A pesar de que, como se acaba de indicar, lo biográfico —con todas las salvedades que se quiera— está lejos de ser un coto vedado para la poesía, lo cierto es que no son pocos los poetas para quienes la dificultad de trazar un espacio propio comienza por la incertidumbre que encierra la palabra «yo». Escribir es, en buena medida, así, un situarse, aunque el punto marcado en el mapa sea más bien ese hic sunt dracones de los terrenos aún no explorados, verdadera terra incognita. Incluso, como ya se ha apuntado, un ubicarse en ningún sitio, como si el poema encontrara siempre su localización exacta en una ausencia. No me parece casual que una poeta de obra más bien escasa, pero de indudable interés, como Marta Agudo, titule el segundo de sus libros con algo en apariencia tan anodino como un código postal, 28010 (2011), que marca un lugar preciso y, sin embargo, ajeno, puesto que el número remite casi inevitablemente al terreno de lo abstracto. En buena lógica, el libro se inaugura con una reflexión sobre el propio nombre, puesto que todos esos signos (nombre, código postal…) remiten a esa dialéctica entre la exterioridad y la interioridad, entre lo que nos viene impuesto desde fuera y la precaria identidad que queremos construir: «Me llamo Marta. Me llaman Marta. Fui bautizada en escenarios sin dueño hasta que mis ojos fueron, poco a poco, dilatándose en ficciones» (2011, 13). Esa tensión entre el «Me llamo» y «Me llaman» parece apelar a la paradójica asunción de unas señas de identidad que se presentan, sin embargo, demasiado a menudo bajo el signo de lo convencional y de lo arbitrario. El nombre propio es así no el signo de una realidad estable, sino un gesto enigmático, que el sujeto debe asumir en toda su extrañeza. Las cuatro secciones del libro, tituladas respectivamente «Fonética», «Sintaxis», «Geografía» y «Secuencia», pretenden trazar cuatro coordenadas, en las cuales, si las dos últimas remiten al espacio y al tiempo, las dos primeras marcan inequívocamente la pertenencia del sujeto al lenguaje. El espacio, no sólo del poema, sino de la propia vivencia, se revela como espacio verbal. El verbo no se hace carne, sino que ya es carne, porque aquél que habla y que escribe lo hace siempre desde un cuerpo, que queda a su vez escrito, interpretado, atravesado por un discurso que forma parte tan esencial de nosotros como nuestra herencia genética. Y, ciertamente, la carne tiene también su protagonismo en la poética de Marta Agudo, como se aprecia en su último libro, el reciente Historial, donde la experiencia de la enfermedad muestra la paradójica realidad de un cuerpo que es a la vez lo más propio y lo ajeno: «Aquí no se comporta nada. Y digo “aquí” porque el cáncer es un espacio; un espacio o la instalación expectante que disfruta cómo cae pletórica y de nuevo la roca de Sísifo» (2017, 23). Nótese la curiosa insistencia en una espacialidad, la que crea la enfermedad en torno a sí, como si ese cuerpo dañado —o más bien, el malestar que causa en otros cuerpos— impidiera la misma posibilidad de compartir un espacio común. La enfermedad es así el origen de una extraña solidaridad y la constatación de una soledad inevitable, a la vez que funciona de nuevo como una extraña localización, una suerte de «no lugar» o laberinto cuyas puertas están selladas.

Ese inextricable vínculo entre lengua y habla, entre la carne y el verbo, se convierte en uno de los rasgos más visibles de Ada Salas, cuya obra ha ido perfilándose como una verdadera poética de la corporalidad, que asume, sin embargo, lo que de fantasmal tiene toda carne, el enigma de ser un cuerpo que se sueña, que habla. Así, el libro que cierra la primera recopilación de su poesía, No duerme el animal (2009), enuncia ya desde el título, Lugar de la derrota (2003), una espacialidad no menos dolorosa por enigmática (¿cuál es ese lugar?, ¿la vida?, ¿el cuerpo?, ¿el lenguaje?, ¿el poema?). De igual forma, el reciente Limbo y otros poemas (2013) remite de nuevo a un lugar que es un no lugar, a un espacio fugaz que se revela «un / afuera como dentro» (2013, 17). La conciencia del cuerpo señala hacia un «aquí» inevitable, que emerge con fuerza en la experiencia erótica, pero sin que pueda reducirse en absoluto a ésta. La necesidad de dibujar la cartografía de ese escenario, donde lo inefable no viene de un espíritu imposible de asir (si es que existe), sino de un cuerpo no reducible a habla, pareciera sólo encontrar una salida en el poema, que se asimila así a la vivencia del eros: «Ahora desaprendes la trampa / del lenguaje. Lo que dice / tu cuerpo no tiene / boca» (2013, 49).

Buena parte del reclamo comercial de esos títulos que evocábamos al principio, con vocación de colonizar el espacio de la poesía, pero sin la mínima exigencia artística, reside en la pretensión de expresar la vida sin filtros, la espontaneidad de los afectos, como si lo íntimo no estuviera ya atravesado por toda una suerte de esquemas culturales, de discursos aprendidos, que desmienten toda posibilidad de transparencia. Como ha recordado Jorge Riechmann, «Es quimérica la empresa de una total reapropiación del yo, de un salto fuera, de un mundo interpretado, de una experiencia libre de toda mediación» (2006, 42). De ahí que ese adanismo del sujeto sólo revela la impotencia por expresar una identidad prístina que no existe. Por el contrario, como hemos visto, esa tensión entre lo vivido y el lenguaje se da en las autoras citadas y también en voces como la de Eduardo Moga. Como ha señalado Vicente Luis Mora, «Moga es uno de los poetas españoles que más y mejor ha tratado, con el debido distanciamiento, crítica y autocrítica, el tema del sujeto» (2016, 178). Así, un título como Bajo la piel, los días (2010) recurre significativamente al poema en prosa para desdibujar los límites entre la necesidad de transfigurar (casi al modo de Rimbaud y los surrealistas) poéticamente la vida y la imperiosa realidad cotidiana de la «prosa del mundo», con ecos de un realismo sucio que, sin embargo, no se convierte nunca en estética dominante (y que comparte ecos con cierto irracionalismo vanguardista o con autores como Saint-John Perse). Para Moga el poema no es nunca un espacio inmaculado, sino un lugar de conflicto y también un espacio de revelación donde conviven lo maravilloso y lo abyecto, lo vivido y lo quizá soñado. Lejos de toda pretensión de poesía pura (no es casual, creo, que en la escritura de Moga tenga el cuerpo, como en los otros nombres citados, una presencia notable), hay en la escritura del barcelonés una reflexión implícita, poco frecuente en la lírica española, sobre la dialéctica que establecen prosa y verso más allá de criterios formalistas. Ello es palpable en Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (2017), libro en el que, mientras que la prosa parece el vehículo de una experiencia más a ras de suelo, el verso ofrece la visión alucinada de esas mismas vivencias. De nuevo la perspectiva espacial es importante, ya que el origen de los textos (el tiempo vivido por el escritor, como inmigrante, en Inglaterra) nos sitúa ante la extrañeza por el lugar que se ocupa, una extrañeza que admite lecturas más amplias, que dibuja incluso un horizonte de preocupaciones existenciales, sin abandonar nunca la realidad concreta de la inmigración.

En una línea muy distinta, la obra de Chantal Maillard en libros como Matar a Platón (2006) invita también a reflexionar cómo se construye la experiencia, hasta qué punto nuestra realidad está condicionada por el propio lenguaje y por los mitos que hemos heredado. Un título más cercano en el tiempo, La herida en la lengua (2015) bucea de nuevo en esas trampas que la propia mente crea, con su constante ruido que permite esbozar el espejismo de una identidad y un sentido: «La mente como una mosca incordiante / Manotazo» (2015, 51). Trampas que, por supuesto, afectan también a la propia escritura que intenta desmontarlas: «Recuerdo el cerezo en flor / Ahora tacho las palabras escritas» (ibídem). Detrás de no pocos poetas contemporáneos está la pretensión de Caeiro/ Pessoa de dejar hablar a las cosas mismas, pero también la conciencia de la dificultad (cuando no, la imposibilidad) de hacerlo. No hay que olvidar, por otra parte, que nos encontramos con una autora que se mueve con igual facilidad en el terreno del ensayo, desde una mirada para la que poesía y prosa ensayística no son sino dos maneras de romper con las inercias del pensamiento. Baste citar títulos como La baba del caracol o La razón estética, en los que muestra un conocimiento nada superficial de la tradición filosófica, no sólo occidental sino también oriental. En esta dirección, es palpable —tanto en su ensayística como en su poesía— la huella del hinduismo y de cierto budismo (sobre todo, en la tradición del camino medio de Nagarjuna), formas de espiritualidad que ya pusieron hace siglos sobre la mesa el carácter fantasmal del yo. De ahí que la cuestión del sujeto vuelve a surgir con fuerza desde la desconfianza ante esa máscara del sujeto que se pretende sólida y a la que la autora alude como «mí»: «Lo que del mí / hace al yo: el peso de su historia. / La inercia que conduce / siempre / al mismo punto. / La creencia en el punto» (2015, 65). Hay así una invitación a pensar la poesía, pero también —podríamos decir casi zambranianiamente— a poetizar el pensamiento.

Si nuestros estudiantes de primaria y secundaria siguen aprendiendo que la poesía es el género de expresión del yo, en los autores a los que vamos acercando (incluso en los textos de apariencia más testimonial) encontramos una visión nada ingenua del yo lírico, que en absoluto se identifica sin más con el autor de los textos. Así, un poeta como Jordi Doce, en cuya obra pueden espigarse aquí y allá referencias más o menos biográficas, en su último libro, No estábamos allí (2016) enuncia ya desde el título esa espacialidad paradójica de la que veníamos hablando. Ese lugar del que se está ausente podría ser la propia poesía, pero también la vida propia, puesto que, según apunta el poema «Exploración», acercarse a «la frontera de sí mismo» es «ir allí donde nadie había estado nunca». (2016, 24). No es de extrañar que en este libro Doce alcance probablemente el equilibrio más logrado entre las que han sido las dos líneas maestras de su escritura, la observación y la imaginación, como si lo contemplado necesitara soñarse para revelar su verdad (o su irrealidad) y lo imaginado necesitara encarnarse en paisajes reales. «Estás aquí, y aquí es ninguna parte» (2016, 85), leemos en el poema «Monósticos», en el que precisamente ese cruce entre realidad e irrealidad alcanza algunos de sus momentos más convincentes (y más perturbadores). Es cierto, sin embargo, que esa voluntad de distanciamiento, de enfriar las solicitudes del yo, ha estado en Doce desde muy temprano, pues nos encontramos ante un escritor para el que mirar es ya una forma de pensamiento (lo que muestra su cercanía a poetas a los que ha traducido como Charles Tomlinson o John Burnside, pero también su afinidad con autores coetáneos como Vicente Valero, Melchor López, José Ángel Cilleruelo o Francisco León). No hay que olvidar, por otra parte, que, al igual que en caso de Chantal Maillard, se trata de un escritor que no limita su actividad a la poesía. Traductor y ensayista (autor de valiosos libros como La ciudad consciente, La formas disconformes o Curvas de nivel), Doce ha ido tejiendo una obra que se despliega en un amplio campo de intereses. Su trabajo nos muestra que esa vieja tradición que une poesía y pensamiento sigue estando muy viva (vienen a la cabeza otros escritores españoles contemporáneos: Miguel Casado, Antonio Méndez Rubio…). Por no hablar de la traducción como práctica de escritura y de asunción de una alteridad. No en vano Doce ha titulado un reciente volumen de sus versiones de poesía anglosajona Libro de los otros. Si generaciones anteriores (José Ángel Valente, Ángel Crespo…) habían mostrado que poesía y traducción pueden ser prácticas que se contaminan favorablemente entre sí, la figura del poeta-traductor (Doce, Moga, Cilleruelo, Casado, Riechmann…) sigue teniendo una amplia presencia.

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