POR PÍO E. SERRANO
I
La única vez que pregunté a Gastón por el año de su nacimiento me respondió con una pícara sonrisa y me advirtió de que eso era sólo una anécdota y que no debía distraerme con lo circunstancial intrascendente. Nunca llegué a conocer las razones por las cuales, desde muy joven, ocultó ese dato que irreductiblemente nos acompaña como señal primera de nuestra identidad. Puede que el rechazo tuviera que ver con su niñez. La memoria de su infancia la rememora Baquero desde dos circunstancias bien distintas. Por una parte, alude gozoso a la cálida protección que recibió de aquella familia de mujeres lectoras de poetas románticos y modernistas, cuya influencia temprana le descubrieron el encantamiento de la poesía; por otra, la pobreza, la carencia del padre, el extrañamiento del mestizo. Recuerda: «Yo fui un niño bastante especial en el sentido de que, como tuve que trabajar desde pequeño, trabajar duro junto con mi madre, pues no conocí eso que se llama jugar, ni fui al colegio como los demás niños, porque, te repito, tenía que trabajar. A los demás muchachos los veía jugar, y me daba un poco de envidia. Pero no participaba con ellos. No me recuerdo jugando con otros niños. En realidad no puedo decir que tuviese una verdadera niñez» (Espinosa, 1998, p. 34). Quizás crecía entonces un precoz sentimiento de extrañeza, la percepción de una ausencia de difícil identificación, el germen, tal vez, de una ansiedad únicamente resuelta, más tarde, en el fervor de una creación que fuera capaz de completar, de corregir la incómoda e insuficiente realidad.

Lo cierto es que, desde sus primeros textos publicados en La Habana por Cintio Vitier, la fecha de nacimiento que lo acompaña es 1916, como la repiten las tres historias de la literatura cubana de sus contemporáneos (Max Henríquez Ureña, 1963; Salvador Bueno, 1963; Raimundo Lazo, 1965), y que en las obras que da a conocer en España remiten a 1918. Lo cierto también es que el registro municipal de Banes reconoce a José Gastón Eduardo Baquero Díaz como nacido el cuatro de mayo de 1914.[i]En cualquier caso, un año después de su muerte, daté su nacimiento en 1918. Quise acordar así su reclamo de reordenar la incómoda realidad con la invención y la fantasía.

Tal vez esta calculada elusión fuera, asimismo, una huella más de los conflictos de identidad que debió padecer el poeta durante sus años cubanos. No debió ser fácil para el chico de doce años, de extracción pobre y mestiza, carente de la educación formal propia de su edad, procedente de un pueblo de la provincia extrema, hacerse un sitio en la capital, cuando su padre lo lleva consigo para acelerar su formación y graduarlo de bachiller. La Habana era la sede de la élite económica, social y cultural de la isla, representada por un sector mayoritario blanco en el que el racismo se ejercía con impunidad y era una práctica habitual. Todavía se respiraba el perturbador aliento dejado por la brutal represión sobre un movimiento reivindicativo armado protagonizado por amplios sectores negros en 1912, sellado con más de tres mil víctimas.[ii]

Su padre, un criollo telegrafista blanco, quiso asegurar el futuro de aquel joven provinciano inclinado a la escritura y a la poesía y lo llevó consigo a La Habana. Pragmático, dispuso para él la carrera de Ingeniería Agrícola, una profesión apropiada para asegurarle la inserción en una sociedad donde los estudios liberales no constituían el mejor nicho para alguien de su condición. Baquero doblega la identidad que lo anima, complace a su padre y a los veintiún años se gradúa de ingeniero y amplía sus estudios de ciencias naturales. Años después escribirá: «El estudio de esa ingeniería, a la que se acompañaban materias de ciencias naturales, me dio muchas satisfacciones culturales […]. En cuanto oí en una clase de Química hablar de dos sales llamadas “rejalgar” y “oropimente” corrí y escribí un poema titulado “Fábula de rejalgar y oropimente”» (Lázaro, 1998, p. 15). Mientras, asiste a cursos de Filosofía y Letras y comienza la aventura de la amistad con Lezama y los jóvenes poetas que, adunados en torno al magisterio lezamiano, conformarán el grupo Orígenes. Fueron los años habaneros de mayor plenitud emocional y creativa. Los años en que se le revelan dos improntas que habrían de formar parte de su identidad: su personal adscripción al catolicismo y el descubrimiento de su inclinación homosexual.

Olvida el ejercicio de la ingeniería y se vuelca en la actividad literaria y periodística. En pocos años Baquero da a conocer el esplendor de un puñado de poemas imprescindibles de la poesía cubana. María Zambrano, que en sus estancias habaneras había descubierto esa «isla secreta», tan raigal en la marginalidad de los poetas origenistas, quienes, como ella, alentaban una sostenida vocación de conocimiento, traza el perfil de esa poesía baqueriana: «La suntuosa riqueza de la vida, los delirios de la sustancia están primero que el vacío; que el principio no fue la nada. Y antes que la angustia, la inocencia cuyas palabras escritas y borradas en la arena permanecen sin letras, libres para quien sepa algo del misterio» (Zambrano, 1987, p. 49). Sobre ese momento, Cintio Vitier escribió: «Él era el huésped increíble, y el poder de la pobreza. Sus poemas llegaban y se establecían en la luz como si siempre hubieran estado ahí, familiares en su secreto y en su grave magnitud. Un día ya no quiso escribirlos más» (Vitier, 1970, p. 498). Pero sí continuó escribiéndolos, aunque renunciara a publicarlos. En un nuevo giro de sus conflictos de identidad, Baquero va hacia el periodismo como un imperativo moral: necesitaba asegurar su economía por motivos familiares. Y se trae consigo a La Habana a su madre, su hermana y su sobrina.

Creyó que en el nuevo destino de hombre público que lo aguardaba, la poesía —su poesía, que interroga la muerte con gravedad tonal, que revela la simultaneidad de los tiempos, que se escribe para corregir la realidad e inventarle lo que no está, imaginación de lo invisible— era irreconciliable con la figura pública del periodista, el profesional del lenguaje denotativo, sujeto al uso objetivo y claro de las palabras; nada de ambigüedades. Y ya jefe de redacción del periódico más influyente del país, el Diario de la Marina, aquel enorme instrumento de crear opinión conservadora y defensor de los intereses de sus poderosos lectores, debe asumir la solemne gravedad pública que tal responsabilidad social le exige.

La opción de entregarse al periodismo profesional fue recibida con malestar por los amigos de Baquero, que, en el caso de Virgilio Piñera, llegó a la descalificación personal.[iii]Esta circunstancia, sin embargo, no fue un obstáculo para que continuara sosteniendo habituales encuentros con los origenistas. Hay una foto emblemática del grupo en los años cincuenta: en ella se lo ve, entre Lezama y María Zambrano, en un gozoso convivio en el patio de la iglesia de Bauta, entonces a cargo del padre Ángel Gaztelu. Esta cercanía se concretaba también en la discreta influencia que ejerció para favorecer distintos proyectos origenistas. Entre otros, la publicación de Cincuenta años de poesía cubana (1902-1952), de Cintio Vitier, o la concesión del Premio Nacional de Literatura a la novela Espirales del cuje, de Lorenzo García Vega. O que, temerariamente, invitase a Lezama para que escribiese una serie de artículos en el Diario, asumiendo el riesgo de que «las quejas de la gerencia llegaran al techo» por la inserción de aquellas colaboraciones oscuras, laberíntica y enigmáticas. Medió, asimismo, ante las instituciones culturales oficiales para que se publicaran los ensayos de Lezama, Arístides Fernández (1950) y La expresión americana (1957). De igualmodo, la ayuda económica de Baquero fue decisiva para la continuación de Orígenes, a partir del número 34, tras la ruptura entre José Rodríguez Feo y Lezama.[iv]

El mecenazgo de Baquero se extendió también a jóvenes escritores y artistas y llegó a asegurar la continuación del Ballet Nacional de Cuba de Alicia Alonso. Sobre esta faceta de Baquero, el poeta y pintor Pedro de Oraá escribió: «No se piense que el ejercicio del mecenazgo significaba en él ostentación de poder e irracional exceso: era cuidadoso en la adquisición de obras artísticas, aunque lo motivaba una voluntad no declarada de alentar, con gestos de apoyo y comprensión, preferentemente a los jóvenes, en la difícil trayectoria de su vocación […]. Baquero sufragó la edición de mi primer poemario —El instante cernido, hecho por los importantes impresores Úcar y García en 1953— y coleccionó mis obras de iniciación profesional en la plástica. Y así hizo con tantos otros» (Oraá, 2001, p. 370).

Tampoco el peso de sus nuevos compromisos le impidieron la escritura de más de un centenar de artículos, algunos verdaderos ensayos, en los que el lector puede descubrir las huellas de su concepción de la poesía, la verdadera poesía, como le gustaba repetir, al acercarse con libertad creadora, crítica y afectiva a los diversos universos de Martí, Lezama Lima, Julián del Casal, o de Keats, Whitman, Claudel, Laforgue, Eliot, Darío, Juan Ramón o Vallejo.