los Siglos de Oro, el imaginismo anglosajón, el surrealismo francés, así como las opulentas islas poéticas que fueron Mallarmé, Claudel, Valéry, Rilke y Juan Ramón. Más allá de la descomunal construcción del sistema poético lezamiano, se quiso desconocer la vocación de conocimiento de Vitier, el tono solemne e inquisitivo de su poética de las formas de Baquero, la cálida memoria con que Eliseo Diego rescata las sombras de una realidad entrañable, el universo simbólico de Fina García Marruz. Pero prevalecía la ansiedad parricida. Todos habían sido acogidos en Orígenes para publicar sus primeros poemas. Todavía insistieron en atribuirles insensibilidad histórica y ausencia de compromiso político; para ello, se apelaba a aquella voluntad origenista de rescatar la Cuba secreta, ahistórica, mítica, entrevista en sus más deslumbrantes esencias y articulada en un misterio cercano a lo religioso.

El nombre de Gastón Baquero, sin embargo, prácticamente está ausente. La veladura del silencio pretende ocultarlo. Como si, al ignorarlo, se lo quisiera hacer desaparecer. Se reduce su aparición en el Diccionario de la literatura cubana (1980). No sería hasta su muerte cuando se recuperase su presencia en las letras cubanas.

 

III
Los que estudiábamos en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana durante la primera mitad de la década de los sesenta, los que vivíamos con mayor premura la ansiedad por la literatura, al anochecer y hasta la profunda madrugada, nos reuníamos en un banco de la avenida de los Presidentes para descubrir por nuestra cuenta los vacíos que se nos escatimaba en las aulas, fueran ellos Lydia Cabrera, Jorge Mañach o Lino Novás Calvo. Fue allí donde saltó por primera vez, antes de que algún profesor se atreviera a mentarlo, el nombre de Gastón Baquero, depositado como quien desvela un misterio, una presencia ocultada que, sin embargo, su sola mención despertaba una inquietante atracción. Se sabía, rumores secretos, de la fascinante escritura con que se revelara en los años cuarenta. Luis Rogelio Nogueras, Raúl Rivero, Guillermo Rodríguez Rivera y otros pronto pudimos asomarnos a los diez poetas reunidos por Cintio Vitier en su célebre antología de 1948. Allí estaba la riqueza primera de la escritura poética de Baquero. Leíamos y repetíamos de memoria las portentosas resonancias de «Palabras escritas en la arena por un inocente», el ritmo interior de aquella versicular y reflexiva escritura, arrolladora a veces, despaciosa otras, donde en su gravedad no faltaba el coloquio, y que se articulaba en torno a un diálogo con la muerte, al tiempo que integraba una sorprendente lectura del mundo, en la que la realidad se confundía con la magia de su invención. Aquella voz sólo entrevista por nosotros en la factura de Whitman y en la trascendencia de Eliot, ejemplos de un decir auténticamente americano que se apropia de una herencia universal, y en los que la historia devenía en trasunto para hurgar en una conciencia que interroga la muerte, angustia resuelta en la desconcertante inocencia del poeta-niño, un ser escogido para desocultar. Ese inocente llamado con reiteración «bufón de Dios, poeta», tan distante del soberbio «¡Torres de Dios! ¡Poeta!», invocado por Darío. O aquella otra revelación, «Testamento del pez», donde el poeta se funde y confunde con la resistencia a morir de la urbe contemplada con la amorosa y deslumbrada mirada del pez, o el sueño de las formas y las metamorfosis desde las que contempla su ciudad, testigo de lo cotidiano y de lo mágico, y nos la devuelve en una sustancia nueva, felizmente tocada por el ángel de la revelación. O los espléndidos pasajes de «Saúl sobre su espada» y «El caballero, el diablo y la muerte». Por entonces, Baquero, el ausente, se convirtió en una cotidiana presencia que nos obsequiaba con una manera superior y más cercana de la poesía como el arte del descubrimiento. Con Robert Lowell se pudo decir de aquella obra: «Un poema es un acontecimiento, no la descripción de un acontecimiento». Intuíamos que Baquero debía pertenecer a esa rara minoría que, como Rimbaud o Eliot, desde sus poemas inaugurales, se revelan suficientes. También supimos que, después del esplendor de este puñado de poemas, se había hecho el silencio.

Y en lo oscuro persistirían Lezama y Baquero, Baquero y Lezama, dos caras de distintas monedas. Si Lezama Lima, un poeta al que ya habíamos comenzado a leer, nos adelantaba una enigmática y nutricia propuesta, representada por una postura extrema del acto poético mediante una inmersión absoluta en la intimidad del lenguaje, dominado por el eros insaciable de la palabra que renuncia, por insuficientes e imperfectas, a la lógica, la armonía y la unidad, para instalarse en un sistema que busca lo incondicionado poético en la vivencia oblicua, el súbito, el método hipertélico o la hipóstasis de la poesía, es decir, la elaboración de lo «imposible creíble»; Baquero, por su parte, se nos presentaba como el espectador que testimonia una herencia que integra y reordena, amplifica y subvierte, pero que, sobre todo, llegaba para descubrirnos la fascinación oculta que existe junto a la decepcionante realidad.

Mientras, el entusiasmo de aquellos jóvenes poetas erraría entre las novísimas poéticas de El Puente y el compromiso prosaico de El Caimán Barbudo. Varias décadas más tarde, los jóvenes poetas de la isla volverían a recoger el legado baqueriano.