No es exagerado afirmar que la irrupción en la prosa del stream of consciousness supuso un acercamiento de la prosa narrativa a una escritura que podríamos calificar como «poemática». Quizá por ello no pocos poetas contemporáneos parecen haber estado especialmente alerta ante el carácter permeable y fluido de la conciencia, que lejos de ofrecernos un yo estable, parece trazar un concierto de voces, no exento de disonancias y perturbaciones. En vez de la palabra justa de la tradición simbolista, la «inexactitud de la palabra», como ha escrito Rafael Morales Barba a propósito de Mariano Peyrou (2017, 433), lo que supone en gran medida renunciar al mito de un verbo primigenio, poderoso y fundador, y aceptar lo que de precario hay en todo lenguaje. También en todo pensamiento. En la asunción de ese ruido de fondo de la conciencia no es ajena la influencia del norteamericano John Ashbery en poetas (además del citado Peyrou) como Julieta Valero, Alberto Santamaría, Marcos Canteli o, en ciertas zonas de su obra, Juan Andrés García Román. No obstante, resulta arriesgado establecer una afinidad predominante, cuando son tantas las lecturas que permean las obras de autores con una más que evidente curiosidad intelectual. De ahí que haya que evocar la huella de poetas hispanoamericanos como Eduardo Milán o Mario Montalbetti, así como de las vanguardias, cuya prematura acta de defunción no parece confirmarse a la luz de cierto experimentalismo muy vigente en los libros de Ángel Cerviño (quien, no en vano, ha defendido su opción por una poética «impersonal»), Mario Martín Gijón, Julio César Galán, Ángela Segovia, Óscar Curieses, Víktor Gómez, María Salgado, Agustín Fernández Mallo o Berta García Faet. O de Pablo García Carballo, cuya poética debe quizá no poco a lo que llamaría una poética en superficie (en oposición a la «profundidad» de lo metafórico) de Olvido García Valdés. La autora de Lo solo del animal se ha convertido, en efecto, en una referencia ineludible en la poesía de los últimos decenios, en su exploración de esas yuxtaposiciones entre vivencias y recuerdos, entre lo experimentado y lo soñado, que convierten en misterio lo más cotidiano, sin necesidad de apelar a un significado oculto. Hay así una extrañeza de la cotidianidad, que exploran asimismo voces como la de Esperanza López Parada, que convierte una poética de lo mínimo en un espacio de exploración, el cual sorprende por su precisión y su contagiosa perplejidad.

La puesta en cuestión de una identificación simplista entre el yo que escribe y el yo lírico (si es que éste existe, puesto que en ocasiones nos encontramos con poemas hechos de bloques de lenguaje, de los que se ha borrado cualquier huella explícita de la primera persona) puede resolverse asimismo mediante el diálogo con otras artes, incluso con referencias ficcionales. Así, mientras que Raúl Quinto en su temprano La piel del vigilante (2005) echaba mano del mundo del cómic, un libro como Dentro (2010) de Óscar Curieses toma como propio el cine de Bergman, al igual que Ana Gorría, en Nostalgia de la acción (2016), se aproxima a la filmografía de una artista experimental, Maya Deren (y lo hace de la mano de los dibujos de Marta Azparren, con lo cual el diálogo se convierte en una conversación a tres voces). Este último libro abunda en la cuestión de la identidad en no pocos pasajes, incluso mediante la creación de llamativos neologismos como «unotra» o «unotro»: «en la piel indistinta los pedazos / unotra / unotro / desnudez vacía» (2016, 71). A estrategias ficcionales (y metaficcionales) recurre asimismo Juan Andrés García Román en El fósforo astillado (2008), cuya estructura descansa sobre el ensayo interminable de una ópera que difícilmente podrá llevarse a cabo, o en la narratividad de un libro que hubiera merecido más atención por parte de la crítica: me refiero a La adoración (2011), donde el recurso a la prosa —al igual que en Moga— no es casual, ya que se trata de explorar una narratividad difusa que se niega a cerrarse como relato, en tanto que el esquema mítico del viaje es a la vez convocado y parodiado. Y en todos ellos, como en el reciente Fruta para el pajarillo de la superstición (2017), el recurso al humor. Este un elemento distanciador que, aunque muestra afinidades con la ironía de un Carlos Pardo o un Jorge Gimeno, tiene en García Román un valor muy personal, en el juego constante entre mitificación y desmitificación que establece la voz poética. Un juego que tal vez pueda entenderse también como una recuperación parcial, con tonalidad posmoderna, de algunas de las facetas más olvidadas de la revolución romántica, en su gusto por lo grotesco, por el quiebro irónico en la tradición del witz (que sólo muy aproximadamente podemos traducir por «chiste» o «broma») del Romanticismo temprano. Como el propio autor ha señalado, «hay en mis poemas un creciente acendramiento, al tiempo que desaparece esa pretensión, si alguna vez la hubo, de lo total» (Andújar Almansa, 2018, 256). Sin embargo, si es evidente esa desconfianza ante la totalidad, creo que lo roto, lo fragmentario, lo residual asoman en García Román precisamente en contraste con esas resonancias (románticas, simbolistas, vanguardistas) todavía apegadas a una nostalgia del todo, que hay que hacer presentes, aunque sea en sordina, para darles la vuelta.

Entre los autores que han hecho del diálogo con otras artes un elemento esencial de su trabajo, merece especial atención Pilar Martín Gila, quien en Ordet (2013) toma como referencia la célebre película de Dreyer, al igual que en Otro año del mundo (2014) parte de las sugerencias míticas y simbólicas que despierta el poema «El rey de los elfos» de Goethe. Precisamente en este poemario se deja entrever la huella de un personaje que dará pie a su último libro hasta la fecha, La cerillera (2018), donde no faltan dos referencias clave en el universo poético de Martín Gila como son la infancia y la muerte. La cerillera se inspira en el cuento de Andersen, pero asimismo en la ópera de Lachenmann, en la que la niña del relato sobrevive para convertirse, ya adulta, en miembro de un grupo terrorista. De esta manera, la voz poética (o, más bien, una pluralidad de voces) despliega un campo de perplejidades no sólo existenciales, sino también políticas, desde una interrogación sobre la violencia que parece atravesar la historia.

Precisamente la exploración de la identidad política, no ajena a la construcción de la propia subjetividad, es un camino perceptible en libros como Todo está en todo (2016) de Ernesto García López. Desmintiendo lo que se ha venido considerando poesía social en España, aquí el espacio privado de la intimidad amorosa no se opone al ámbito público de las plazas y las calles donde se reclama una sociedad más justa, porque es «el cuerpo / la ciudad que nos pertenece» (94) y «quien cruza la noche / lleva un pedazo / del mundo» (102). Ese camino entre la intimidad y la exterioridad, que a menudo encuentra un territorio privilegiado en la experiencia del cuerpo y en la aparente opacidad del poema, lo encontramos también en otras voces como la de Erika Martínez, Miriam Reyes o la ya citada Julieta Valero, especialmente en su último libro Que concierne (2015), no ajeno a acontecimientos recientes como la crisis económica o la irrupción del llamado movimiento del 15M (que también deja su huella en García López). Para ser justos, hay que reconocer, con todo, que esa interrelación entre lo político y lo personal ya estaba en generaciones anteriores: Jorge Riechmann, Juan Carlos Mestre, Miguel Casado… Este último, en un libro reciente (El sentimiento de la vista, 2015) trabaja una escritura permeada por lo cotidiano, pero sin que esa cotidianeidad se sienta ajena a las circunstancias y a las perplejidades del cambio de siglo, entre ellas la desaparición de los sueños revolucionarios que alentaron la confianza en un cambio radical de la realidad: «Sin la revolución, voy solo registrando / lo que pasa por los ojos del mal / espectador» (25). Las derrotas personales se confunden con las frustraciones y esperanzas colectivas en varios poemas a través del espacio simbólico de la plaza, que hace referencias no sólo a realidades geográficas tangibles, sino sobre todo a sucesos históricos de reciente memoria: Tiananmén, Syntagma, Tahrir…

Si acabamos de referirnos a la obra de Juan Carlos Mestre tal vez quepa insistir en cómo la perspectiva crítica, o incluso abiertamente política, no es incompatible con el tono alucinado, de ribetes surrealistas, de una escritura tampoco ajena a la influencia de las vanguardias (en una cercanía entre la mirada social y el experimentalismo, nada rara en la lírica hispanoamericana, pero que todavía, entre nosotros, se mira con suspicacia). Ahí está, para demostrarlo, la escritura política de un Enrique Falcón, en quien la imaginación se convierte en una fascinante máquina de generación de imágenes, atravesadas por una aguda conciencia del cuerpo y de su vulnerabilidad (pero también de su potencial utópico).

Volviendo a Mestre, no resulta descabellado afirmar que estamos ante un poeta especialmente preocupado por el lugar de la lírica. Ya en La tumba de Keats (1999) —en buena medida su personal «Grito hacia Roma»— el espacio señalado en el título parecía aludir no sólo a la muerte del poeta, y por extensión de la poesía, sino también a las víctimas de la historia, como ya había hecho en su temprano La poesía ha caído en desgracia, de 1992. En una misma línea, su libro más reciente, Museo de la clase obrera (2018), vuelve a plantear el poema como espacio de la memoria, de esa memoria que es a la vez personal y colectiva. Más chamán que vate, el poeta convoca los pecios de una lengua sagrada, no para convocar a los dioses (definitivamente idos, pese a Hölderlin), sino, en todo caso, para establecer un precario diálogo con los muertos.

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