Ya no hay locos en las calles. La locura ha pasado de ser una faceta más del poliedro público a ser parte de algo mejorable o tratable; ha atravesado, el estatuto estar loco, una suerte de normalización perdiendo, sin embargo, matices cualitativos en ese tránsito. Estoy convencida, mi infancia en el pueblo hubiera sido diferente —mucho más plana— sin Carmen, Leocadio o Manolito. Todos locos. Y mi vida de adulta también habría sido diferente si no me hubiese topado con la obra —y con la existencia— de Ida Gramcko (Venezuela 1924-1994) y de Alda Merini (Italia 1931-2009). «Durante un tiempo», escribe Jeannette L. Clariond1, «llegué a pensar que a los libros se llega por intuición. Luego me di cuenta de que un libro es un encuentro no fortuito, una casualidad presentida. […] Un libro abre una puerta, y ésa, otras más. […] Pretendemos sostenernos bajo una ilusión: oír lo que queremos oír; pero sucede que esa voz nos deja ver lo que ocultamos. Esa voz, al ser leída, ya nos leyó. Frente a un libro nada se puede ocultar. De ser así, mejor dejarlo de lado. Leer es creer».
Dar cuenta de ciertas experiencias psíquicas limítrofes ha sido un tema recurrente entre poetas. Sin embargo, tanto en Gramcko como en Merini, esa experiencia o, más bien, ese modo de estar sobre el mundo, es su destino; una senda que, por otro lado, bien podría emparentarse con la de otros afines como Blake, Santa Teresa de Ávila, Dickinson, Plath o Pizarnik. Ida Gramcko no solo fue poeta. También consagró su labor al cuento, al ensayo, a la dramaturgia y fue la primera periodista policial de Venezuela. Hay en Gramcko, desde su infancia, una doble sensación que a la larga, estimo, la hace ser la finísima observadora que es. La temprana despertenencia y la incomprensión la llevan a mirar alrededor con una consistencia que, volcada en su obra, puede —al resto de mortales— resultarnos paradójica, pero, lejos de ser pobre, su consistencia paradójica es clave para entender hasta qué punto es capaz de tocar los goznes de la realidad aparente. Recuerda Gabriela Kizer2 en la biografía de Gramcko que, en su jardín, y con apenas seis años, es testigo del florecer de un lirio. Ella corre, se golpea y dice que tiene algo en la cabeza —Tengo una cosa aquí, señala— y necesita decir eso. El caso de tal precocidad es asombroso, no sólo por la profundidad poética en la imagen percibida, sino por el uso que hace del lenguaje para transmitirla: en esas matas de verdosas hojas / como un alma blanca. En cuanto a Alda Merini, a sus ocho años ya leía a Dante y le pedía a su padre que le explicase ciertos pasajes de la Divina Comedia, obra que terminó memorizando, y, en paralelo, según recoge en Delito de vida3: «Me afligía, por así decirlo, el amor tan grande que sentía hacia mis padres; su ejemplo no acababa de sorprenderme y buscaba entender qué era lo que unía a dos seres humanos en un amor tan perfecto». En este punto matizaría más bien el ensalzamiento de la figura paterna frente a la materna, ya que también fue él quien le abrió las puertas de su biblioteca y no la madre, consagrada a las labores del hogar. Responde Carlos Skliar, a propósito de su traducción de La otra verdad4: «Lo que la mantuvo en pie fue la búsqueda incesante de una figura agigantada de protección, de una suerte de Padre que le diese sostén. Y ese Padre, lo sabemos bien, es un símbolo tanto de religiosidad —en el sentido de lo sublime, de lo espiritual, de la ascendencia—, como inmensamente material, en tanto toma cuerpo bajo la forma de una compañía o de una voz cotidiana». Me pregunto entonces de qué modo configuran sus identidades dos seres que, desde la infancia, son capaces de atravesar ciertos pliegues de la realidad y lo hacen, además, en solitario. Mi casualidad presentida en torno a ellas, toma cuerpo a través de la figura del ángel; presente, como un apartado, en Poemas de una psicótica5 de Gramcko, y como elemento fundacional del volumen de poemas La carne de los ángeles6, de Merini —aunque no solo—. «Este Ángel», escribe Gramcko, «no era pues ni un tritón ni un endriago. No poseía nada de monstruo escamoso y reluciente. Porque un ángel es lo mismo que un hombre. No es de tul sino de carne y hueso». Del otro lado: Los ángeles, escribe Merini, «curan las llagas de quien cae / e inconscientemente se lastima por amor / pues el amor, que es la tragedia del hombre, / es también la tragedia divina […]». Qué esconde, qué encarna, de qué modo se traduce esa figura simbólica, más allá de la archiconocida tradición judeocristiana, a través de la cual tendemos cerrilmente a confundir lo religioso con lo espiritual. Porque, ¿no es el cometido de un poeta dibujar más allá de lo evidente? ¿No debería tratar, toda alta poesía, toda alta literatura, de desmembrar la relación unidireccional entre la evocación y el concepto sobre el que esa evocación va a caer? El verdadero Ángel está en la materia,7 y así he creído verlo en mi lectura. Late, en ellas, una necesidad imperiosa y, sin embargo, constantemente frustrada de comunicación con el exterior. Una necesidad malograda de trasladar al resto sus visiones y de que el resto, lejos de juzgarlas —la escucha, en demasiadas ocasiones, enjuicia—, las comprenda. «El alma se enrarecía. Pues me tornaba más espiritual, y desde aquella inmensa ventana, desde aquel gran tragaluz iluminando la sala, solía ver el descenso de los ángeles. Cuando se lo conté al médico, me dio una fuerte dosis de Haloperidol para las alucinaciones», leemos en La otra verdad. La sensibilidad herida es como un tragaluz que nos deslumbra y, sin embargo, pretendemos sostenernos bajo una ilusión: oír lo que queremos oír.
«No se tiene la culpa de amar», escribe Gramcko. «El amor no es consciente. Es un gorjeo, un alarido, un trueno, un silencioso sol, una miseria plana y un milagro. Es un advenimiento, no una búsqueda. Por encima de todas las pesquisas, de todos los que indagan, pensativos, ante una prieta sombra misteriosa, aflora sin reservas, seguro de su luz que no pregunta, como un amanecer espontáneo. Y ya no tengo miedo. […] Pero el amor, precisamente porque resplandece, porque, lo mismo que el amanecer, revela los perfiles de los árboles, es sobre todo entrega. Y por eso, cuando el Ángel me muestra su rostro recorrido por la pátina índiga, humareda que sube a su barbilla cuando triunfa en ardientes espacios, le voy a sonreír y a decir que el dolor ya no salta en mi pecho».
Ida Gramcko y Alda Merini son una brecha, un lugar donde el dolor de la incomprensión —frente a sus lúcidas conciencias— pesa en tal grado que el instinto no tiene más opción que emerger como una suerte de fuerza incontrolable, honesta y bella, que en muchas ocasiones desborda a la propia persona que lo siente. Decía Brodsky que la poesía es un acto de amor y esa figura angelical con la que ambas conversan no es más que el ideal del Buen Oyente, del hombre desprejuiciado que es capaz de acompañar sus voces sin verter un solo juicio. Ese ángel es el anhelo encarnado de la comprensión profunda, una suerte de compañía fingida que las salva a ambas del vértigo de una comunicación imposible. Así, cuando hablamos de la invariable potencia de sus poemas, en el fondo estamos asistiendo al grito que nace de lo inefable y que, por ello, no puede más que conmovernos profundamente, aunque esa conmoción percuta en nosotros de forma inconsciente. «Porque cuando se grita», añade Gramcko, «también se transforma el horizonte. Se convierte en garganta o en eco. El único prodigio es la mano que abarca otra mano. No hay que añadir embrujos. Es suficiente contemplar un semblante deseado, para que un doloroso milagro se produzca: saber que no es bastante el deseo. Basta el amor para el hechizo. Y aun en el dolor, o sobre todo en el dolor, nace lo insólito».
Contradiciendo a Freud, hablaba Jung de los mecanismos compensatorios8. De hecho, comenzó su carrera en el sanatorio de Burgholzli trabajando con cuadros psicóticos. Fue allí donde desarrolló una nueva perspectiva de trabajo, alejada de la catalogación y del diagnóstico cerrado del paciente. Su manera de tratar de comprender el misterio de la locura pasaba por acercarse a la realidad de estas personas acogiéndolas, respetándolas y escuchándolas. De entre sus tantos pacientes, una anciana que llevaba internada más de veinte años, Babette, afirmaba que Nápoles y ella debían proveer al mundo de espaguetis. Y lo que cualquier psiquiatra hubiese tachado de delirio —Freud la catalogó como mujer horrible—, Jung lo llamó mecanismo compensatorio. ¿De qué? Babette, según comprendió Jung, convivía con un innombrado sentimiento de inferioridad y un temor infantil a ser dejada de lado por los demás. Escribe Merini que «los más bellos poemas / se escriben con las rodillas llagadas / y la mente aguzada por el misterio». Quizá ese orbe misterioso únicamente consiste en alimentar nuestra capacidad de descubrir la belleza, en tratar de comprender esa belleza tras el velo aparente de la locura.
1. CLARIOND, JEANETTE; Merini o el natural infierno de vivir, La jornada semanal. 19-06-2022. Nº 376.
2. KIZER, GABRIELA; Ida Gramcko, Biblioteca Biográfica Venezolana, 2010.
3. MERINI, ALDA; Delito de vida: autobiografía y poesía, Editorial Vaso Roto, Madrid, 2018.
4. MERINI, ALDA; La otra verdad, Mármara Ediciones, Madrid, 2019.
5. GRAMCKO, IDA; Poemas de una psicótica, Ed. Diosa Blanca, Caracas, 2018.
6. MERINI, ALDA; La carne de los ángeles, Ed. Vaso Roto, España, 2009.
7. MERINI, ALDA; Delito de vida. Autobiografía y poesía. Editorial Vaso Roto, 2018.
8. JUNG; CARL GUSTAV; El libro rojo, El hilo de Ariadna, 2019.