Siempre hay una primera, una nerviosa primera FIL de la verborrea, el asombro, las resacas comatosas de tequila, la euforia y el descubrimiento del brutal número de novedades literarias que se producen cada año en nuestro idioma y que sólo de milagro, engullen los agradecidos, y a ratos sufrientes lectores en español. La mía fue en 2007, creo, y la acaparó una especie de fábula moral que comenzó en el desayuno del primer día. Me encontré con Sergio Pitol, con quien había estado un par de años antes en Bulgaria, en la inauguración de la biblioteca del Cervantes que lleva su nombre, y a los pocos minutos descubrí que apenas podía hablar. Había comenzado ya la afasia que sufriría hasta su muerte. Aquel Pitol elocuente, cultísimo, amable y mundano que yo había conocido hacía tan poco tiempo, había perdido ya buena parte de su capacidad para expresarse con claridad y, si bien aún podía mantener una conversación con esfuerzo, se atascaba continuamente y miraba con esa tensión un poco angustiosa de quien no consigue recordar hasta las cosas más sencillas.
Iba elegantemente vestido, como siempre. Sonreía, como siempre. Pero apenas podía hablar. Pensé de inmediato lo distinta que habría sido mi reacción ante una enfermedad así, lo lejos que habría estado yo de la elegante sonrisa, del suave chasquido de la lengua, y la forma de mirar hacia el techo que adoptaba él cada vez que se atascaba en algo elemental. Sergio Pitol, una persona que se había dedicado toda la vida a la diplomacia y la literatura, dos oficios que comparten inevitablemente el amor y la destreza en la palabra, había sido elegido (si es cierta la creencia de que «somos elegidos» por nuestras enfermedades) por el castigo, más implacable y cruel que pueda pensarse, su privación lenta y penosa. Me pregunté también qué hacía allí, en la FIL, por qué se exponía al ridículo, y lo hice, supongo, atravesado de mi propia cobardía, que me habría hecho elegir mil veces esconderme en mi casa antes que ponerme en evidencia frente a mis compañeros en la feria más importante de nuestro idioma. Creo que no fui capaz de medir entonces -porque era demasiado joven y estaba demasiado preocupado por impresionar a no sé quién- que ese gesto de valor era en realidad una declaración de amor a su oficio y también a sus compañeros. Si pudiera hacerse una fábula moral de ese encuentro, sería el de dos generaciones que viven la literatura de maneras casi opuestas, la mía (en aquel momento) con la lógica de la promoción y el desparrame, la suya, llena de referencias clásicas, grandes nombres y sobre todo amor por la lectura, una generación casi de retirada a la que salvó más leer que escribir y que apenas hablaban de sí mismos incluso cuando hablaban de sí mismos, a diferencia de la mía, que no parábamos de hablar de nosotros mismos, incluso cuando no hablábamos de nosotros mismos. El desayuno fue torpe y bonito, porque charlamos sobre un libro que los dos admirábamos, un libro que yo acababa de traducir y que él había traducido mucho antes que yo: Washington Square de Henry James. Cada vez que se refería al autor, chasqueaba la lengua, miraba el techo y yo decía: Henry James, y él sonreía y respondía: Sí, Henry James, y así nos pasamos todo el desayuno, él diciendo lo que podía, yo completando lo que intuía.
A ratos, por las esquinas de la FIL, se comentaba la desgracia de la enfermedad de Pitol, con cariño y solidaridad, pero también con espanto. Se hablaba, como es habitual entre escritores, demasiado del drama y poco, me parece, de la elegancia y dignidad con la que lo vivía, porque es bien sabido que los escritores somos dados al tremendismo y menos perspicaces de lo que nos creemos. Ya no recuerdo mucho qué hice en esos días. Supongo que bebí más de la cuenta y hablé más de la cuenta y compré más libros de los que podía leer, como es mi estilo. Me encontré, eso sí lo recuerdo, con los hermanos Rabasa de la editorial Sexto Piso, porque iban a publicarme un libro de poemas en prosa titulado Libro de las caídas, con ilustraciones de mi adorado Pablo Angulo. Y recuerdo también que durante aquella comida me recordaron que le habían pedido, según mi indicación de hacía unos meses, el prólogo a Sergio Pitol, algo que yo había olvidado por completo y que ahora, como es lógico, me espantaba. Recuerdo también que desde entonces me la pasé buscando a Pitol para exonerarle de aquella petición extemporánea, pero no lo encontré hasta, de nuevo, el desayuno del penúltimo día, en el que volvimos a reunirnos como en una fábula oriental en la misma mesa del mismo hotel, yo con una resaca de post-operatorio y él igual de fresco, sonriente y afásico. Le pedí disculpas por haberle pedido el prólogo a mi libro, él me sonrió por toda respuesta, y un poco por seguir la conversación le dije que no sabía a quién pedírselo y bromeé diciendo que lo iba a tener que escribir yo mismo. Entonces ocurrió: Pitol me dijo, con las dificultades que se pueden imaginar, que por qué no escribía efectivamente el prólogo yo mismo, y que él lo firmaría. «Me gusta la idea» -dijo- «de que mi último texto publicado lo haya escrito otra persona». Y así fue como terminé atrapado en la última broma de Pitol, en su último guiño metaliterario, y empecé aquella misma tarde a escribir en mi ordenador el que sería el último texto firmado por Sergio Pitol, un texto plagado de alabanzas un poco retóricas a un joven escritor llamado Andrés Barba, el menos pitoliano de todos los textos de la obra de Sergio Pitol, pero sin duda su última genialidad secreta. Y recuerdo también otra cosa: que lo escribí pensando que antes me dejaría matar que confesar que yo había escrito aquel texto.