1. El huevo
En Guatemala, irás conduciendo por la capital cuando de repente te caerá un huevo en el parabrisas. Tu primera reacción, tras soltar un par de bien elegidos insultos, será encender el limpiaparabrisas, lo cual sólo empeorará la situación. La yema ensuciará todo el vidrio y no podrás ver nada a través de la mancha amarillenta. En consecuencia, una o dos cuadras más adelante, tendrás que detenerte y salir para intentar limpiar el vidrio de alguna manera. Y los ladrones de autos —camaradas del lanzador de huevos— estarán allí esperándote, pistolas en mano.
2. La gasolinera
Estarás conduciendo por una carretera guatemalteca, posiblemente en alguna agreste y desértica región montañosa, cuando te darás cuenta de que te estás quedando sin gasolina. Pararás a llenar el tanque en la primera gasolinera que encuentres, algo que en el país siempre hace un empleado: servicio completo, nunca autoservicio. El empleado, que suele ser cordial y atento, revisará las ruedas y el aceite, limpiará el parabrisas delantero y también el trasero con un trapo sucio. Y tú, entonces, después de pagarle la gasolina y darle una propina adecuada si no generosa, te pondrás de nuevo en camino. A unos pocos kilómetros, sin embargo, te darás cuenta de que ahora tienes una rueda pinchada y te verás obligado a parar a cambiarla en un sector algo desolado de la carretera.
Justo en ese momento, casi milagrosamente, aparecerá en el retrovisor una moto con dos hombres. Llegarán en nada al lugar donde te has quedado tirado y se bajarán de la moto y te preguntarán si necesitas ayuda para cambiar la rueda pinchada. Y te sentirás aliviado y agradecido, antes de ver cómo los dos hombres sacan un par de armas y te roban todo lo que tienes.
Lo que nunca supiste, naturalmente, fue que la moto había estado aparcada detrás de la gasolinera, esperando medio escondida, mientras el tan cordial empleado colocaba un clavo grande y filudo delante de una de tus ruedas al agacharse y fingir comprobar si tenía suficiente aire.
3. Pablo
Es habitual que te asalten sentado en tu auto ante un semáforo rojo en la Ciudad de Guatemala. Alguien meterá un cuchillo por la ventanilla abierta, o tal vez golpeará la ventanilla con un revólver, y te exigirá a toda prisa que le entregues el móvil, el reloj, los anillos, el collar, la cartera o el bolso (mi tía nunca se dio cuenta del puño que entró por la ventanilla semiabierta para arrebatarle sus finas gafas de sol, y que además le dejó un ojo morado).
Aunque algunos guatemaltecos, para evitar estos robos veloces, se han acostumbrado a hacer un alto a medias en un semáforo rojo o a simplemente pasárselo a toda velocidad —especialmente en los barrios de mala muerte a altas horas de la noche—, otros han adoptado una estrategia más legal y también más creativa: conducen por la ciudad con un maniquí de cuerpo entero sentado en el asiento del pasajero. Han ido a una tienda y han comprado un maniquí (siempre un hombre) y lo han vestido adecuadamente antes de sentarlo en el asiento del pasajero con el cinturón de seguridad bien abrochado. ¿Por qué? Los ladrones, según el razonamiento, se lo pensarán dos veces si ven que no conduces solo, que hay dos personas sentadas en tu auto ante el semáforo rojo, aunque una de esas personas sea en realidad un enorme muñeco de plástico.
Alguna vez, una señora de mediana edad, inteligente y atractiva, me contó que, para hacer la artimaña más convincente, conducía por la ciudad hablándole a su maniquí, al que había nombrado Pablo.
4. Sólo de paso
Una calurosa mañana de abril de 2022, tres policías vestidos de civiles se presentaron en el vestíbulo del edificio de mis padres en la Ciudad de Guatemala, buscando a un hombre que trabajaba allí llamado Jeremías. No le dijeron mucho al resto del personal de mantenimiento y seguridad, sólo que necesitaban hablar con Jeremías, hacerle algunas preguntas. Pero los empleados del edificio les repitieron una y otra vez que no estaba, que no lo encontraban por ninguna parte, aunque todos sabían exactamente dónde se había escondido.
Jeremías llevaba más de diez años trabajando en el edificio de mis padres. Siempre estaba allí —barriendo un pasillo, usando un pliego de papel periódico para limpiar el espejo del ascensor, atendiendo el mostrador de recepción en el vestíbulo—, o al menos eso me parecía a mí cada vez que volvía al país desde Nebraska o París o Berlín o cualquier otro lugar en el que estuviera viviendo en ese momento, y llegaba a visitar a mis padres. Era tímido, Jeremías, de pocas palabras, considerado sin ser sentimental, atento sin ser entrometido. Nunca causaba problemas, decía de él mi padre, con lo que quería decir que Jeremías era obediente y sumiso. Siempre me saludaba cortésmente —buenos días, señor Halfon— y luego me preguntaba con una ligera sonrisa si yo ya vivía de nuevo en Guatemala o si estaba sólo de paso, y yo le respondía inevitablemente que sólo de paso. Ahora comprendo, sin embargo, aunque sea en retrospectiva, que su pregunta sencilla y casi superficial era también demasiado siniestra.
Aquella cálida mañana de abril, Jeremías estaba sentado en la recepción del vestíbulo cuando vio a los agentes de policía en la pantalla de la cámara de seguridad, fumando de pie en la calle, frente al edificio. De algún modo supo —o tal vez adivinó— que estaban allí buscándole, e inmediatamente salió corriendo hacia el sótano y se escondió en una pequeña bodega, agachado entre trapeadores y escobas y varias cubetas sucias.
Los policías, frustrados por las respuestas bruscas y evasivas de los empleados —como siempre, guatemaltecos silenciados por décadas de opresión y desconfianza y el miedo paralizante a denunciar—, insistieron ahora en hablar con algunos de los inquilinos del edificio, incluidos mis padres. Fueron de apartamento en apartamento, tocando las puertas y haciendo preguntas. Pero ninguno de los inquilinos pudo ayudarlos a localizar a Jeremías. Ninguno sabía dónde estaba ni si había llegado a trabajar ese día. Al final, tras un par de tensas horas de amenazas y fisgoneo, los agentes se dieron por vencidos y abandonaron el edificio y los inquilinos cerraron las puertas de sus apartamentos y todos los empleados volvieron al trabajo.
Jeremías permaneció escondido en la pequeña bodega el resto del día. Esperó hasta que se hizo de noche y pudo estar seguro de que los agentes de policía ya no estaban en el vecindario. Entonces se levantó y salió de la bodega y se encaminó hacia fuera del edificio y allí, a media calle, fue rápidamente abordado y capturado por los agentes de policía que le habían estado esperando en autos de civiles.
Lo primero que pensaron todos los inquilinos fue que Jeremías había sido detenido por error, algo demasiado frecuente en el país. Debido a una venganza personal, o a un error burocrático, o más probablemente a un funcionario corrupto que había inventado cargos falsos para luego pedir un cuantioso soborno. Tardarían semanas en averiguar qué había ocurrido.
Tras repetidas llamadas telefónicas y cartas y varias costosas visitas de abogados, finalmente se informó a los inquilinos del edificio de que Jeremías estaba detenido en la penitenciaría de Mazatenango, una ciudad situada en la llanura costera que conduce al océano Pacífico, por su implicación en una serie de lo que las autoridades han nombrado secuestros exprés.
Funcionan así.
Recibirás una llamada de un secuestrador que te dirá que alguien está siguiendo en ese momento el auto de uno de tus familiares, tu anciano padre o tu hija adolescente o hasta tal vez tu esposa, y que procederá a matar a tu padre o a tu hija o a tu esposa si no depositas una determinada suma en una cuenta bancaria en el plazo de una hora, normalmente el equivalente a no más de un par de miles de dólares. Como prueba, el secuestrador primero te mencionará todos los datos personales de ese familiar (nombre completo, dirección particular, dirección de trabajo, número de teléfono, número de licencia); a continuación, el secuestrador te dirá exactamente qué ropa lleva puesta tu familiar y en qué calle de la ciudad está transitando; por último, el secuestrador te dará una descripción precisa de la marca del auto de tu familiar, incluyendo el modelo, el año, el color específico, el número de matrícula y cualquier característica única como abolladuras o rayaduras visibles o pegatinas en el parachoques. Todo esto para que te quede muy claro que tu familiar ya ha sido secuestrado, en cierta manera, y que está cautivo en su propio auto y sin que ese familiar mismo lo sepa y quizá incluso con una escopeta apuntada a su cabeza desde un par de autos atrás, y que tu hija o tu esposa o tu anciano padre sólo será liberado de esa cruel y extraña forma de cautiverio si tú realizas rápida y discretamente el depósito requerido.
Durante años, Jeremías, nuestro amable Jeremías, había sido el hombre del dinero en estas operaciones. Fue su cuenta bancaria personal la que la banda de secuestradores había utilizado repetidamente para recibir todos los pagos de los rescates.
Entonces, señor Halfon, me decía con una tímida sonrisa, ¿ha venido usted para quedarse o está sólo de paso?
Sólo de paso, Jeremías. Siempre sólo de paso.