POR  BLAS MATAMORO

¿Qué leemos cuando leemos un libro? Anecdóticamente, un texto, uno solo y el mismo para el universo, una sucesión de palabras y de páginas. Pero, una vez leído y dando por supuesto que no nos hemos saltado un solo párrafo por sospecharlo superfluo, ¿qué cuentas echamos cuando ya aquel texto es un libro? Volviendo sobre el material inmediato, las letras sobre el papel, es muy posible que comprobemos subrayados, borrones, anotaciones marginales, elogios y denuestos para un autor maniatado y mudo, incapaz de replicarnos. Es decir, el libro no coincide con el texto.

En esta disidencia se inscribe la lectura como acto, no solo como mecanismo y eventualidad, sino como producción. El texto es una inercia lingüística y retórica que se pone en movimiento con la lectura. Paul Valéry, acaso exagerando por mor didáctico, ve en la lectura una escena de resurrección. El libro está muerto en el estante de la biblioteca y resucita cuando el lector lo abre y lo encara, lo mira cara a cara. Aún más, hay escritores que se han inhumado durante años o siglos y han vuelto a la vida con toda insolencia, aunque sin seguro de inmortalidad.

Esta pareja conformada por la yacente escritura y la vivaz lectura tiene historia. En las academias renacentistas, una suerte de clubes de lectores, se identificaba efectivamente la una con la otra. Tener letras o tener literatura era poseer el hábito de la lectura. Desde luego, el contexto de aquellos señores –señoras, pocas y ninguna– difiere enormemente del nuestro. Para poder leer había que haber aprendido a leer, privilegio de escasas minorías. Los libros eran objetos de lujo que, con frecuencia, ni siquiera registraban propiedad individual. Era necesario leerlos en los monasterios, las curias, las cortes. En fin, nada que ver con este mundo en que podemos frecuentar a los clásicos en las bibliotecas de barrio, el quiosco de la esquina o la colección que le regalaron a un primo en su reciente cumpleaños. Hay muchísimos libros en el mundo, acaso demasiados. En la lejanía del pasado quedan aquellos manuscritos que podían llegar a los eruditos de Europa en minuciosas copias, guardadas como piezas de orfebre en Roma o Alejandría.

Esta proliferación multiplica de modo exponencial los actos de lectura en el planeta, unido por la intangible textura del internet. Imagine el lector cuántos colegas –es decir, lectores– están haciendo en este preciso instante algo similar en el mundo. Entre ellos, ¿cuántos están leyendo el mismo libro? La comunidad es hormiguiante y, sin embargo, cada acto de lectura es individual y absoluto. No podrá repetirse porque tampoco es la repetición de actos anteriores. Es absoluto como cada instante de eso que llamamos tiempo, algo radicalmente concreto. Nadie puede volver a vivirlo. En este punto cardinal se inscribe lo esbozado: podemos releer el mismo texto, no podemos releer el mismo libro. Cualquiera de nosotros lo ha comprobado retornando a títulos admitidos como relecturas. Nos resulta fluido algo que recordábamos dificultoso. Este detalle me parece que jamás lo percibí. Ahora me aburre lo que entonces me entusiasmó. La traducción es peor que el original o el original es peor que la traducción. ¿Cuál de los dos es la verdadera y real obra que tenemos ante nosotros? Roland Barthes propone una clasificación. Una obra es capaz de soportar innumerables lecturas, lo cual no garantiza que sean infinitas. En cualquier caso, si se llega a la conclusión de que ya no admite intentos novedosos, cuando ahora se ha cerrado el inventario de sus lecturas posibles, ha dejado de ser literaria para volverse arqueológica. Más enfático, Umberto Eco sostiene que hemos de leer prescindiendo del pasado, como si se tratara de un inédito. Es su famosa fórmula sobre la constante apertura de la obra. ¿Qué han dicho las Erinias de la tragedia griega? Todavía no han abierto la boca. La exageración es eficaz sin dejar de ser exagerada. En todo caso, es un consejo didáctico que convoca a la libertad del lector. Siempre queda bien tomar el partido de la libertad.

Apertura es inestabilidad y vivencia, como la vida misma, que está hecha de momentos únicos. Borges recuerda en una graciosa página, y cito de memoria: «Ayer a tal hora y en la ciudad de Buenos Aires, la lectura de María de Jorge Isaacs me resultó muy placentera». Es un caso raro en el inventario del escritor, poco afecto a las novelas, a los novelistas románticos y a los novelistas románticos colombianos. Está sencillamente señalando que no garantiza ninguna relectura comparable. Recojo a más compatriotas. Victoria Ocampo rememora su primera lectura de Guerra y paz en una estancia bonaerense mientras un molino de agua sonaba marcando el compás al viento. Cortázar describe las siestas de verano en su casa del barrio porteño de Devoto recorriendo La montaña mágica. Por no ser menos, me vuelvo a ver en otro verano y en el parque Avellaneda de la misma ciudad, siempre con esta novela.

He citado unas traducciones del ruso y el alemán. Lo subrayo porque colabora con el hecho plural de la lectura. En efecto, cuando leemos una traducción, ¿leemos la obra que luego citaremos o una de sus versiones? En otro lugar, el mismo Borges examina varias traducciones de las Mil y una noches para concluir que, no habiendo abordado nunca el original, la conclusión es que tal obra, como tal obra, no llegó nunca a conocerla. La divina comedia dantesca ha sido vertida durante siglos. El general Mitre la propone romántica, como si el florentino hubiera sido un profeta del Risorgimento. Ángel Crespo, en cambio, opta por el endecasílabo garcilasiano, ya que es una medida italiana importada por Castilla. ¿Cuál es la «auténtica» traducción? ¿Dónde ha ido a parar el Alighieri? Un historicista diría que las dos porque toda traducción responde a una época, está fechada. Un comparatista aprobaría la de Crespo, por más cercana a las fechas de Dante. Un dialéctico diría que ambas porque el texto de Dante contiene suficientes huecos y ambigüedades como para que prolifere en manos de terceros: la Commedia se sigue escribiendo, no ha terminado de ser escrita. Octavio Paz matizaría y quizá se inclinaría por decir que ninguna porque no hay, en rigor, traducciones de poesía sino perífrasis. Todas las llamadas traducciones de Dante circundan un vacío del cual el original dantiano está ausente.

En cualquier caso, la obra del denominado traductor es eso, una obra, algo obrado por él y firmado por el «autor». Esto me permite abundar en el tema que estoy compartiendo contigo, lector o lectora. La lectura es un arte comparable al de la escritura porque impone emitir signos por parte del lector, tan auténticos como los emitidos por el autor. Cargando las tintas, el lector como coautor de un texto intangible que atesorará su memoria. En efecto, ¿quién puede retener todas las palabras de un libro? Fuera de los aficionados a los poemas, que se juntan para compartir piezas de memoria o algún campeón mundial de tal deporte, como Dámaso Alonso, que podía recitar sin leer las Soledades de Góngora, ¿alguien más?

Por cierto, existen las llamadas lecturas autorizadas, emitidas por lectores a los que se atribuye una especial preparación y, por lo mismo, cierta pericia en el arte de leer. Esta calidad tiene efectos fecundos, porque propone varios textos en paralelo en vez de uno solo. También produce efectos perversos. Uno de ellos es asustar a los lectores que no se atreven a decir que Ulysses es un ladrillo y Finnegans Wake un intransitable disparate. Asimismo, se puede elogiar al valiente que osó perpetrarlos, como se elogia a los valerosos voluntarios a quienes se inyectan vacunas experimentales. Alguien debe hacerlo, la humanidad lo agradecerá.

Hay, por fin, escritores suficientemente astutos como para conocer estos vericuetos de la textualidad y especular estéticamente con ellos: lo que todos deberían hacer pero lo que pocos pueden cumplir cabalmente. Elijo a uno, a Cervantes. Stendhal y Flaubert decidieron ser escritores leyendo de niños el Quijote. Thomas Mann juzgó que la muerte del personaje era la mejor de la historia literaria y, si él no conseguía, al menos, igualarla en la muerte de Jacob de José y sus hermanos, haría mejor en no escribir nada. Bien, pero es de sospechar que los dos franceses conocieron unas adaptaciones del Quijote para chicos y el alemán, la versión romántica de Tieck. Es pensable que el ingenio cervantino haya podido con ambos acomodos. Prefiero añadir algo más: la actitud contraria a las instituciones literarias del propio Cervantes. Veamos. ¿Quién es el autor del Quijote? No el redactor del texto, que es Miguel de Cervantes Saavedra. El autor se dice que es un escritor árabe, la traducción de cuyo original fue hallada en un armario toledano. O un cronista manchego. ¿Qué estatuto tiene un personaje ficticio frente a un lector real? En la segunda parte, el personaje de Alonso Quijano ha leído la primera parte, al igual que un apócrifo. Es decir, que tiene el mismo estatuto que el lector de carne y hueso que también ha leído la primera parte. O lo opuesto, que es lo mismo: el lector es un personaje de la ficción textual, como don Quijote, del cual conocemos tan poco que apenas rozamos su historia familiar y dudamos acerca de su verdadero apellido, o sea, de su vínculo filial.

Cada vez que vuelvo sobre este detalle de la agudeza cervantina, me sonrío y pienso en la seriedad que contiene tal sonrisa. Finalmente, de todos nosotros ha de quedar memoria o anonimia en un relato al que llamamos historia. Subrayo: Historia. Cervantes nos lo señala. Sus días fueron incanjeablemente suyos; sus horas, sus minutos. Hoy somos sus palabras, que se mezclan con las nuestras tal si estuviéramos conversando con él. Nos vuelve a decir que seremos parte de un mismo cuento gracias a nuestro arte, que contribuye a su existencia. Un arte de leer.

Total
2
Shares