Todo empezó con una flor en un patio del Ensanche. En su casa natal de la calle Bailén de Barcelona, Montserrat Roig descubrió que la cuadrícula de líneas rectas de la ciudad también es paisaje, que el catalán prohibido en el colegio también es una lengua literaria y que el terreno difuso entre la verdad y la mentira se llama literatura. «Todo empezó en el patio familiar, bajo el cielo cuadrado del Ensanche, donde las adelfas eran venenosas», recuerda en Dime que me quieres aunque sea mentira. Le habían prohibido tocar la flor de la adelfa bajo peligro de muerte: «Y un día en que quise morirme comí unas cuantas flores de adelfa. Y no me morí. Quizá entonces descubrí que los adultos mentían, aunque sus mentiras pudieran ser muy dulces». Y descubrió también que su casa, su barrio, su ciudad, su «patria», contenían un universo literario. Uno plagado de galerías interiores, de plataneros en las calles, de dragones modernistas en las barandillas, de olores a col hervida y a pescado frito en los patios de vecinos. En él, aprendió el poder de dar nombre a las cosas. «Primero, pertenecemos a una casa. Después conquistamos la calle», escribe Montserrat Roig. En su caso, primero, nació en 1946 de madre escritora, feminista y republicana y de padre abogado, escritor y regionalista y fue la sexta de siete hermanos. Después, Barcelona.
Para ir al colegio de la Divina Pastora, Montserrat Roig solamente tenía que cruzar la calle, pero una distancia de unos pocos metros suponía un cambio total: «La revelación de que existía una lengua “real” me llegó a los cuatro años, cuando las monjas me obligaron a leer unas palabras que no entendía». Su catalán, en los 50, no le servía para comunicarse fuera de casa en un entorno en el que se había impuesto el castellano. Las cosas ya no tenían un nombre claro. Escribe Roig: «Creía que las monjas inventaban una lengua para dominar el territorio de mi yo y mis palabras». Escribiría siempre en catalán, haciendo uso de un razonamiento impecable -«primero, porque es mi lengua; segundo, porque es una lengua literaria y, tercero, porque me da la gana»- y fue testigo y parte en la reconstrucción y normalización de su lengua, un proceso complejo y a veces contradictorio. Como catalanoparlante, se reconoce «esquizofrénica, enferma de lenguas» más que bilingüe. «Soy más yo cuando hablo la lengua de los míos, cuando elijo el habla. En castellano, me siento como si estuviera al otro lado del tamiz», admite.
En 1971, con 24 años, la entonces recién doctorada en Filosofía y Letras escribió una serie de cuentos que agrupó bajo el título Molta roba i poc sabó… i tan neta que la volen y presentó al premio Víctor Català. Lo ganó. «Voces sensatas hablan de mí como una promesa. Solo les recomiendo calma y que me dejen hacer. Escribo en una lengua a medio nacer y vivo entre el caos y la soledad». Dieciocho años después, Roig escribió su última obra narrativa de ficción, el libro de relatos El canto de la juventud (1989). Entre una y otra obra está comprendido todo su universo literario, compuesto siempre por las mismas familias de ese Ensanche barcelonés en el que se crió, a las que acompaña a lo largo de la entrada del siglo XX, la guerra civil, el franquismo y la transición. Del «casarse bien» al desencanto. De las noches en el Liceo a las asambleas del Partido Comunista.
En una entrevista con Josep Maria Espinàs en el programa Identitats de TV3, en 1988, Montserrat Roig reconoce que sigue viviendo en el Ensanche porque «es decadente»: «Me gusta porque antes era donde vivía la gente que tenía mucho dinero. Después se fueron. Es un barrio que respeta mucho la vida privada de la gente». Tras los muros de las casas que en otro tiempo fueron señoriales viven en los 70 familias venidas a menos, viudas casi arruinadas, personas solas «con los bolsillos vacíos pero el señorío hasta el fin». Se vive de puertas adentro. Escribe Roig que la gente del Ensanche «sonreía por la calle, inclinaba ligeramente la cabeza al saludar a los vecinos, mentía con agrado, se desconocían entre sí». Como su propia abuela, de quien habla con Espinàs como «una señora del Ensanche, la última señora que llevó sombrero y bastón por Barcelona».
Patrícia Miralpeix también es, a su manera, «una señora del Ensanche», aunque no naciera en la ciudad, sino en el campo. Casada con un poeta remilgado, limitada durante años a la casa, las amigas, las meriendas en el Núria, pero liberada -y algo alcohólica- al quedarse viuda, es uno de los personajes preferidos de la propia Roig y el que mejor representa a esas señoras que le fascinaban y por cuyas vidas se preguntaba. Ni Patrícia ni ninguno de los personajes de Roig está anclado en el momento puntual de una novela, sino que el lector los ve crecer, enamorarse, separarse, deprimirse, revivir, mientras se asoman a lo largo de toda la obra; pasan inesperadamente a primer plano o se apagan, son para el resto de personajes un ejemplo de cómo vivir, o de cómo no hacerlo. Una red que parece salir de la literatura, un mapa de relaciones familiares, amorosas, vecinales.
Desde cualquiera de los puntos de ese mapa se tiene una vista privilegiada de una Barcelona en cambio constante, la ciudad en la que viven, en Ramona, adiós (1972) Mundeta Jover, Mundeta Ventura y Mundeta Claret. Como en una revelación, abuela, madre e hija se descubren a sí mismas como mujeres libres con el telón de fondo de tres momentos históricos: el inicio del siglo XX, la guerra civil y la lucha universitaria contra el franquismo. Tres generaciones que también se observan entre ellas, se generan mutuamente intriga, rechazo, incomprensión, amor. La Mundeta joven «sentía una irreprimible curiosidad por la vida de la abuela: la imaginaba llena de misterios, de joyas, de perfumes, de secretos de alcoba, de palabras a medio decir, de revelaciones trascendentales». De su madre, se pregunta por qué insiste en contar historias de la guerra.
Olor de guerra y el imposible «tiempo de cerezas»
La señora Miralpeix y las Mundetas viven, aunque de diferentes formas, la guerra civil española. Les marca «aquel olor a muerto, a sangre coagulada, sin limpiar, a sudor, a corrupción, el olor de la guerra». La Mundeta mediana recuerda el día en que fue al depósito de cadáveres a buscar a su marido. Un viejo anarquista, que también esperaba no reconocer entre los muertos a un familiar, se lamenta: «Y otra vez, la guerra, que nos durará toda la vida, su recuerdo, toda la vida nos reconcomerá, como la carcoma, a nosotros y a nuestros hijos, y quién sabe si a nuestros nietos». Y vaticina también: «Un día, ¡bum!, saltará todo por los aires, y quizá será la generación que vendrá después de la generación de los más jóvenes de ahora la que hará ruido». Es el ruido que hace, décadas después, la Mundeta joven, que participa en las asambleas antifranquistas en la universidad. O Natàlia Miralpeix.
En Tiempo de cerezas (1977), Natàlia vuelve a Barcelona después de doce años en el extranjero, y parece que las cosas hayan cambiado en España para que nada cambie. Natàlia es fotógrafa, Natàlia ha tenido varias parejas, Natàlia ha abortado. Es una mujer moderna: ya no espera casarse bien, ni merendar en el Núria mientras habla de ropa y peinados. Pero vuelve a una España que acaba de ejecutar al anarquista Salvador Puig Antich, y en la que su familia se ha convencido que se puede vivir bien con dinero, aunque sea sin libertad. Tiempo de cerezas es el Nada de los estertores del franquismo: Natàlia ha vuelto a un lugar que ya no es suyo, donde no encaja y en el que no se implica, después de años fuera en los que «sólo había conocido desarraigados como ella, gente perdida que huía de ciudades hundidas». Dice que no le pasan cosas, que ve las cosas pasar, como la Andrea de Carmen Laforet, y Barcelona se presenta como una ciudad en ese claroscuro que Gramsci ubica donde el viejo mundo se muere y el nuevo tarda en aparecer. El viejo mundo se muere: en un capítulo de Tiempo de cerezas, la cuñada de Natàlia organiza una cita de Tupperware con sus amigas. El nuevo mundo tarda en aparecer: en ese mismo capítulo, las amigas acaban montando una orgía en el salón. Hay clandestinidad, y asambleas, y jóvenes poetas revolucionarios, una nueva realidad para la que también hacen falta nombres. Y un «tiempo de cerezas» como un futuro inalcanzable, utópico, en el que no hay ataduras ni penas.
En La hora violeta (1980) ha llegado la democracia. «Tuvo que llegar la democracia para que nos sintiéramos expulsados de la política», escribió Rafael Chirbes en sus diarios, y es una frase que podrían firmar los personajes de esta tercera novela de Montserrat Roig, que ven cómo sus energías se desvanecen, cómo las traiciones y los debates interminables ocupan el lugar de la lucha, cómo los ideales se vacían de contenido. Del comunismo al desencanto. «Dijiste, ya verás, transformaremos nuestra historia, y yo pensé, el maldito marxismo, que nos obliga a transformar lo que ya se ha muerto, es decir, la ilusión». Natàlia reaparece en La hora violeta como una mujer ya madura que se ha dejado llevar por una pasión desenfrenada por un hombre casado, un comunista, un hombre de partido. Con él, Natàlia se da cuenta de que «cuando los militantes más abnegados dicen “el Partido”, nunca se refieren a sí mismos, sino a una especie de magma que se cierne sobre sus cabezas, un magma sin rostro concreto». «Y, ¿cómo podemos luchar por una masa sin rostro?», se pregunta. A pesar de que Franco haya muerto, el dolor continúa, reconoce Natàlia: «Franco está dentro de mí, se me aferra como una babosa. La vieja y reseca piltrafa no se acaba de morir. Me hace daño».
Mujeres que se guiñan el ojo
Este viaje al desencanto de Natàlia lo hace de la mano de Norma, trasunto de la propia Montserrat Roig. Norma es periodista, tiene dos hijos y «fue educada en los principios trasnochados del Ensanche». Para Natàlia, que la envidia, es «mentirosa y frívola y habría sido capaz de matar a su madre con tal de dejar para la historia una frase brillante». Natàlia y Norma hacen visible un modelo de amistad femenina que ya quedaba esbozado con las Mundetas y sus amigas, pero que la modernidad permite perfilar mejor: el de las mujeres feministas que se enfrentan juntas a sus propias contradicciones, que deciden no idealizar al género femenino, que se descubren fuertes. Las mujeres de La hora violeta están repensando, rehaciendo, su relación con unos hombres de izquierdas sumidos en el desconcierto. «Hay hombres que, como tú, parece que estáis aprendiendo a darnos la razón. Os habéis replegado hacia la retaguardia. Como si no estuvieseis en vuestro terreno. Pero os sentís incómodos en él», le reprocha Natàlia a Jordi.
«Hoy las mujeres hemos descubierto la amistad entre nosotras, la complicidad, el secreto por fin compartido. Hablamos en voz alta, hemos dejado de cuchichear», escribe Montserrat Roig en Dime que me quieres aunque sea mentira (1991), un compendio de ensayos sobre feminismo, literatura y la ciudad y el último de los libros de la autora que vio la luz antes de que muriera de cáncer ese mismo año, a los 45 años. En 1991, el feminismo ha dado lugar a una incipiente hermandad, y también a esa realidad quiere Roig darle nombres, ponerla en palabras. «Las mujeres que escribimos hoy, sin miedo a considerarnos a nosotras mismas escritoras, nos guiñamos el ojo a través de los papeles», por fin, parece querer decir. Se aflojan los grilletes, se resquebrajan las cadenas. La palabra de mujer «se esfuerza por volar sola, aguijonea, busca su propio latido, consciente de que la imitación la conduce al vacío» Las mujeres reales, «desgajadas de las imágenes míticas femeninas, tampoco son inéditas. Ni inocentes».
Montserrat Roig utiliza Dime que me quieres aunque sea mentira para responder a todas las preguntas que nunca le hacen en las entrevistas: las que tienen que ver con el oficio de escribir. Escribe, dice, porque «si no contempláramos la vida como representación, no la resistiríamos». Escribe y no puede explicar por qué: «No podemos elaborar ninguna teoría». Escribe para explicarse su propia vida, convencida de que «cuando un escritor recuerda la infancia pone en orden su vida. Y se la inventa». En definitiva, escribe porque le da la gana: «Sin demasiados aspavientos, continúas exigiendo esta pequeña libertad, desprestigiada, solitaria, poco rentable». La de los niños que aprenden a nombrar las cosas, convencidos de que «“árbol”, “casa”, “muñeca” son más poéticos que “deseo”, “felicidad” o “amor”». Pero también la del mundo de mentiras de los adultos. Para Roig, la mentira es un recurso literario, como lo es la exageración. «Si digo que una vieja tiene trescientos cincuenta años, todo el mundo sabe que eso es imposible, pero a la gente le gusta imaginarse que la vieja que tiene ochenta años hace trescientos cincuenta que está viva», cree la autora.
Si hay dos ejemplos claros de esa exageración en la obra de Roig son los personajes de la señora Altafulla en La ópera cotidiana (1982) y de Alpargata en La voz melodiosa (1987) las dos obras que, sin estar al margen de la saga de las Mundetas, Natàlia y Patrícia Miralpeix, se separan argumentalmente más de ella. La señora Altafulla vive voluntariamente recluida en su casa. En su cuarto, ha montado el decorado de una ópera, se viste de noche para escuchar La Traviata metida en la cama, y cuenta una y otra vez la misma historia de amor apasionado con un coronel, una historia folletinesca, de noches de tormenta y miradas intensísimas. También Alpargata, en La voz melodiosa, vive recluido en casa hasta que cumple la mayoría de edad. Su abuelo, un burgués republicano que no puede soportar el triunfo de los nacionales, busca «salvarlo de los males exteriores mediante el lenguaje poético» y lo educa, aislado, en la poesía, la literatura y los idiomas. Alpargata es feo, monstruosamente feo, casi deforme pero, como el hombre elefante, como la criatura en Frankenstein, quiere hacer su vida en sociedad. Y la hace, y entiende que «el amor absoluto», sobreprotector, como el de su abuelo, «siempre es un amor equivocado».
«Olvidar los campos nazis, olvidar el amor»
El joven monstruoso se enfrenta a una época en la que «el sufrimiento era ridículo, todo debía tener una explicación» «Si la gente no tiene casa, en los libros se explicaba el porqué. Si son los pobres los que mueren en las riadas, en los libros encontrabas la clave. Si la gente no tiene trabajo, los libros te revelaban la razón. Los libros te calmaban. Los estudiosos de las miserias nos eran de suma utilidad». La obra periodística de Montserrat Roig no está formada por esos libros que calman, porque en su no ficción no hay explicaciones sencillas, ni cronologías, ni causa y efecto. Pero sí formas de nombrar lo complejo, lo lejano, lo doloroso, lo traumático.
En 1973, en un autobús repleto de escritores antifranquistas que van a fundar una asociación de autores catalanes, Josep Maria Benet i Jornet le pasó un brazo por la espalda y le dijo que había que hacer un libro sobre los catalanes en los campos nazis. En un artículo en el diario Avui, en 1990, recuerda que no le preguntó de dónde sacarían el dinero para viajar en busca de testimonios. «Al principio, él iba trayendo los “calés” para escribirlo. De dónde, no lo sé. Pero recuerdo que, un atardecer barcelonés, él me dijo que el dinero se había acabado. Muchos de los que él creía que nos ayudarían se habían negado. No le pregunté si se negaban porque trataba de gente que, además de catalana, era roja. Esa noche, Josep Benet temblaba. No sé si de asco», relata. Al final, llegó un cheque de Josep Andreu Abelló, uno de los fundadores de Esquerra Republicana de Catalunya. Montserrat Roig hizo varios viajes para entrevistarse con los supervivientes, pero nunca pisó un campo de concentración. «Es que no puedo, no puedo (…) Tengo la sensación de que no lo soportaría», admitió en la entrevista con Josep Maria Espinàs. Pero entrevistó a 50 personas que fueron deportadas a estos campos y recogió sus voces en una obra que está a medio camino entre el periodismo y la historia. «Más que un libro periodístico, habría que hacer un estudio psicológico», llega a decir en una carta a Benet i Jornet. También, que con cada nuevo testimonio se deprimía cada vez más. En La hora violeta, su alter ego en la ficción, Norma, solo quiere recuperar la paz interior después de escuchar historias de muerte y tortura de los deportados: «Hay que olvidar los campos nazis, olvidar el amor». Els catalans als camps nazis iba a publicarse en Francia porque Franco «parecía que no se acababa de morir, que no había manera», como le cuenta a Espinàs. Pero, muerto el dictador, vio la luz bajo el sello de la editorial catalana Edicions 62.
«Hoy nadie escucha a los notarios. No hay recompensa para los que dan fe de los datos», lamenta en La aguja dorada (1985). En 1980, la editorial Progreso, de Moscú, encarga a Roig un libro sobre el asedio de Leningrado por los nazis. Vivió en la actual San Petersburgo dos meses, durante los que dio forma a Mi viaje al bloqueo, el resultado del encargo, repleto de testimonios de supervivientes del asedio e historiadores. Pero la resistencia de la obra periodística de Roig a ofrecer respuestas sencillas la llevó a publicar, en 1985, La aguja dorada, una crónica periodística, histórica y viajera de una ciudad que la enamoró. Con sus paseos por la avenida Nevski, la recuperación de la contradictoria vida de Aleksandr Pushkin y la resistencia al asedio sexual de su guía, Nikolai, que «pretendía ser como un segundo Rasputín», Roig construye un libro que trasciende cualquier encargo, una obra de género híbrido, libre, que cosechó mucho más éxito que Mi viaje al bloqueo. En Leningrado, ejerce el periodismo de caminar y preguntar, de mirar y recordar. El único periodismo realmente posible. «Tenía miedo de pasar por aquel país sin retener las “cosas” y no los hechos; las personas y no las fechas; la vida y no la Historia, sin pisar las calles con la mirada de los pies, de verdad, cuando los pies te hacen de ojos y te conducen hacia algo que desconoces, pero que eliges inconscientemente», escribe en La aguja dorada. Con la mirada de los pies y sin dejar de hacerse preguntas, trabajó un tiempo en Televisión Española y entrevistó a personalidades del mundo de la cultura en Personatges. Sus columnas en El Periódico de Catalunya, que dieron lugar al libro recopilatorio Melindros, y en el Avui, recogidas en Un pensament de sal, un pessic de pebre, son muestras de un columnismo vivo, sencillo, literario. Su última columna se publicó el 9 de noviembre de 1991. Murió el 10 de noviembre.
Montserrat Roig es consciente de que «escribir es un privilegio». Su Horaci Duc, otro de los protagonistas de La ópera cotidiana, se arranca a teorizar ante Patrícia Miralpeix sobre la literatura y cree que «hay muchas clases de escritores». «Quiero decir, que hay algunos que lo pasan muy bien contando historias imaginarias, que es una manera de salir de uno mismo. En cambio, hay otros a los que les gusta confesarse, replegarse dentro de sus propias obsesiones. Y hay, también, un tercer tipo de escritor, que es el que a mí me gusta más: el que disfraza sus propios temores a base de inventarse personajes que, a primera vista, parecen inverosímiles». Montserrat Roig es la suma de los tres: la que inventa la historia imaginaria de un niño deforme que sale al mundo, la que se convierte a sí misma en un personaje «capaz de matar a su madre con tal de dejar para la historia una frase brillante», la que se inventa a una mujer inverosímil que hace de su vida una ópera desde su habitación. «Se necesita una predisposición especial para mirar, tocar, oler y escuchar como si fuese nuevo lo que a primera vista parece viejo, repetido, agotado», escribe en Dime que me quieres aunque sea mentira. También la propia casa, también la propia lengua, también la historia reciente. Y añade: «Hace falta mucho aerobic mental para volver a la capacidad de maravilla del niño», al placer de nombrar la realidad y de jugar con el nombre de las cosas. Y nada más. No hay trucos de magia, ni recetas infalibles, ni motivaciones ocultas. «Escribir es ir escribiendo».