Allá por los lejanos años sesenta del lejano siglo veinte, cuando el correo electrónico era sólo uno de esos presentimientos futuristas del Valiente Mundo Nuevo, me escribía a menudo con Claribel Alegría, ella en Mallorca, yo en San José de Costa Rica. No nos habíamos visto nunca.
Eran cartas de verdad las de Claribel, unas cartas en papel de seda color verde, papel de verdad, metidas en sobres aéreos, sobres de verdad, y con estampillas, también de verdad, desde las que me miraba en sepia, verde, o gris, el rostro adusto de bigote recortado del Generalísimo Francisco Franco, para nada virtual.
Su dirección tenía para mí una signatura misteriosa: C´an Blau Vell, Dejá, que por virtud mágica llevaba hasta mi escritorio, en la penumbra de las eternas lluvias vespertinas del valle central de Costa Rica, el vago aliento de las islas Baleares de que hablaba Rubén Darío en su Epístola a Juana de Lugones.
Me invitaba a llegar a verla a aquel pueblo encantado, donde el poeta Robert Graves era su vecino, y en los veranos, desde su ventana, Claribel podía divisar a Julio Cortázar en la suya, un pueblo que me expliqué mejor cuando leí años después su relato Pueblo de Dios y de Mandinga donde la magia se trastoca con la risa, como si uno entrara por una trampa de doble fondo a la cueva de Montesinos y saliera de ella atormentado por las cosquillas.
No llegué a Mallorca sino más de treinta años después, cuando me refugié en una finca entre Pollensa y Alcudia para terminar de escribir mi novela Margarita, está linda la mar, y buscaba al mismo tiempo las huellas de Darío, del Archiduque Luís Salvador, y del enigmático fotógrafo nicaragüense Castellón, para escribir Mil y una muertes.
Entonces, fui, por fin, a Dejá, en busca de C’an Blau Vell, la casa ahora desierta, porque Claribel y Bud Flakoll, su marido, periodista y diplomático, vivían ya en Nicaragua. Una casa campesina, que uno encuentra a la vuelta de un estrecho callejón de lajas, construida en piedra hace más de trescientos años, con sus dos pisos comunicados por escaleras estrechas y empinadas, y coronada por una terraza que entre tiestos de flores mira a la mole del Puig des Teix, la más alta de las eminencias de la sierra Tramontana, que desde allí parece cercana a la mano.
En junio de 1969, cuenta Claribel, se hallaba junto con Bud dedicada a remodelar la casa de Blau Vell: «Eran como las seis de la tarde. Estábamos asomados a un boquete en el segundo piso, que sería la ventana de nuestro dormitorio…de pronto vimos pasar por la calle, bajo nuestro balcón, a un viejo alto de largos cabellos blancos y con un sombrero de paja que le caía casi hasta los hombros. Vestía pantalones cortos y deshilachados y jugaba con una bolita de ping-pong.
-¿Es Robert Graves, verdad?, le pregunté a Bud. Antes de que él pudiera contestarme, levanté la voz y dije: ¿Es usted Robert Graves? Él alzó su mirada azul: Sí, ¿y ustedes quiénes son? Conversamos un rato y lo invitamos a una copa de vino. Así nació esa gran amistad que duró hasta su muerte en 1985».
El padre de Claribel, el doctor Daniel Alegría, un médico nicaragüense de Estelí, acérrimo partidario de Sandino, y por tanto acérrimo antiimperialista, se exilió en Santa Ana, El Salvador, por obra de la intervención militar que duró en su país de 1909 a 1933, y allí se casó con la salvadoreña Ana María Vides. Hizo jurar a sus dos hijas, Claribel una de ellas, que nunca se casarían con un gringo. Fue lo primero que ambas hicieron.
El 17 de julio de 1979, mientras Somoza volaba en su fuga hacia Miami, Julio Cortázar y Carol Dunlop volaban hacia Mallorca para encontrarse en Dejá con Bud y Claribel, y esa noche, en la terraza frente al Teix celebraron aquel acontecimiento, sellado dos días después con el triunfo de la revolución. Casi llegaron juntos a Nicaragua, Julio y Carol en noviembre, Claribel y Bud, en septiembre.
Se instalaron para siempre en Managua, después de una vida trashumante con estaciones en Washington, Santiago de Chile, París, Mallorca, y desde entonces fuimos vecinos en el barrio Pancasán, que era el barrio de los poetas, porque allí vivían también Ernesto Cardenal, Daisy Zamora, Vidaluz Meneses, Gioconda Belli, y a la caída de la tarde nos sentábamos en la terraza de su casa bajo un frondoso mango, o en la mía, bajo las ramas de un marañón, a disfrutar de largas conversaciones.
Tuvo, solía ella decir, una matria, que era Nicaragua, y una patria, que era El Salvador. Nació en Estelí, en 1924, bautizada Clara Isabel, creció en Santa Ana, y murió en Managua en 2018, con lo que este año celebramos su centenario.
Su infancia y adolescencia la pasó entre personajes de la literatura, como Jesús en el templo entre los doctores. Se prendó cuando niña de Salvador Salazar Arrué (Salarrué), el célebre cuentista vernáculo salvadoreño, un galán de cine en sus recuerdos. Y cuando apenas tenía seis años, apareció en Santa Ana José Vasconcelos, el filósofo y educador mexicano, quien había llegado para dictar una conferencia en el Teatro Municipal, a la que sólo asistieron, eterno riesgo de los conferencistas, doce personas. Fue él quien le profetizó que sería escritora, pero le advirtió que primero debía cambiarse el nombre; «Clara Isabel es muy hermoso, pero parece más el nombre de una abadesa. ¿Por qué no lo cambias a Claribel?».
Diez años más tarde Vasconcelos la llevaría en México delante de don Alfonso Reyes para que el sabio juzgara sus primeros poemas, y en 1947 el mismo Vasconcelos pondría el prólogo a su primer libro Anillo de Silencio. Y los poemas de ese primer libro habían sido elegidos por Juan Ramón Jiménez, su mentor durante los años en que ella estudiaba en Washington, y quien una tarde del año de 1945 la llevó a conocer a Ezra Pound, recluido para entonces en el hospital St. Elizabeth.
Juan Ramón, que vivía exiliado en Estados Unidos, fue guardando pacientemente todos los poemas que Claribel le daba a leer, y apartaba, en secreto, los que más le parecían. Una tarde en que llegó a visitarlo a su casa, Zenobia, su mujer, le anunció una sorpresa. «Sobre la mesita de centro había un legajo mecanografiado. Eran mis poemas», recuerda Claribel. «Juan Ramón había elegido los que a él más le gustaron, hizo correcciones y se los dio a Zenobia para que los pasara a máquina». «Tienes un librito», le dijo él entregándole el manuscrito, «ahora debes encontrar dónde publicarlo».
Más conocida por su extensa y honda obra poética, que la hizo merecedora del Premio Iberoamericano de Poesía Reina Sofía en 2018, Claribel fue así mismo una narradora excepcional, como se refleja en Las cenizas de Izalco (1966), la novela escrita en colaboración con Bud Flakoll, finalista del Premio Biblioteca Breve que ganó Vargas Llosa en 1964 con La ciudad y los perros; El detén (1977); Álbum familiar (1984); Pueblo de Dios y de Mandinga (1985), ya mencionado; Despierta mi bien, despierta (1986); y Luisa en el país de la realidad, (1987).
Siendo estudiante de primaria en el colegio en Santa Ana, cuenta que le tocó escribir una composición sobre el volcán Izalco, y en lugar de referirse a sus características geológicas lo hizo sobre las misteriosas leyendas aborígenes que lo rodeaban. Un volcán al que regresaría años después para leer el terrible paisaje de fuego que es la historia de El Salvador.
Sometido al dominio de unas cuentas familias dueñas de las plantaciones cafetaleras y de la riqueza agraria y comercial, El Salvador, «el pulgarcito de América» como lo llamó Gabriela Mistral dado su pequeño tamaño geográfico, se vio sacudido por la crisis mundial provocada por el crack de la bolsa de Nueva York de 1929. Frente a la efervescencia social creciente, la oligarquía no dudo en respaldar el golpe de estado que en 1931 derrocó al presidente Arturo Araujo, y así ascendió al poder el general Maximiliano Hernández Martínez, uno de los personajes más relevantes del bestiario político centroamericano.
El nuevo dictador era creyente en los poderes de los médicos invisibles, por cuyo consejo mantenía en el patio de la casa presidencial decenas de botellas de distintos colores llenas de agua, que expuestas al sol adquirían facultades sanadoras para cualquier enfermedad, desde la tiña a la disentería. Fue con el agua de una de estas botellas, de color azul, que pretendió curar la apendicitis de un hijo suyo, con resultados fatales. El niño murió entre terribles gritos de dolor.
Cuenta el escritor salvadoreño Roque Dalton en Historias prohibidas de Pulgarcito, que ante una tenaz epidemia de viruela no se le ocurrió nada más sabio que mandar a forrar en papel celofán coloreado las farolas del alumbrado público, pues matizar la luz eléctrica era suficiente para matar las bacterias causantes de la peste, que por supuestos siguió creciendo a sus anchas y matando niños y adultos, indiferente a las artes mágicas de este teósofo vegetariano que cuidaba sus pisadas para no aplastar a las hormigas, pero fue capaz de ordenar una de las masacres campesinas más terribles de la historia de América Latina.
En enero de 1932 surgió en El Salvador una insurrección rural de enormes proporciones. Miles de indígenas izalcos salieron a los caminos, asumieron el gobierno de los pueblos y caseríos, tomaron las casas de los terratenientes y organizaron la justicia popular.
Martínez ordenó al ejército reprimir el alzamiento, y la cacería alcanzó indiscriminadamente a los campesinos de los departamentos del occidente del país, con cerca de treinta mil muertos en las aldeas de Izalco, Nahuizalco, Salcoatitán, Sonzacate, barridas por el fuego de la metralla. Feliciano Ama, cacique de Izalco, jefe de la cofradía del Espíritu Santo, fue ahorcado en la plaza pública como cabecilla de la rebelión. En esos mismos días entró en erupción el volcán Izalco, y las corrientes de lava encendida bajaron por sus faldas.
En periódicos, en emisiones radiales, en folletos, en libros, se pedía nada menos que la erradicación total de los indios. En un panfleto publicado en 1932, un ladino de Juayúa, Joaquín Méndez, dice: «Nos gustaría que esta raza pestilente fuera exterminada… Es necesario que el gobierno use mano dura. En Norteamérica tuvieron razón de matarlos a balazos antes de que pudieran impedir el progreso de la nación. Los mataron porque vieron que nunca los iban a pacificar. Aquí en cambio los tratamos como si fueran parte de la familia y ya ven los resultados…».
Cenizas de Izalco, desde la perspectiva de Claribel, que lleva una de las voces narrativas de la novela, tiene rasgos autobiográficos. Carmen Rojas, la protagonista, a la muerte de su madre, Isabel, regresa en 1962 a Santa Ana, el pueblo de su infancia, ya casada con un norteamericano y con dos hijos; y mientras lleva el duelo al lado de su padre, Alfonso, viudo, médico, como en la vida real, una tía pone en sus manos el diario de Frank Wolff, un muchacho californiano que en el año de 1932 había llegado como visitante a la ciudad, huésped de Virgil Harrid, un veterinario que es a la vez predicador evangélico, y a través del cual conoce al líder comunista Farabundo Martí.
La lectura del diario abre a Carmen las puertas del pasado que dan a una breve historia de amor vivida entre Isabel, atrapada en la monotonía de la vida matrimonial provinciana, y Frank, romance que estuvo a punto de desembocar en la fuga de ambos; y a la vez a la masacre perpetrada contra los campesinos, «la matanza», como como ha quedado nombrándose a esos hechos sanguinarios en la historia de El Salvador, y a la erupción del volcán.
Una historia secreta de amor, que conmueve los recuerdos de la protagonista al mirar en retrospectiva hacia la vida de su madre, que hasta entonces le ha permanecido oculta, la lleva a introducirse en la historia real del país. La insurrección campesina, «la matanza», el fusilamiento de Farabundo Martí el 1 de febrero de 1932 en San Salvador, sentenciado a muerte por un tribunal militar bajo el cargo de haber sido el cerebro de la rebelión.
Años después, en la década de los ochenta del siglo pasado, los grupos guerrilleros marxistas se unirían bajo el nombre de Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), organización que fue protagonista de una encarnizada guerra civil que concluiría con la firma de los acuerdos de paz de Chapultepec en 1992.
Una historia que siempre se está alzando en llamas, y que siempre es volcánica en el un doble sentido, represión y muerte de un lado; y erupciones, temblores de tierra, derrames de lava ardiente.
La alegoría recurrente de un paisaje que parece manso e idílico pero que estalla siempre con violencia desmedida, hasta volverse incandescente.