POR ÁLVARO VALVERDE

Vaya por delante que no soy un especialista en la obra de Antonio Machado, del que ahora conmemoramos el octogésimo aniversario de su muerte, sino, como tantos, un lector. Alguien al que su poesía, muchos años después, le sigue, digamos, llamando. Un lector, añado, que se siente muy honrado cuando algún crítico utiliza el adjetivo «machadiano» para referirse a algún aspecto de la poesía que escribe.

De la lectura y la relectura durante los últimos meses de su poesía y su prosa, amén de algunos libros y artículos acerca de su obra, surge este texto centrado en su evidente actualidad, que, por respeto al maestro, es todo menos académico. Consciente de que bien poco puedo aportar a la crítica de uno de nuestros más «admirados y manoseados» poetas. ¿No estamos ante una «presencia viva e inmediata», al decir de Soria Olmedo sobre Lorca?

Los de entonces, los que empezábamos a leer poesía y a pergeñarla a finales de los años setenta, dimos con los versos de Machado al mismo tiempo que con las canciones de Serrat que musicaba esas letras cuya vigencia es todavía audible. Aunque no lo recuerdo bien, a buen seguro poemas suyos figuraban en los libros de texto en los que aprendimos literatura, como afirma mi coetáneo Fernando Aramburu en un artículo sobre el poema «Yo voy soñando caminos». Del mismo modo, por casa andaba también la antología Antonio Machado (con prólogo de Julián Marías), de la benemérita colección Libro RTV de la Biblioteca Básica Salvat, gracias a la cual entraron los primeros libros en muchos hogares españoles allá por la década de los sesenta. Sí estoy seguro de que leí Campos de Castilla en COU; el año 75, el de la muerte de Franco.

Machadiano se me antoja, por añadidura, mi primer contacto escolar con la poesía, a partir de la memorización y posterior recitado de un poema de Gabriel y Galán titulado «Lo inagotable», cuya atmósfera, o eso me parece, evoca el tono del sevillano.

¿Por qué he tratado a Machado hace un momento de usted? Desde su mítica muerte en el breve exilio de Collioure y aun antes, por el retrato que le hicieron algunos de sus contemporáneos y, más allá, por lo que se infiere de la lectura de su obra —que es para mí la clave de bóveda de este modesto andamiaje—, Machado ha contado con un respeto reservado a los más grandes. ¿Es a eso a lo que llamamos un clásico? Es posible. Lo cierto es que la fama que alcanzó en vida no ha sufrido merma tras su muerte, todo lo contrario, y ni la dictadura franquista, por evidentes razones políticas, ni lo que ha venido después han logrado evitar que su palabra siga viva. Sin pagar siquiera el peaje del provisional purgatorio, simbólico lugar al que parece condenada la literatura de casi todos antes de pasar, definitivamente, al infierno del olvido. Es verdad que no lo leyeron del mismo modo, ni siguieron sus enseñanzas por igual, los poetas del grupo del 50 (los de la famosa fotografía del 59) que los novísimos.

Por suerte, pertenezco a una generación, la de los 80 o de la democracia, muy machadiana, en especial su facción más exitosa, digamos, la tendencia dominante o «poesía de la experiencia», cuyo granadino núcleo germinal adoptó el nombre de «nueva sentimentalidad» y cuanto ese marbete, en términos teóricos, llevaba aparejado.

Críticos y estudiosos coinciden en señalar que Machado no estuvo nunca de moda. O a la moda, mejor. Vamos, que nunca fue un «poeta del día». Ésta es una de las paradojas sobre él que conviene subrayar. Le acusaron de decimonónico, de romántico trasnochado, de simbolista a tiempo (pues lo fue al principio) y a destiempo… Fue «un poeta rezagado, obsoleto», indicó Ángel González, uno de sus más preclaros discípulos y uno de sus más perspicaces intérpretes. No en vano, dedicó al poeta su discurso de ingreso en la Real Academia, donde hizo mención, por cierto, al borrador del que Machado no pudo pronunciar al final en la Española tras ser electo en 1927. Y, sin embargo, tengo la sospecha de que fue precisamente eso, su capacidad para ejercer de disidente, su condición de intempestivo y anacrónico (lo que debe ser un escritor «en el sentido originario de la palabra que designa el estar contra el tiempo», sostuvo H. A. Murena), su carácter solitario, ese quedarse voluntariamente atrás, lo que ha preservado al cabo su poesía hasta el presente, por lo que seguimos compartiendo su palabra. Por encima, incluso, del uso de la rima, consustancial a sus versos, que no deja de ser un recurso desusado en nuestra lengua, que marca indefectiblemente un antes y un después en lo que atañe a la poesía y al consiguiente, discutible concepto de modernidad.

Juan Malpartida, en su libro Antonio Machado. Vida y pensamiento de un poeta (uno de los ensayos más recientes de la inabarcable bibliografía machadiana), después de aseverar «no es contemporáneo de la gran poesía europea de su época», lo califica de «perfecto poeta menor». Disiento, en parte y con todo respeto, sin que ello suponga menoscabo alguno para los poetas menores, que son los que más abundan. ¿Por qué? Me baso en lo relatado hasta aquí, en la excelencia de sus poemas, única causa y razón de que alguien sea designado por sus semejantes como poeta, y en las lecciones que de su pensamiento poético se deducen. Machado fue, en este sentido, muy moderno, pues reflexionó sobre la poesía como sólo han sabido hacer los más conspicuos y lúcidos vates de la lírica contemporánea. Eliot, Stevens, Paz o Borges (el del malévolo comentario, cuando le pidieron su opinión sobre el poeta: «No sabía que Manuel tuviera un hermano»). Desarrolló esa aguda meditación, sobre todo, en su prosa, en esa obra fundamental de las letras hispánicas, y no sólo, que es Juan de Mairena.

Yendo hacia atrás, Machado aborreció el Barroco, cualquier gongorismo, la visión conceptista. Hacia adelante, las vanguardias, tan de su tiempo; de ahí que estuviera en contra de todos los ismos, «múltiples escuelas aparentemente arbitrarias y absurdas» que se unieron, según él, en su «guerra a la razón y al sentimiento». «Quiero hacer constar que la poesía, y especialmente la lírica, se ha convertido para nosotros en un problema», mantuvo, el del «álgebra superior de las metáforas».

Del pasado le atrajo siempre la llaneza cervantina. Y el sentido común. Por eso detestó la pedantería y el engolamiento. Buscó la naturalidad, esa manera de decir que hace fácil lo difícil (porque el mundo es complejo), tan reñida, aunque sea una de sus formas, con la retórica. «¿Naturalidad?», se pregunta Mairena, quien tras mencionar el descrédito del vocablo y «la malquerencia de los virtuosos», responde: «Naturaleza es sólo un alfabeto de la lengua poética. Pero ¿hay otro mejor? Lo natural suele ser en poesía, lo bien dicho, y en general, la solución más elegante del problema de la expresión».

Desde la primera página del Mairena defiende la literatura «hablada», frente a la «escrita». La de la «lengua viva». «Lo que pasa en la calle». Cuando afirmó: «la palabra escrita me fatiga cuando no me recuerda la espontaneidad de la palabra hablada», estaba sentando jurisprudencia lírica, dictando una sentencia inseparable de lo que consideramos poesía moderna (y aun postmoderna). Optó por la claridad («Sobre la claridad he de deciros –comenta Mairena– que debe ser vuestra más vehemente aspiración») y no se dejó seducir por la oscuridad y el hermetismo. Eligió la concisión frente a la verbosidad. Lo breve, sobrio y fragmentario contra lo extenso, recargado y rotundo. «Huid del preciosismo literario», exigió el discípulo de Abel Martín. Optó por la narratividad: canto y cuento. Lo espacioso del poema frente a lo extenso de la novela. «Se sabe —dijo— que en poesía […] no hay giro o rodeo que no sea una afanosa búsqueda del atajo, de una expresión directa; que los tropos, cuando superfluos, ni aclaran ni decoran, sino complican y enturbian, y que las más certeras alusiones a lo humano se hicieron siempre en el lenguaje de todo».

Dije antes «breve» y este adjetivo puede aplicarse a su poesía completa, que no deja de ser, en rigor, escasa.

Sus «espacios simbólicos», analizados por Rafael Alarcón en un memorable artículo («Antonio Machado, nuestro contemporáneo») de la revista Turia, son asimismo sencillos: el agua de la fuente, los cantos de los niños, el parque o jardín solitario, el camino, las galerías, el crepúsculo…

A pesar de ser —otra paradoja— un consumado lector de filosofía (Platón, Leibniz, Kant, Bergson, Heidegger…), su poesía no es filosófica, tal vez porque detestaba el pensamiento abstracto. Su palabra es sencilla, nítida. Nunca metafísica, en sentido estricto, aunque sí meditativa. Otro síntoma de inquietante actualidad: en su obra, tanto da que poética o prosística, abundan las sentencias, los proverbios y los apuntes, en suma, lo que hoy denominaríamos aforismos. ¿Acaso no han bebido los pecios de Ferlosio, por ejemplo, de las nítidas aguas del Mairena?

A nadie se le oculta que hay una estrecha relación entre esta idea de la literatura y la personalidad de quien la escribe. Por eso desmintió a Ortega, lo de que «El poeta empieza donde acaba el hombre» (que vendría a rebatir la famosa frase de Buffon: «El estilo es el hombre»). Por eso declaró que «toda intuición [poética] es imposible al margen de la experiencia vital» de cada uno.

Dijo de sí mismo que sus aficiones eran «pasear y leer». «Voy caminando solo, / triste, cansado, pensativo y viejo», leemos en Campos de Castilla. Fue «humilde profesor / de un instituto rural». De su torpe aliño indumentario se burló con refitolera gracia Juan Ramón Jiménez en Españoles de tres mundos, que en otro sitio lo tildó de «poetón aportuguesado». Cansinos Assens, de «español antiguo, triste, apático, romántico y pobre». Cernuda, como «un hombre borroso y medio en sombra» y evocó de nuevo el concepto juanramoniano de muerto en vida. Y Rubén Darío abre su «Oración por Antonio Machado» con: «Misterioso y silencioso / iba una y otra vez».

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