POR ANTONIO RIVERO TARAVILLO
© Cortesía FIL Guadalajara/ Nabil Quintero

Dijo Federico García Lorca que «el español que no conoce América no sabe lo que es España», y esto es algo que se percibe, en lo concerniente a los libros, cuando se recorre la FIL, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Allí se da uno cuenta del alcance de la cultura española ensanchada en la hispanoamericana. Sirve además para ver en proporción (meter en cintura podríamos decir frente a cualquier veleidad de desaforo chovinista) lo que son hoy españoles e hispanoamericanos: no unos civilizadores de otros, sino hermanos por razones de sangre y de cultura, de tradiciones y de un impresionante Amazonas literario, de un vasto Río de la Plata en cuyas aguas se deslizan poesía, narrativa, crónica y ensayo de muchas naciones entre las que hay grandes diferencias atenuadas por el común denominador de la lengua compartida.

Fue eso lo que sintió Luis Cernuda (gran amigo de Lorca que, al sobrevivirlo, tuvo que cambiar España por la América en la que triunfó este) al cruzar la frontera de México por primera vez en 1949 procedente del norte anglosajón y sentir, como un colibrí o una mariposa Monarca revoloteando junto a sus oídos, el español hablado, de la calle, con un acento nuevo. Lo plasmó con gran belleza emocionada en su libro de 1952 Variaciones sobre tema mexicano.

En la FIL, un invento de hace ya más de tres décadas cuyo eureka exclamó Raúl Padilla, su eterno presidente hasta que murió, y en el cual persevera, tras otras directoras, la energética Marisol Schulz, se comprende la gran vitalidad de la comunidad cultural hispanoamericana. Y escojo aquí la palabra «cultural» porque no es únicamente literaria: la historia, la filosofía, las ciencias y las artes están también muy presentes en el vasto programa de la FIL, desde los libros que se ocupan de esas disciplinas.

Porque el asombroso, por inabarcable, plantel de actividades de la FIL lo toca todo, y con una no menos pasmosa asistencia de público. Cuando en España los estudiantes universitarios dan a conferencias, presentaciones y actos parecidos cada vez más la espalda, allí los respaldan, les dan su espaldarazo, concurriendo a estos, además, los alumnos de las secundarias y la preparatoria. Las colas cuando se abre el público son muy largas, los salones están atestados, las compras (no solo en las firmas de los más conocidos) muy cuantiosas. Y cómo olvidar Ecos de la FIL, el sistema de encuentros con escritores en escuelas de todo Jalisco, que a mí me ha llevado a las localidades de Ocotlán y Zapotlán el Grande, patria de Arreola.

El problema del asistente a la FIL (junto a los atascos en las avenidas que llevan a ella, pero esto es testimonio de su éxito) es decidir a qué ir y a qué no, deshojar la margarita y arrancar muchas actividades que nos interesan pero que, por coincidir con otras, exigen una dolorosa y difícil decisión. Siempre se pierde uno cosas que le parecían atractivas, pero ver y oír a los grandes escritores de un género u otro de tantos países, sin necesidad de intérprete, es un motivo de felicidad. Prácticamente no hay una sola figura destacada de estas décadas que no haya participado en alguno de sus fórums. Su Salón de la Poesía, por ejemplo, ha congregado a una suerte (qué buena suerte) de antología viva de la poesía contemporánea en español. Que el público de estos recitales deguste además un buen tequila no es su mayor acicate.

Yo he ido numerosas veces a la FIL desde la edición de 2006, cuando Andalucía fue el Invitado de Honor, y al Salón de la Poesía he asistido varias veces como público, la ocasión en que fui como poeta, y también como presentador. Del Salón conservo el recuerdo de muchos colegas, no solo de lengua española; también, por ejemplo, evoco a Charles Simic, quien iba perdido al entrar en el gran recinto y, guardia urbano sin uniforme, lo orienté y acompañé hasta su sillón. En ese mismo Salón he estado con los poetas Jorge Ortega, de Tijuana, y Luis Vicente de Aguinaga, de la propia Guadalajara. Los tres hemos instituido la costumbre de desayunar una mañana de esa larga semana de nueve días en Los Otates, un restaurante de la avenida México que frecuentaba cuando estaba en la ciudad José Emilio Pacheco.

La experiencia gastronómica es también, claro está, literaria. Y cuántos libros y revistas me he traído de la FIL, incluido el estuche de tres tomos de Inventario, una antología de artículos de Pacheco. Pero también números a mansalva de Revista de la Universidad (de la UNAM) o Luvina, de la Universidad de Guadalajara, que siempre dedica un monográfico al Invitado de Honor (el año pasado, la Unión Europea, donde tenía comprometida la asistencia como traductor del novelista en lengua irlandesa Tadhg Mac Dhonnagáin, aunque una enfermedad me hizo cancelar el viaje).

Miro mis anaqueles y veo desordenados muchos ejemplares que he cargado en una de las dos maletas que viajan conmigo (una con la revista que coordino, Estación Poesía, y ejemplares de libros míos, solo para soltarlos como lastre y poder sustituirlos por obras de otros). De Guadalajara me he traído además un puñado de poemas propios, pues ella, y la FIL, son estímulos que fácilmente cuajan en escritos. Leer alguno allí, o verlo impreso en un libro expuesto, es un buen motivo, como si hiciera falta alguno, para la vuelta.

Ahora ha cambiado de nombre, y el cuartel general del Hilton ahora pertenece a una cadena española. Salvo la primera vez, me he alojado allí siempre. El número de escritor por metro cuadrado es el más alto del mundo, y en alguno de sus ascensores aún más, literalmente lo del apiñamiento y la altura. Aunque el resto del año me prive de algunas cosas, en la FIL tiro la casa por la ventana y me hospedo en el piso 19. Dos veces han acomodado en la habitación vecina, y comunicada, a Pérez-Reverte. Cuando sucede, me llega su voz al hablar por teléfono. Como soy un caballero, no reproduzco aquí nada de lo que dice; como un granuja, aguzo el oído a ver si suelta la trama de una novela con la que me haga rico y así puedo seguir yendo cada año a la FIL.