Perteneció a la estirpe nietzscheana de los solitarios («Desde mi rincón» es algo más que el título de un poema). Y a la de los melancólicos, por su «usual hipocondría» y por su angustia vital. La muerte fue una obsesión, un «tema que se vive más que se piensa». Fue tímido. Tan retraído como sus versos. Y humilde. Mantuvo que «hay que respetar la modestia y el orgullo: el orgullo de la modestia y la modestia del orgullo». Porque «agrada la modestia pero no el propio menosprecio». Su lema, muy castellano: «Nadie es más que nadie».

Hubo dos mujeres en su vida: la soriana Leonor, que se le murió demasiado pronto, y la madrileña Pilar Valderrama, Guiomar, a la que remitió, como es lógico, ridículas cartas de amor, pero, a pesar de ello, confesó (con Mairena): «siempre dejé a un lado el tema del amor por esencialmente poético». Para él, ha escrito Malpartida (que analiza en su libro este asunto con hondura), «amar, enamorarse, es un acto de imaginación». En lo referente al género femenino, hay que reconocer su flagrante ignorancia y su caduco machismo, impropio de esta época de vindicación feminista y me too.

Escéptico frente al escepticismo, fue por libre y a la contra, y en esa libertad radica una de las claves de su permanencia. Aunque su poesía es, ya se ve, de marcado tono autobiográfico (otro signo de actualidad), porque para él vida y obra son inseparables, luchó cuanto pudo contra el subjetivismo y se alejó del ensimismamiento narcisista. El otro, el prójimo, el común o el pueblo formaron parte de su concepción cristiana del mundo. («La idea de Dios —advirtió Enrique Baltanás— es absolutamente imprescindible en la filosofía de Antonio Machado».) Éste se dirigía «al vecino», «al hombre concreto», no a la masa. De ahí su proximidad (de casta le venía) al folclore, al flamenco y a la copla, al romancero y a la lírica popular. De ahí que sus monólogos tornen diálogos. González le declara partidario de «los modos dialécticos».

La genial aportación de los apócrifos machadianos (en especial el tantas veces nombrado Juan de Mairena), por fallida que resulte, redunda en su incesante novedad y le emparenta, ahora sí, con auténticos dioses tutelares de la poesía del 1900, Pessoa entre ellos. Esas máscaras, sus complementarios, inciden en la idea de que nuestro ser es plural. A su través, afloran el humor y la ironía. Y el juego del teatro, al que tan aficionado, como bien sabemos, fue. José Muñoz Millanes escribe al respecto: «Según Machado lo apócrifo vendría a ser, no una falsedad, sino una verdad alternativa o complementaria: una verdad insólita que, al haber sido ocultada por la verdad oficial que nos ofrece la razón, tiene que ser descubierta por la imaginación».

Aunque depresivo, siempre estuvo a favor de la vida, de la «voluntad de vivir», de ahí su apego a la temporalidad, a la poesía como «la palabra esencial en el tiempo», fuera del cual al poeta «no le es dado pensar». Al «diálogo del hombre con el tiempo»: «¿Cantaría el poeta sin la angustia del tiempo?». En su Poética de 1931, alude a una lírica «otra vez inmergida en “las mesmas vivas aguas de la vida”, dicho sea con frase de la pobre Teresa de Jesús».

Unido a lo anterior la «visión vigilante», la mirada atenta, para «imaginar despiertos». «Lo poético es ver», dijo Mairena. Y ahí, lo meditativo, ya antes apuntado.

Su mirada se fija ante todo en el campo, que él prefería llamar realidad o naturaleza. Un paisaje tan exterior como interior, propio de alguien que mira hacia fuera pero ve hacia adentro. Tan sencillo, silencioso y despojado como su persona y sus versos. El de Castilla, la del 98. El de la Andalucía de Baeza. «Amo a la naturaleza, y al arte sólo cuando me la representa o evoca». Lúcido, escribe en el Mairena: «El campo para el arte moderno es una invención de la ciudad, una creación del tedio urbano y el terror creciente de las aglomeraciones urbanas». Y luego: «El hombre moderno busca en el campo la soledad, cosa muy poco natural». Y después: «Más bien creo yo que el hombre moderno huye de sí mismo, hacia las plantas y las piedras, por odio a su propia animalidad, que la ciudad exalta y corrompe». Y, por fin: «Es en la soledad campesina donde el hombre deja de vivir entre espejos». Me pregunto: ¿no podría sostener esto cualquier ecologista de hoy?

Vecino de Madrid («Mi adolescencia y mi juventud son madrileños»), viajero en París, a diferencia de sus coetáneos (y, antes, desde Baudelaire), odió la gran ciudad y la poesía urbana, también en esto ajeno a los signos de los tiempos, y tuvo por escenario las calles solitarias de los pequeños burgos provincianos, las negras capitales provinciales con casino, cuando no el medio rural y, ya decimos, el campo abierto, eso que hoy se ha dado en llamar «la España vacía».

Y ya que pronuncio la palabra España, sería conveniente destacar su figura moral, la ejemplaridad cívica, por decirlo con Gomá, que su persona encarna a resultas de la coherencia con la que cumplió su ciclo vital como ciudadano de este país en tiempos tan convulsos como los que le tocó sufrir. Y gozar, siquiera brevemente, por su condición de ferviente y leal republicano. Salvando las distancias, tal vez sea esta la lección que para el presente mejor podemos aprender de él. No, «no pueden las ideas brotar de los puños». Y qué comentar de esta sentencia maireniana: «De aquellos que se dicen gallegos, catalanes, vascos, extremeños, castellanos, etcétera, antes que españoles, desconfiad siempre. Suelen ser españoles incompletos, insuficientes, de quienes nada grande puede esperarse». Para entonces, Machado había sido testigo de cómo el 6 de octubre de 1934, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, proclamaba «el Estado Catalán dentro de la República federal española».

Termino. La rabiosa actualidad lírica de este país se centra en un fenómeno que es todo menos poético. Sí, para la parapoesía tenía, avant la lettre, una reflexión Machado: «Poesía, señores, será el residuo obtenido de una delicada operación crítica, que consiste en eliminar de cuanto se vende por poesía todo lo que no lo es».

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