Tania Crasnianski
Locura y poder. Los enfermos que gobernaron el siglo XX
Traducción de Jaime Arrambide
La Esfera de los Libros, Madrid, 2018
280 páginas, 18.90 €
Nada nuevo es que el poder transforma la personalidad de quien lo ostenta, y exacerba su narcisismo y su megalomanía, es lo que se conoce como el síndrome de la desmesura. He aquí el tema central de este libro que Tania Crasnianski, abogada criminalista que reparte su vida profesional entre Berlín, Londres y París, trata con rigor y, a veces, con estupor. Hitler, Mao, Mussolini, Franco, Pétain, Churchill, Kennedy, los hombres más poderosos del siglo xx, sufrieron, cada uno a su manera, de desmesura y tuvieron que mantener complejos vínculos con sus médicos. La autora afirma que, con el paso del tiempo, sus médicos se fueron convirtiendo en las muletas indispensables que los mantenían en funciones, con el riesgo de ejercer sobre ellos un poder preocupante. «En esta relación particular —concluye—, tanto el médico como el paciente ven su potencia a la vez reforzada y debilitada por el otro».
El médico que acompaña la vida cotidiana del poderoso, aunque no tiene el poder, es su cómplice. Como su paciente, está aislado y, desde el lugar que ocupa, igualmente se siente omnipotente. Ilusionados con la grandeza que les rodea, ¿cedieron también esos médicos ilustres a la tentación del poder? El presente libro trata de dar respuesta a esta seria y trascendental pregunta al mostrarnos, como evidentes ejemplos, que Morell, el médico de Hitler, soñaba con ser un magnate de la industria farmacéutica; que Lord Moran, el de Churchill, un escritor célebre; que Ménétrel, el de Pétain, hombre de influencia; que Jacobson, el de Kennedy, químico sin parangón; que Zachariae, el de Mussolini, gran profesor; que Gil, el de Franco, el único consejero político del Caudillo; que Vinigradov y Li, los de Stalin y Mao, respectivamente, habían adquirido la certeza de ya no ser médicos comunes y corrientes. «Guardianes del secreto de Estado relacionado con la salud de sus pacientes —reflexiona la autora—, muy frecuentemente esos médicos se dividieron entre sus obligaciones profesionales y su responsabilidad de ciudadanos». ¿Cuál era la responsabilidad de esos médicos cuándo permitían que personas enfermas liderasen una nación, incluso, en guerra? ¿Cómo funciona este dúo a menudo inseparable? ¿Dónde empiezan y terminan la integridad, la ética, la lealtad y la ambición ante la cercanía de tanto poder, siempre tentadora?
En el transcurso de su investigación, Crasnianski va comprobando, paso a paso, que los médicos eran personajes centrales en las vidas de sus pacientes. Al sumergirse en la vida de esos hombres que hicieron y deshicieron el siglo pasado, quedó fascinada y atrapada por la vida de sus médicos. «Ya sea por su ambición —escribe—, vanidad, venalidad u obligación, esos médicos consagraron vida y carrera a un solo y único paciente, del que se convirtieron en su sombra». «El primero —puntualiza— quiere mantenerse en la cima del poder, y el segundo quiere conservar su lugar bajo el sol. Inexorablemente unidos, si uno cae, el otro también. Ambos consagran su vida al poder y no están dispuestos a renunciar a él. Cada uno con sus ambiciones, sus errores y sus flaquezas».
Los ocho relatos incluidos en este libro describen hechos significativos que dejan al descubierto ese fenómeno y las fuentes de su documentación son numerosas: archivos, testimonios, memorias y biografías. Pero, además, este libro apunta que la lista de personajes, hombres y mujeres, que ejercieron funciones presidenciales o ministeriales durante el siglo xx estando física o mentalmente enfermos es alucinante: Erich Honecker (Alemania), Woodrow Wilson y Franklin D. Roosevelt (Estados Unidos), Georges Pompidou y François Mitterrand (Francia), Mohandas Karamchand Gandhi (India), Golda Meir (Israel), Háfez al-Ássad (Siria), Mohammad Reza Pahleví (Irán), Anthony Edén (Reino Unido), Ferdinand Marcos (Filipinas), Leonid Brézhnev y Boris Yeltsin (Unión Soviética), además de las ocho personalidades en las que se centra el presente trabajo.
Las patologías que sufría Hitler estaban fundamentalmente ligadas al estrés y la angustia, de ahí sus insomnios recurrentes y las vigilias a las que sometía a su entorno. La dependencia de su médico era total y necesitaba tenerle al lado a diario. La autora afirma que durante los años en que fue tratado por el doctor Morell, el Führer era sometido a inyecciones regulares, incluso cotidianas, de múltiples sustancias químicas. Le llegaron a administrar entre ochenta y noventa sustancias diferentes por ingestión o inyección, entre ellas analgésicos, antibacterianos, antitusígenos, vigorizantes, hormonas, sedativos, antiespasmódicos, esteroides, estimulantes, así como medicamentos para luchar contra las enfermedades cardiovasculares, los trastornos digestivos o el mal de Parkinson. Este libro especifica que el «paciente» Hitler tomaba, sobre todo, Cardiazol, Coramina, cocaína en soluciones nasal y oftalmológica, y también Eukodal (sustituto morfínico utilizado como analgésico) y Eupaverina (un opiáceo alcaloide antiespasmódico).
De Churchill, lo primero que nos dice la autora es que se trata de un ser complejo que nunca nadie ha podido llegar a definir. En todo caso, era desconcertante: inglés y estadounidense, trabajador y diletante, tolerante y autoritario, demócrata y aristócrata, intemperante y capaz de ascesis, imprevisible y perseverante, individualista y tribal, trotamundos y hogareño, intelectual y manual, urbano y rural. Hipocondriaco y víctima de variaciones de temperatura corporales y momentos de estrés, Churchill se tomaba el pulso y la temperatura cada mañana, necesitaba la presencia constante de su médico, el doctor Moran, el que, entre sus muchos cuidados, le administró una píldora a base de anfetaminas, cuya fórmula la habría pasado Max Jacobson, el médico personal de John F. Kennedy. Esta píldora era un estimulante que había sido utilizado entre los años 1930-1940 para luchar contra la depresión. Churchill constató que esa píldora era «maravillosa». A partir de su segundo accidente cerebrovascular, para que don Winston pudiese funcionar al máximo de su capacidad, el doctor Moran pasó a aumentar los estimulantes: Drinamyl (cinco milígramos de sulfato de anfetamina y treinta dos de amobarbital), y otras píldoras más suaves, Edrisal (ciento sesenta milígramos de aspirina, ciento sesenta de fenacetina, y dos milígramos y medio de sulfato de anfetamina), una mezcla de analgésicos y sedantes. Tampoco podemos olvidar que Churchill nunca dejó de ser un bon vivant, y su debilidad por el alcohol y los puros es más que conocida. Bebía una botella diaria de champán, pero también vino blanco en el almuerzo, tinto en la cena y oporto o brandy para terminar la noche, y fumaba entre ocho y diez gruesos cigarros cubanos por día.
En cuanto al médico del mariscal Pétain, este trabajo demuestra que era su apoyo físico y psíquico. Ménétrel había vivido a la sombra de Pétain desde su más tierna infancia. El mariscal era amigo y paciente de su padre, el médico Louis Ménétrel. Pétain, que no tenía hijos, siempre sintió por Bernard una ternura particular, y la atracción fue mutua y continuada en el tiempo. Cuando llegó la etapa de Vichy, el joven y crecido doctor Ménétrel se decidió a extender su poder y se convirtió en el filtro del mariscal. Nadie podía encontrarse con Pétain sin su intermediación. Si Ménétrel lo deseaba, cualquier colaborador del mariscal corría el riesgo de que su audiencia se acortara. El doctor Ménétrel era el oído, el ojo y la pluma del mariscal, y hasta el encargado de sus finanzas y, por supuesto, el encargado de todos sus cuidados diarios: hacía todo para contentar a su mariscal. Se decía que Pétain debía su eterna juventud a los innumerables cuidados que le prodigaba su médico.
La autora de este libro observa que la relación de Francisco Franco, gran admirador de Pétain, con Vicente Gil, su médico, apunta a una relación humana muy parecida en la que se entremezclan los cuidados esmerados y los sentimientos personales. La amistad entre las familias Gil y Franco se remontaba a la época en que, siendo jóvenes, el padre de Gil y el Caudillo cursaban juntos en la Academia Militar. La primera vez que Gil vio a Franco, que se volvería la gran «pasión» de su vida, el futuro médico andaba en triciclo por el pasillo de la casa familiar de Posada de Llanera, en Asturias. Con su médico personal, el vínculo era casi filial, «Vicentón» era el único que le llamaba «mi general», mientras que todos se dirigían a él con el apelativo de «su excelencia». Pero con el paso del tiempo, Franco se fue hastiando de su bufón preferido: su comportamiento imprevisible y testarudo irritaba a «su general». Gil tomó conciencia de que el hombre al que le había consagrado su vida ya no le apoyaba y, peor aún, lo había separado del poder y de su círculo íntimo. La principal causa de la ruptura era la familia de «su general», especialmente su yerno, Cristóbal Martínez-Bordiú.
En su decadencia, Benito Mussolini, el Duce, al único hombre que mantuvo a su lado fue a su médico militar Georg Zachariae; era su único amigo. Zachariae se consagró enteramente a esa persona que consideraba excepcional, seducido por ese dictador decrépito. La autora nos muestra cómo sabía elogiar al Duce, cuya necesidad de halagos no tenía límites. Hitler ya no le escuchaba, él ya no tenía ninguna credibilidad, así que fue en busca del médico que le había enviado el Führer. «Mussolini —escribe Crasnianski—, que había huido toda su vida de las relaciones por temor a ser traicionado, encontró en su último médico la única persona capaz de una lealtad absoluta». La autora se pregunta si la desmedida influencia de Zachariae fue psicológica ya que «era el único que supo cuidar a Mussolini en un momento de gran debilidad, el único que no lo juzgaba y le daba confianza». La influencia era recíproca.
El cansancio se doblegaba ante su cóctel energizante a base de speed y de hormonas, cuya graduación anfetamínica podía alcanzar los cincuenta milígramos. Eran las dosis milagrosas que el doctor Max Jacobson administraba a sus pacientes. El senador John F. Kennedy, extenuado por la campaña electoral, y consciente de sus deficiencias físicas, se puso a buscar un médico que tuviese la poción mágica que necesitaba; aquel capaz de transformar a su paciente en superhéroe en un abrir y cerrar de ojos. La primera inyección transformó a Kennedy: salió de la consulta fuerte, distendido y concentrado, provisto de un frasco de gotas vitaminadas a base de anfetaminas. Hay que recordar que el senador y futuro presidente ya era un adicto a los analgésicos y a las drogas de todo tipo desde hacía años. Para calmar sus dolores de espalda, tomaba altas dosis de cortisona y se inyectaba procaína. También tomaba antibióticos para luchar contra una enfermedad venérea llamada uretritis, y además se medicaba con Lomotil, Metamucil y Paregoric (a base de opio) para sus problemas de retortijones abdominales. La autora se pregunta sobre el grado de responsabilidad del doctor Jacobson en las múltiples adiciones de su paciente y sobre si tendría que haberse negado a medicarle de esa forma.
Lo que Stalin no podía soportar era no tener el control de su cuerpo debilitado y estar obligado a ponerse en manos de los médicos, que conocieron sus secretos más íntimos. Los datos de los que disponía el doctor Vinogradov, ¿no podían ayudar o incitar a sus emisarios a confabular contra él, si revelaba esas flaquezas? No olvidemos que Stalin era un megalómano y tenía una fuerte tendencia a los delirios persecutorios. La autora comprueba aquí que los riesgos que corren los médicos personales de los tiranos son considerables: ponen en juego su libertad y su vida, y hasta en el momento de la muerte del tirano, su temor máximo es que los acusen de haberla instigado. Éste fue también el caso del doctor Li Zhisui, médico personal de Mao Zedong, el superdictador chino.
Al finalizar la lectura de este interesante, inquietante y hasta un tanto escalofriante libro, una también se plantea preguntas como las que Tania Crasnianski en su momento se hizo: ¿Cuál es la responsabilidad de esos médicos cuando facilitaban que personas enfermas liderasen una nación? ¿Dónde empiezan y terminan la integridad, la ética, la lealtad y la ambición ante la cercanía a tanto poder?