POR JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ

Telémaco, que asistía a su padre en la matanza,

pero conocía mejor la desdichada suerte de la lírica

en los años siguientes a la guerra de Troya,

intervino a favor del poeta caído.

José Ángel Valente, El fin de la edad de plata

 

¿Qué lugar ocupa la poesía en la vida cultural española en el cambio de siglo? A juzgar por el espacio que le dedican los medios de comunicación, e incluso buena parte de la academia, un territorio más bien escaso. El reciente, y más bien inesperado, fenómeno de una serie de libros y de autores que acaparan las listas de los más vendidos en un género tan frecuentemente preterido como es la poesía, con textos de escasa —o nula— entidad artística puede leerse como un simple epifenómeno al albur de las redes sociales y de las nuevas dinámicas creadas por Internet. Sin embargo, si ampliamos nuestra perspectiva, podemos constatar cómo esa irrupción de textos, producto de una descarada maniobra comercial, ha encontrado terreno abonado en una sociedad que parece haber hecho suya la tan cacareada expulsión de los poetas de la república platónica. Con la estrategia más eficaz: ignorando su existencia. No importa que todavía reste cierta aura a la que se acogen algunos privilegiados para acceder al cada vez más escaso reparto de prebendas consistentes en la obtención «de un puesto, de un pequeño prestigio entre los otros, de modestos viajes», como decía ya hace años Valente en un irónico texto de El fin de la edad de plata (Valente, 692). Ello no implica la inexistencia de un campo literario, por citar el concepto de Bourdieu, sino que, por el contrario, la parquedad del terreno incita a reforzar las posiciones de poder para acceder a las pocas migajas que hay que repartir entre demasiadas bocas. Y tal vez acierta Martín Rodríguez-Gaona, que ha estudiado con detenimiento el fenómeno de lo que él llama la «poesía pop tardoadolescente», al señalar como un factor importante «una institucionalidad literaria sin criterios definidos, deficientemente modernizada (centrada en la cultura como espectáculo […] sin mayor renovación de discursos ni protagonistas)» (2018, 109). Un panorama en el que dar gato por liebre resulta relativamente fácil, tras haberse confinado lo poético, en el mejor de los casos, en la vitrina de un museo, a ser posible, arqueológico.

Mientras tanto, la poesía va convirtiéndose en una especie cada vez más exótica. Baste comprobar cómo se ha ido adelgazando, hasta desaparecer incluso por completo, el número de páginas dedicados a la poesía en los suplementos culturales de los periódicos de tirada nacional o su presencia, cada vez más exigua, en la enseñanza secundaria. O, incluso, en una universidad por lo general bastante refractaria a la poesía de los últimos años, lo que se cifra, por ejemplo, en la presencia en demasiadas ocasiones de referencias canónicas vigentes en decenios anteriores, pero dudosamente operantes en la actualidad. Cabe preguntarse incluso si la dificultad de establecer criterios generacionales claros, dada la disparidad de propuestas estéticas de la última poesía, no ha ido en detrimento de su visibilidad, si tenemos en cuenta el uso y el abuso que del concepto de generación se ha hecho en nuestros lares. Siglos de tradición impiden, de momento, renunciar sin más al prestigio del poema, pero la aproximación a éste se parece cada vez al acercamiento a un ídolo caído, cuando no a la recreación vintage de lo que no deja de percibirse, pese a todo, como una sospechosa antigualla.

Asimismo, el que pareciera el terreno natural para encontrar un espacio común (el de una poesía no ya española, sino en español, en diálogo con otras lenguas peninsulares), abierto a la escritura de ambos lados del Atlántico, se limita a menudo a acercamientos parciales y con escasa vocación de perdurar. Pareciera una tarea casi imposible no sucumbir a ciertas inercias nacionalistas, que, desde luego en nuestro país, lastran la posibilidad de un camino de ida y vuelta entre la escritura de aquí y allá. Por otro lado, el horizonte de recepción, más español que hispánico, de esos pocos lectores que todavía siguen fieles a la poesía no va, en demasiados casos, más allá de las tempranas lecturas escolares. Con lo que tenemos, con harta frecuencia, una visión de la poesía moderna que sigue gravitando sobre la llamada generación del 27 y que a lo sumo llega, con mucho esfuerzo, al medio siglo.

Y, sin embargo, la paradoja está en que, pese a ese más que precario horizonte de recepción, una aproximación a los últimos treinta años de poesía ofrece un bagaje muy rico de nombres y de experiencias, que lamentablemente apenas encuentra eco más allá de algunos círculos. La lírica española contemporánea parece abocada así a una suerte de invisibilidad, de las que apenas se salvan algunos pocos nombres. Al resto sólo le queda deambular por una tierra de nadie, en la que la publicación de un poemario tiene algo del gesto de quien hace señales en medio de la niebla.

Con todo, esa extraterritorialidad de la palabra poética (por citar una expresión cara a Valente), si dejamos de lado por un momento las consideraciones sociológicas, parece ser también un elemento sustancial de la propia lírica, empeñada siempre en abrirse paso en un lugar que no existe. O que, al menos, no existe como espacio previo al poema. El resultado es así, siempre, una localización difusa, inestable, que más se parece a la incursión en tierras enemigas o a un intento de fuga que a la colonización de un territorio preciso. De ahí también que, en su alteridad, pueda dibujar a menudo una alternativa crítica, la de un mapa que no coincide con ningún territorio y que de este modo incluso se atreve a sugerir, aunque no sin cierto escepticismo, un frágil aliento de utopía. Escritura de nadie, de ningún lugar, sin dirección clara, como la que ha explorado en un reciente libro Julio Prieto, Marruecos (2018), que, rompiendo la expectativa que suscita el título, evoca un lugar en el que no se ha estado: «Qué cuento: nunca estuve, nunca supe, cómo no imaginar» (2018, 14). Así, si repasamos algunos de esos nombres, que, con mayor o menor presencia, van dibujando el paisaje de la lírica española contemporánea, no sorprende la dificultad de fijar unas coordenadas precisas, no sólo del hecho poético, sino de la propia identidad tanto del sujeto como del yo lírico, que encuentran cada vez más dificultades para identificarse entre sí.

Esa distancia entre el yo que escribe y el yo que es escrito explica de igual manera la desafección de buena parte de los potenciales lectores, en una época que ha hecho del culto a la propia imagen un rasgo propio. Antonio Méndez Rubio ha alertado sobre el riesgo de que la poesía, lejos de mantener una distancia crítica frente a esa pulsión narcisista, se sienta tentada a reproducir ese impulso: «[…] la poesía es hoy día un claro reflejo de la pulsión hiperexpresiva y de la necesidad de reconocimiento que conllevan las nuevas pautas de orden. Por su propia posición en el sistema cultural tradicional, la poesía más ingenua o inercial se entrega como pocos discursos y acciones a la hegemonía entre simpática y mesiánica del yo expresivo, del sujeto como autoimagen, como selfie» (2016, 21-22). Incluso no faltan las voces que reclaman esa vuelta a una ingenuidad poética como única posibilidad de supervivencia de la lírica, ignorando que la industria cultural se basta y se sobra para, a través de un sinfín de productos, mantener en pie ese espejismo de un yo autosuficiente. Hoy la jerga de la autenticidad no campa tanto a sus anchas en la filosofía y en la lírica (a menos que consideremos como poéticos algunos subproductos de reciente difusión) como en la publicidad, el arte de consumo y las llamadas redes sociales.

La precaución contra una visión ingenua del sujeto, y por ende de la voz poética, no implica que desde la poesía más exigente no sea posible trazar caminos hacia lo vivido, como prueba, por ejemplo, Jesús Aguado en su perturbadora Carta al padre (2016), donde, más allá de los ecos kafkianos, hay un evidente intento de ajustar cuentas con el pasado. Pero, significativamente, Aguado recurre a un juego de espejos en el que se entremezclan y superponen elementos ficcionales y biográficos, no siempre fáciles de deslindar entre sí (a pesar de que la división en secciones parece remitir las ficciones de los «padres posibles» únicamente a la primera parte del volumen). El resultado es un libro duro e inteligente, no exento de ternura pese a la rabia y el dolor que destilan no pocos pasajes. Lo que importa, al fin y al cabo, no es tanto si el autor ha vivido esa relación traumática con el padre, como la capacidad para hacer visible esa experiencia que resulta, desde luego, verosímil más allá de su fidelidad a unos hechos. Por otra parte, aunque ése no sea el propósito de Aguado, plantear un tema como la paternidad permite también abrir la reflexión sobre cómo se constituye el yo masculino, dentro y fuera del poema. Si la poesía de los últimos dos siglos —por razones obvias, que remiten a una cultura patriarcal y unas relaciones muy claras de dominio— ha servido a menudo a las mujeres poetas como espacio de redefinición y de subversión del yo femenino, encontramos, por el contrario, pocos ejemplos de poetas (hombres) que trabajen, o cuestionen, una identidad masculina. Ésta se sigue dando por hecha, como una suerte de punto cero del enunciador lírico (excepción hecha —aunque no siempre— de la lírica que plantea un punto de vista homoerótico, si bien cierta perspectiva queer parece haber sido explorada con más audacia por la poesía hispanoamericana, de la mano del travestismo y la metamorfosis barroca —y neobarrosa— del sujeto y del propio lenguaje).

En este terreno de exploración de lo emocional desde la órbita de la paternidad y de un yo masculino podemos citar asimismo un libro reciente como Hijo (2017) de Raúl Quinto, en el que el nacimiento del primer hijo del poeta persigue su expresión en una prosa que intenta borrar las distinciones demasiado rígidas entre la poesía y otros géneros (si es que la poesía es un género), lo que de algún modo sugiere la necesidad de que poesía y vida se conviertan en territorios permeables entre sí. Incluso el lenguaje científico tiene aquí cabida, siguiendo una línea por la que han transitado otras voces (así, por ejemplo, Agustín Fernández Mallo o Javier Moreno). El libro oscila entre la necesidad de que vida y escritura no se confundan y la imposibilidad de establecer cordones sanitarios y zonas de seguridad, porque en buena medida la poesía (no necesariamente identificada con el verso ni con un género preciso) parece ser ese impulso por ir más allá de la literatura como institución y del lenguaje como red fija de significados: «Aprendí a no mezclar la vida con la literatura, porque en el juego de las dos ficciones siempre hay una que se come a otra […]. La palabra escrita asienta la realidad y le da peso y hambre de más realidad. Lo quiere todo de ti. Por eso en mis libros no estoy de manera consciente, y huyo de la anécdota y del apunte biográfico. Porque el peligro está ahí. De adolescente enloquecí y llegué a pensar que los poemas que escribía escribían mi vida. Y sin embargo. Aquí estoy, arrojando inútilmente las máscaras al suelo, intentando bailar encima de ellas al son de la música diminuta de la respiración de mi hijo» (2017, 19).

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