[NOTA MANUSCRITA AL MARGEN IZQUIERDO DE LA PÁGINA]

No deja de sorprenderme que sean los universitarios los más encarnizados defensores de lo políticamente correcto y en su vida pública abominen no sólo del sentido común sino del más elemental sentido del humor.

Las «malas palabras» llevaron al encarcelamiento de Jorge Cuesta por publicar fragmentos de Cariátide, de Rubén Salazar Mallén. Desde mi perspectiva, debieron amonestarlo por su mal gusto, pues Cariátide es una novela mala, como pegarle a Dios. Ya Guillermo Sheridan ha escrito sobre aquel juicio y sus circunstancias, en Malas palabras (2015). El karma (no puede ser otra cosa) lo llevó a sufrir en carne propia un juicio en su contra. La razón fue la publicación de un artículo en El Universal el 6 de septiembre de 2016 («Manifestaciones precautorias Conapred») donde criticó que desde la Secretaría de Gobernación, a través del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) se pretendiera legislar la opinión. Para quienes no supieron del caso, vale la pena recordar que este artículo fue escrito en medio del escándalo que suscitó el crítico Nicolás Alvarado por atreverse a decir que el Divo de Juárez (el cantante Juan Gabriel, de quien soy profunda admiradora y lo dije con todas sus palabras en otro artículo publicado también por El Universal), era naco, joto y usaba lentejuelas (sólo cito, no me demanden, por favor). Sabemos que el Conapred le envió «medidas precautorias» y que ello fue decisivo para su cese laboral.

Las palabras de Sheridan le costaron caro. Entre otras, lo que allí dijo fue: «Más allá de si las lentejuelas son o no “nacas”, y más allá de si las lentejuelas son un grupo vulnerable (y mucho más allá de si naco es una palabra odiosa cuando se emplea con ánimo racista, y no siempre lo hace), inquieta que se reviva la vana ilusión de prohibir el derecho de las palabras a su historia, sus significados, sus usos y costumbres».

Una demanda de carácter federal cayó sobre Guillermo Sheridan, promovida por el Centro contra la Discriminación, A. C. El recuento de aquel juicio puede leerse en «Crónica de una demanda sufrida» (web), pero yo me quedo pensando en los párrafos finales de aquel artículo sobre las medidas precautorias y me pregunto por el fin de la literatura y el fin, cercano, del arte todo.

La sumisión que los ideólogos y los moralistas le exigen al arte y a la literatura, y a las opiniones ahora, no es nueva. La han exigido —y han castigado a quien no obedece— desde el jurado de Sócrates a la Santa Inquisición y de ahí a los comisarios fascistas o comunistas y a Joe McCarthy y a un innumerable catálogo de censores policromados.

No es necesario insistir en la inmoralidad implícita en el hecho de discriminar a alguien por su nivel social, su preferencia sexual, su raza, su religión o su edad. Sí lo es decir que, al censurar un comentario como el del señor Alvarado, el Conapred banaliza esa inmoralidad y ridiculiza su propia responsabilidad ante ella.

 

[ÚLTIMA NOTA]

Debo aclarar que pocos días antes de que firmara estas notas, el representante de Juan Gabriel aseguró que el cantante no había muerto y haría su estelar aparición a mediados de diciembre. Un revuelo como murmullo de avispas recorrió las redes, pero la muerte no tiene sorpresas y el divo no renació de sus cenizas. Su fantasma estuvo presente esos primeros días del último mes del año y me recordó otro fantasma que hace tiempo nos visitó a los asiduos a las redes sociales literarias. Era el fantasma de Borges convertido en trending topic cuando el crítico David Rieff, hijo de Susan Sontag, subió una foto de celular que mostraba un manuscrito del argentino. Como en sus cuentos, el manuscrito del presunto Borges dio pie a debates y contradebates, largas y encomiables argumentaciones promovidas por la secta de los heresiarcas que fatigaron las altas bibliotecas para demostrar que la letra no era de Borges, sino de Bioy (Bioy Casares, se entiende).

Otros, en el pequeño cuadrilátero de su TL (timeline), debatieron sobre David Rieff, preguntándose cómo era posible que el hijo de Sontag fuera capaz de compartir esa lista infame, donde estaban anotados comentarios sobre los libros participantes en un concurso de poesía. No diré más. Transcribo, en cambio, aquel documento, a mi juicio, maravilloso:

13) Perplejidad sintáctica

14) Mejor que otros pero insensato

15) Inepto y escolar

16) No

17) Tampoco

18) Autóctono y prescindible

19) Superior a los anteriores

20) Malo, malazo

21) Curiosa ortografía

22) Irresponsable rimador

23) Caótico

24) Patriótico, más ilógico

25) Ilustrado y pésimo

26) Preocupado con cabello, no logra el acierto

27) Inepto

28) Incoherente

29) Enérgico y tosco

30) Feble

31) Enfático y agrícola

32) Vana, entusiasta y ridícula

33) Misterioso y estúpido

34) Acaso atendible

 

El certamen de poesía, convocado por el diario La Nación en 1963, tuvo como jurados a Borges, Bioy (quien anotó las observaciones que él y Borges hacían sobre los candidatos), Carmen Gándara y Eduardo Mallea. Podemos seguir las deliberaciones y fastidio de Bioy en su Borges, durante el mes de septiembre y principios de octubre de ese año. El lunes 14 de octubre se reunió el jurado en La Nación y decidieron otorgarle el premio al concursante que participó con una colección de sonetos. El martes 15 se reúnen nuevamente con el director del diario, Bartolomé Mitre, el secretario del suplemento, Jorge Cruz y otras personas para dar fe del concurso.

El escribano es un hombre normal llano y simpático. «¿Qué hacemos —pregunta con el sobre del premiado en la mano— si resulta ser Juan Perón o Patricio Kelly?» El premiado es García Saví, de La Plata. «Un buen sonetista», dice alguien. Es frase que oiré varias veces con relación a este hombre.

Converso con Cruz, que pondera a la persona. Le digo: «Premiamos los poemas, no al hombre. Pero no puede uno olvidar que el premio da una gran alegría; yo prefiero dar esa alegría a una buena persona». «Además —observa Cruz—, nadie leyó toda la literatura. Si uno da el premio a un sinvergüenza, ¿quién le garantiza que no está premiando a Calderón de la Barca? La gente sinvergüenza es muy sinvergüenza y es capaz de mandarnos una obra ajena (y hasta famosa y clásica) como si fuera propia». Cuando refiero esto a Borges, comenta: «No creo que Calderón se sacara el premio».

Como ya dije, he decidido no volver a participar como jurado de un concurso de poesía. Quizá por ello pocas cosas me han divertido tanto como la lista de los juicios de Borges y Bioy. Imagino que si yo hubiera concursado podrían tocarme los adjetivos atribuibles a la escritura de los concursantes 31 y 32 y pienso, también, que si el concurso fuera en esta época oscura, Borges y Bioy ya habrían sido linchados por emitir un juicio con las palabras que aún hoy existen en el diccionario. La cacería apenas comienza.

[NOTA MANUSCRITA AL CALCE DE LA «ÚLTIMA NOTA»]

Corran. (No importa cuándo lean esto).

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