IV
En abril de 1959 Baquero llega a España para instalarse en un prolongado exilio de treinta y ocho años al que también llamó «transtierro». Detrás deja su familia, su biblioteca, su pinacoteca, su discoteca mozartiana… Se marcha llevando únicamente consigo el lastimoso equipaje del emigrante y su memoria. Pero pronto Baquero descubre que habita un nuevo sentido de la libertad. Desprendido de la gravedad de sus anteriores compromisos profesionales, del exigente cerco que le impusiera la sociedad cubana, libre incluso de la vanidad y de la identidad de una incómoda representación; ajeno ahora del discreto decoro que creyó incompatible la familiaridad de su poesía con la representación del poderoso comunicador y hombre público. Despertaba en este definitivo éxodo a la cómoda identidad del extranjero, al anónimo paseante, a la grata soledad de sus ensoñaciones e invenciones: «Hay quien dice que volví a la poesía cuando me vi liberado de mis obligaciones en el periódico, al venir a España como exiliado. Es posible. Tuve entonces mucho tiempo para rumiar la soledad, falta de trabajo y de otras cosas. Esa situación me hizo rebrotar, como un jardín que estuviera mucho tiempo tapado, unas plantas que se mantenían ocultas, y con esta situación de pronto volvieron a florecer» (Zamora, 1998, p. 49).

Baquero resultó un exiliado raro. Lo acompañaba la certeza del fracaso político de la isla y barruntaba la tragedia cubana que se avecinaba. Sin embargo, desconoce el resentimiento sin ocultar la denuncia; es ajeno al afectado patriotismo de los expatriados habituales y se resiste a instalarse en una arqueología de la pérdida; entre el humo del pasado y la neblina del futuro habita en él un tercer espacio fundacional: «Yo no siento el exilio como una extrañeza. Te repito una vez más la frase de Séneca: puede ser norte, sur, este u oeste, pero, en cualquier punto del planeta en que uno se encuentre, está a la misma distancia de las estrellas. No le echo de menos a nada, no me siento extraño en España. En el exilio vivo y seguiré viviendo hasta que se me acabe la cuerda del reloj. Da lo mismo vivir aquí que en Tombuctú. O, como decía Goethe, me da lo mismo hacer cucharas que cucharillas. Estamos vivos, mientras lo estemos veremos a ver qué pasa» (Espinosa, 1998, p. 43).

Sus primeros años en España «fueron tan penosos como pudieron serlo para cualquiera […], pero una cosa es ir a un país en plan de turista y otra es ir a instalarse en él y tratar de conseguir trabajo» (Espinosa, 1998, p. 17). Baquero calla, por el pudor y la discreción que siempre lo acompañaron, que, mientras ejerció la jefatura de redacción del Diario de la Marina, acogió en su plantilla a periodistas republicanos refugiados en la isla y abrió sus páginas a la colaboración de numerosos escritores españoles que permanecían en la Península; durante años, he sabido después, ejerció como depositario de la ayuda económica que desde Cuba se hacía llegar a don Juan en su refugio portugués.

Con anterioridad al exilio, Baquero había viajado a España en seis ocasiones, las más, invitado a congresos culturales. Conoce y se relaciona con autoridades culturales y con las figuras literarias más representativas del momento. Pero el que llegaba entonces no era más que quien «andaba por el Madrid de los primeros sesenta con su elegancia de mulato grande, sus abrigos holgados (se los dejaba en herencia un marqués más grande que él), su cartera-acordeón de ministro sin poderes de una revolución incruenta, anticastrista, de embajador plenipotenciario de las repúblicas mulatas de la intemperie, de periodista sin periódico y poeta sin musa, incidiendo en redacciones, mendigando altivamente colaboraciones, con esa altivez de voz humilde, que también suben al cielo todos los negritos buenos», como escribió con maldad innecesaria un periodista español (Umbral, 1997).

Con todo, Baquero pudo desmentir los versos de Stefan George: «Entonces me puse en camino / y fui un extranjero. / Y busqué a alguien / que llorara conmigo / y no encontré a nadie» (Baquero, 1960, p. 7), y escribir: «Pero me encontré con personas comprensivas que me abrieron las puertas y los brazos. Por ejemplo, en el Instituto de Cultura Hispánica, que entonces se llamaba así, me acogieron muy bien desde el primer momento. En el propio año 1959, Rafael Montesinos me invitó a su tertulia literaria, que sigue realizándose hasta hoy. Y encontré, en resumen, ese calor de acogida. José García Nieto, Antonio Manuel Campoy y Luis Jiménez […] [¿Martos?] son tres nombres que no quiero olvidar» (Espinosa, 1998, p. 37). Como tampoco quiso olvidar, en conversaciones conmigo, a José Hierro, Luis Rosales y a Gerardo Diego, a quien dedicara un emotivo reconocimiento, «El cálido corazón de Gerardo Diego» (Baquero, 2015, pp. 418 y 419), así como a sus compañeros de Radio Exterior y los directores de los periódicos que abrieron sus páginas a sus artículos: Ya(1960-1968), Informaciones (1961-1967), Arriba (1964-1966), La Vanguardia Española (1966), El Alcázar (1969-1971) y el más frecuentado ABC, donde lo acoge prácticamente hasta sus días finales Santiago Castelo, quien fuera su alumno en la Escuela de Periodismo.

Cuando muchos creyeron que el fermento nutricio de la poesía se había secado en Baquero —Max Henríquez Ureña llegó a escribir: «Tal parece que la poesía de Gastón Baquero fue un meteoro fugaz» (Henríquez Ureña, 1963, p. 439)—, reaparece elaborando un sorprendente cuerpo poético que sucesivamente da a conocer, primero, en los Poemas escritos en España (1960) y, luego, en Memorial de un testigo (1966), Magias e invenciones (1984) y Poemas invisibles (1991). A la sorpresa sigue el entusiasmo de los jóvenes poetas que acogen aquella novedosa revelación de su escritura de fabulaciones e invenciones acendradas en la savia de una portentosa cultura.

 

V
Cuando en 1974 llegué al exilio, me puse a la búsqueda de Gastón y lo encontré en el Instituto de Cultura Hispánica. Allí me acerqué no sin el temor de que viera en mí un tardío exiliado, un recién apeado del fervor revolucionario, él, que era el virginal exiliado de 1959. Me preocupaba también encontrar la gravedad del que fuera persona poderosa, los restos de la arrogancia que le presumía, la soberbia del autor precedido por la opulencia y el esplendor de su obra. Bastó que aquella enorme humanidad suya se alzara de la atiborrada mesa de trabajo, me extendiera los brazos y me saludara a bocajarro: «Usted viene de Cuba, los tiranos siempre pierden la batalla contra los poetas. Para mí lo importante es que viene de Cuba». Me hallé, de pronto, ante la cálida afabilidad, la gracia dulce, el humor natural de un hombre renacido y feliz que celebraba el encuentro de dos compatriotas que se reconocen mutuamente en tierra ajena. Nacía una amistad, sólo perturbada por su muerte.

Me invitó para que lo visitara en su casa de la calle Antonio Acuña —«Vecino de Vallejo, como usted sabe», presumía con la inocencia de un niño»— y me recibió en una pequeña habitación, más pequeña aún que su despacho, una isla rodeada de libros por todas partes, amontonados sobre los muebles, sin otro orden que el concierto que sólo él conocía y le dictaba su selectivo apetito voraz por la lectura. En la pared, frente a su mínimo escritorio, retratos de Antonio Maceo y José Martí, una pequeña bandera cubana y una foto de Josephine Baker. A la derecha de su escritorio, los vinilos con la música que siempre lo había acompañado: Vivaldi, Bach, Mozart, Haydn, Debussy… También le gustaba el jazz, aunque era selectivo. Prefería el periodo clásico. Alguien dijo que tenía manos de pianista de jazz. Disfrutaba de las interpretaciones de Armstrong cuando lo consideraba auténtico, pero le incomodaba la caricatura del personaje público. Sonreía cuando le señalaba su parecido con Charlie Parker. Como Bird, el poeta sabía convocar a las estrellas.

Desde entonces, fue habitual a las improvisadas cenas que Aurora le preparaba en casa. Comida cubana que Gastón completaba con la sorpresa de dulces de guayaba, ajonjolí y tamarindo, a veces preparados por él. Todavía Madrid no se había abierto a los frutos del trópico, aunque el sabía dónde encontrarlos. En otras ocasiones, nos invitaba a su casa. «Vénganse a comer, don Pío y doña Aurora —decía con el hiperbólico tratamiento que sólo la gracia criolla sabe administrar—, el arroz con quimbombó que he preparado». Y reía orgulloso de haber dado con el humilde vegetal meloso de la comida cubana. Generalmente, los tres, pues Gastón prefería la compañía íntima y evitaba el ruido, la confusión del hervidero. Se hablaba siempre de Cuba y relataba anécdotas nunca oídas sobre los preparativos del viaje primero de Colón, revelabazonas oscuras de la época colonial, apuntaba un detalle desconocido de la estancia de Maceo en Costa Rica o repasaba con humor la picaresca política del periodo republicano. De los cables de Radio Exterior adelantaba y comentaba la actualidad última nacional o extranjera. Complacía nuestra curiosidad cuando le preguntábamos sobre la generación de Orígenes, para corregirnos rápidamente, lo de generación era sólo el capricho de profesores, aquello no era más, ni menos, que un grupo de jóvenes amigos, que se peleaban y amistaban, unidos por el fervor de la poesía y, sobre todo, por el magisterio de Lezama.