Gérard Genette explicaba en Umbrales que el texto de una obra literaria, lejos de aparecer desnudo, suele ir acompañado y presentado (porque introducen, pero también porque dan presencia) por una serie de producciones (nombre del autor, título, prefacios, ilustraciones, epílogos, etc.) que nos cuesta identificar como textuales o extratextuales. Son los llamados paratextos, los medios por los que un texto se hace libro y se propone como tal ante el público. Son un umbral, un vestíbulo, como decía Borges, una zona indecisa que es territorio de transición pero también de transacción (dirá Genette: «lugar privilegiado de una pragmática y de una estrategia, de una acción sobre el público, al servicio […] de una lectura más pertinente -más pertinente, se entiende, a los ojos del autor y sus aliados»). Al final de su obra Genette nos ofrece un eslogan que sirve como resumen de un principio válido tanto para el autor como para los lectores: «¡cuidado con el paratexto!». Con cuidado iremos, Gérard, para hablar de algunas obras narrativas recientes en español a las que se accede por umbrales sospechosos. Porque en la literatura actual, como en la clásica, es habitual la falsificación de los paratextos, su uso desviado, su cambio de funcionalidad principal, su ficcionalización.
Entre los numerosos casos de estos juegos paratextuales son especialmente interesantes aquellas narrativas donde estos no son la continuación de un tópico o la repetición metódica de un recurso, sino que contribuyen a llevar lo literario al precipicio, a apostar todo al rojo o al negro: recursos clásicos para arriesgar. En este contexto, dos obras atrevidas en la narrativa de 2022 son El modelador de la historia, de J. Casri (Piel de Zapa) y Circular 22, de Vicente Luis Mora (Galaxia Gutenberg). Ambas tienen en común ese atrevimiento audaz para hacer algo distinto: son mosaicos con infinidad de teselas, recopilan historias con distintos marcos y narradores, juegan con la disposición del material en la página, las notas al pie, las notas a las notas, lo visual, los juegos autoriales, los paranarradores, la multiplicación del relato. En definitiva, se guían por el principio clásico de la varietas, la variedad estética que pretende dar cuenta de la amplitud y la mutabilidad del mundo.
En su abanico de técnicas las dos coinciden en que se presentan como una edición anotada, como las ediciones académicas de obras canónicas con aclaraciones y presentaciones de expertos. Esto se manifiesta, si no en la cubierta de las obras, sí en la portada de ambas: bajo el título de Circular 22 aparece «Edición de Monika Sobołewska», y bajo el de El modelador de la historia se apunta entre paréntesis «(edición anotada)». En esta última, al contrario que en la de Mora –de vuelta en la academia y de la academia-, no se señala la autoría de las notas, como si la novela quitara importancia a la voz experta, o, por el contrario, no se sintiera digna aún de ser objeto de análisis de la voz autorizada del crítico universitario. Por si queda duda de si en la novela de Casri la identidad de la voz anotadora es la misma que la del autor del texto, las propias notas nos la resuelven, pues en algunas de ellas la nota enmienda la plana al texto o el narrador («Esta afirmación no es del todo exacta», comienza la nota 3 de la página 27). Esta falta de entendimiento entre el texto y la nota al pie o sus enunciadores llega a su máxima expresión en Circular 22, cuando la nota de la editora hace detonar al autor en ese margen inferior, ese umbral, y se produce una discusión entre ambos:
«Por testimonios de sus amigos, me consta que en la primera redacción había elementos de la vida privada de Mora que en éste decidió dejar fuera de la versión final, lo que parece contradecir su voluntad de no “retocar”.
[N. del A.] Eliminar no es retocar, querida, es sólo reducir la extensión del borrador de trabajo.
[N. de la E.] Eso lo dirás tú.
[N. del A.] Pues claro que lo digo yo, para eso soy el autor. Te ruego que borres estas notas al pie de la versión final.
[N. de la E.] Lo haré, te lo prometo». (Eppur si muove).
En cuanto nos damos cuenta somos abducidos por la extrañeza de esta entrada abrupta al Texto con mayúscula, pasamos a ser parte del juego y quedamos atrapados en la telaraña de la ficcionalidad. Parece, desde luego, una toma de postura, una reivindicación de la ficción en tiempos de acaparamiento de lo biográfico y memorialístico, del auto (de papá) o el de cuatro corazones con freno y marcha atrás
El diálogo parece llegar incluso a producirse entre las obras de Mora y Casri, aunque sepamos que es poco probable que sea intencionadamente. La de Vicente Luis Mora dice, para explicar la volatilidad de la figura inaprensible y proteica del autor -por eso uno de los paratextos es la «Nota de los autores», en plural-: «Crecemos y cambiamos, nuestras células cambian por completo, salvo algunas neuronas, cada siete años. Serás diferentes personas, en ese tiempo. La espera augura la poligénesis». Y una nota al pie de la novela de J. Casri contesta (ejem): «Esta convicción de 7 años todavía está presente en la actualidad, a menudo referida como un hecho científico sobre la regeneración celular pese a que cada célula tiene un ciclo de regeneración diferente. También se creía como hecho científico que las únicas células que no se regeneraban eran las neuronas. Esto también es falso». Ya lo dice Mora en una nota al pie citando a David Foster Wallace (a quien Casri sin duda sigue también, especialmente en esas páginas de notas en el propio texto donde tortura al maquetador): «No os preocupéis por las notas al pie de página». Pero hombre, un poco sí que nos preocupamos, porque algo huele a podrido en Dinamarca (por seguir con el poso shakespeareano de la novela de Casri). Es decir, que tarde o temprano el lector se da cuenta de que esas notas son parte de la creación de Vicente Luis Mora y J. Casri, y no de ninguna joven académica polaca ni de ningún anotador externo del texto. En el caso de Mora la sospecha lleva a buscar en internet a la anotadora, que no aparece en la red más que en el contexto de esta obra, además de que poco a poco la supuesta editora se va haciendo puntillosa y rebelándose contra su autor, hasta llegar, en el epílogo crítico final, a una exégesis de la obra que a ratos parece parodiar la escritura académica. Si a esto se le suma el conocido gusto de Mora por los hoax (recordemos aquella Quimera 322) y los falsos paratextos (Centroeuropa tiene notas al pie de una supuesta traductora de la obra, Fred Cabeza de Vaca comienza con una introducción de la pretendida autora de la biografía que se supone que es la obra, Alba Cromm se presenta como una revista para hombres y su portada y el índice son los de esa supuesta revista que luego leemos) no hay lugar a duda: Monika Sobołewska es una ficción, y por tanto su introducción, sus notas al pie y su epílogo son paratextos falsificados, en cuanto ya no son ese espacio liminar entre el exterior y el interior del texto, sino que, aunque sí lo presentan, son parte del texto mismo, de la obra literaria y no de sus afueras (su peritexto). Lo mismo ocurre con las notas en la novela de Casri: su ficcionalidad, y por tanto su identidad propiamente textual, se pone de manifiesto en aquellas cuyo contenido mismo es ficción, como la nota que comenta los libros publicados por el personaje de Daniel y su repercusión (Circular 22 también tiene parte de esto, pues entre sus innumerables citas de autores y bibliomaquias, como las llama -estos tejidos de citas como forma de arquitectura textual que se ven también en Barra americana, de Javier García Rodríguez, por ejemplo- están incluidas presuntas citas de obras del protagonista de otra de sus novelas, Fred Cabeza de Vaca. Son, de alguna manera, el reverso complementario de esa tradición de obras que son exégesis de textos inexistentes. Citaficciones y bibliograficciones, podríamos llamar a esas referencias ficticias. Este es un punto en común con una de las novelas más destacadas de 2022, que también comienza con una citaficción. Los puntos ciegos, de Borja Bagunyà (Malas Tierras), traducida del catalán por Rubén Martín Giráldez e igualmente repleta de notas al pie y de parodia académica, tiene un exergo de un tal Nolavis («Por todas partes buscamos cosas y solo encontramos absolutos») que dice justo lo contrario que una cita de Novalis («Por todas partes buscamos absolutos y solo encontramos cosas»), trastocando el sentido con un quiasmo en la oración de la misma forma que descoloca las sílabas del nombre. Es una buena declaración de intenciones, desde esta salida neutralizada, para una novela sobre la deformación del lenguaje y los absolutos donde la forma nunca es fórmula, todo es excesivo, y el estilo, la imaginación y la ficción hipertrofiados pueden ser acusados por igual por tráfico de influencias o de anabolizantes.
Lo que nos demuestran estas obras con paratextos falsificados es un triple salto: por un lado, la voluntad lúdica que hay en esta falsificación de los paratextos. No pretenden engañar realmente a nadie, sino, por el contrario, hacer cómplice al lector de una broma que solo funciona con él. No en vano todas las obras que comentamos son tan exigentes como agradecidas con el lector. Genette detectó ya en sus Umbrales las coqueterías que serían estos usos ingeniosos. Por otro lado, estas zonas periféricas apropiadas por el autor son casa tomada, territorio conquistado para la ficción. Es la ficción dando un golpe de estado, colonizando espacios, iniciando la batalla cuando estamos aún un pelín desprevenidos, un poco desarmados, sin haber acabado de rubricar un pacto ni haber activado del todo la suspensión de la incredulidad. En cuanto nos damos cuenta somos abducidos por la extrañeza de esta entrada abrupta al Texto con mayúscula, pasamos a ser parte del juego y quedamos atrapados en la telaraña de la ficcionalidad. Parece, desde luego, una toma de postura, una reivindicación de la ficción en tiempos de acaparamiento de lo biográfico y memorialístico, del auto (de papá) o el de cuatro corazones con freno y marcha atrás. En el caso de Mora es evidente su defensa a ultranza de la imaginación creadora frente a otro tipo de planteamientos (como se ve en su ensayo La huida de la imaginación), en el de Casri, su novela trata explícitamente esa división aristotélica entre poesía e historia. Por último -triple salto- la falsificación paratextual sitúa a los autores actuales que la practican en una tradición, una que quieren reivindicar y que a la vez sirve para reivindicarse. Es la tradición de Cervantes, Walter Scott, Sterne, Nabokov, Iris Murdoch, Marguerite Yourcenar, Borges, Umberto Eco, Vila-Matas, etc.
Todo son ventajas, pues. Por eso quizá abunden los ejemplos en nuestra narrativa reciente. Las notas de un fingido editor aparecen en obras como Mutatis mutandis. Hacia una hermenéutica transficcional de las narrativas mutantes: de Propp al afterpop (o «nocilla, qué merendilla»), de Javier García Rodríguez (Eclipsados, 2009), en este caso unido a otras notas, las del supuesto autor. Decimos supuesto porque en esta obra, como en tantas otras, el paratexto falsificado está conectado al recurso del manuscrito encontrado, de modo que no solo hay unas notas de un editor que no es tal, sino que el libro se presenta con una carta de la viuda del autor a un editor soriano, a quien le manda todo lo que ha encontrado tras la muerte de su marido, recopilado por ella y por su amigo JGR (las iniciales del autor real). Ese mismo año Javier García Rodríguez, genio y figura donde los haya, abría su recopilación Líneas de alta tensión (Literatura crónica que viene a cuento) con una «Carta-prólogo» de una tal Kobi Parris al autor, y esta contiene su negativa a escribirle un prólogo para ese libro. Esta Kobi Parris es, cómo no, un personaje de ficción que recorre además varias de las obras del autor. Hay otras variantes del manuscrito encontrado adaptadas a estos tiempos modernos, o a los futuros: Manuel Vilas comienza Los inmortales (Alfaguara, 2011) con un texto firmado por Aristo Wilas, Jefe Supremo de Arqueología Terrestre y de Inteligencia Histórica en los Servicios Especiales de la Galaxia Shakespeare, fechado el 31 de febrero de 22011 (sic): «este manuscrito encontrado en una reciente y ultimísima exploración terrestre de cuyos detalles tenéis todos los pormenores en la carpeta que os acabo de entregar -allí se explica la localización exacta de las ruinas funerarias en donde fueron halladas estas páginas- debe ser destruido». Vilas ya había utilizado un recurso parecido en Aire Nuestro (Alfaguara, 2009), donde el texto inicial de presentación y el índice sirven para justificar que las piezas que componen el conjunto forman una novela, y no una serie deslavazada de fragmentos. También se ve la ficción en la cronología futura en el epílogo académico de Aixa de la Cruz a El aliado, de Iván Repila (Seix Barral, 2019), fechado en 2046 y que tiene cierto punto de parodia, como el de Mora, pero falsificando la temporalidad en lugar de la autoría. Otra novela con manuscrito encontrado que genera paratextos falsificados es El ladrón de morfina (451 Editores, 2010), de Mario Cuenca Sandoval, donde el supuesto autor, S. K. Caplan, es a su vez un personaje de la obra. La portada, la noticia del autor, las ilustraciones y las notas al pie del traductor son falsificaciones que enmascaran una autoría ficticia textual y paratextual -el ilustrador es supuestamente el propio autor apócrifo- y una degradación del autor fáctico al papel de traductor. La biografía del autor, aunque sea del real, da juego también a fantasías y dislocaciones temporales: en Taller de chapa y pintura (Barrett, 2022) la biografía de las autoras, @MESTIZORRAS, relata cómo se conocieron en una performance de Mata Hari a comienzos del siglo XXI pero «decidieron asociarse tras presenciar un show de escapismo de Houdini en Broadway allá por 1920» o cómo dieron con el último espécimen de dragón conocido en el mundo. Hay otras variaciones que implican a agentes externos, como las falsas citas de críticos literarios reconocidos -o al menos reconocibles- alabando la novela en el inicio de El rey del juego (Anagrama, 2015) de Juan Francisco Ferré, que demuestra desde el umbral que el rey del juego es él mismo. De hecho, en una novela anterior, Providence (Anagrama, 2009), había utilizado ya el recurso del manuscrito encontrado, en esta caso en forma de guion y cinta de video. El elemento audiovisual es el que destaca igualmente en una novela muy cercana en el tiempo a esta última, Los muertos (Mondadori, 2010), de Jorge Carrión, que está formada por dos partes narrativas que son una serie de televisión llamada Los muertos, escrita por los ficticios guionistas Carrington y Alvares, y por dos ensayos analíticos que siguen y analizan críticamente las partes narrativas y que van firmadas por tres críticos que son personajes de ficción, aunque Martha H. De Santis sea la supuesta autora de la novela oficial homónima basada en Los muertos y los nombres Jordi Batlló y Javier Pérez se parecen ligeramente (ejem) a Jordi Balló y Xavier Pérez, profesores expertos en narrativa audiovisual en la Pompeu Fabra, como Carrión, y autores de El mundo, un escenario. Shakespeare: el guionista invisible, obra que podría dialogar con Teleshakespeare, de Carrión. Los textos de estos críticos, pese a su juego ambiguo con lo real, se presentan de forma totalmente seria y verosímil como exégesis, excepto porque su datación es posterior a la fecha de publicación del libro. Otro tipo de exégesis, pues más que analítica es paródica, insolente y boicoteadora, es la del pretendido lector que va comentando ¡Otra maldita novela sobre la Guerra Civil! (Seix Barral, 2007), de Isaac Rosa, nueva edición de su novela La malamemoria con estos añadidos críticos, a los que sigue el juego la «Advertencia» del autor al inicio de la novela, mostrándose atónito y ofendido y pidiendo que los lectores nos saltemos esos fragmentos.
Son solo algunos ejemplos, de los innumerables posibles, de cómo el vestíbulo de ciertas casas de citas o edificios literarios de usos múltiples no es lugar para acercarse con inocencia. Todo el mundo es sospechoso y a la vez se siente vigilado por el panóptico, leer siempre ha sido una actividad de riesgo. Recordaremos el eslogan antes de llamar a la puerta de cualquier libro: ¡Cuidado con el paratexto!