POR SARA MESA
–A esta señora no la conocemos de nada –le dijo en un aparte.
Fuera porque Padre no quería reconocer la metedura de pata o porque verdaderamente estuviera entre sus planes traerla a casa, el comentario le pareció de lo más inadecuado.
–¿Y eso qué más da? Está aquí y punto.
La señora llevaba un abrigo pesado y largo, de paño negro, y un carrito de la compra por el que asomaban las barbas de unos puerros y dos barras de pan. Sonreía de un modo muy raro, como diciéndose a mí no me la dan con queso, y de la garganta le brotaba un ruidito de satisfacción. Tenía mirada de loca y hasta nosotros, que éramos pequeños, nos dimos cuenta de que estaba loca.
–Señora, ¿no se quiere quitar el abrigo? –le preguntó Padre cortésmente.
–Misi misi –dijo ella, y se lo dejó puesto.
–¿Un café querría?
–Misi misi.
–¿Un bollo?
–Sí.
A nosotros nos ordenó que fuésemos hospitalarios con ella porque era una mujer muy importante, muy culta. Por lo que habían conversado, dedujo que en el pasado había estado vinculada al mundo del derecho. Quizá había sido abogada, jueza o fiscal. O quizá había trabajado en el despacho de un abogado, de un juez o de un fiscal. O quizá era la mujer de un abogado, de un juez o de un fiscal. Etcétera. Mirándolo de soslayo, Madre nos contagió el descrédito. Padre tendía a creer que el silencio de los demás cuando él hablaba significaba comprensión absoluta. No solo comprensión, sino conformidad e incluso admiración. A lo mejor, en el autobús, le había contado a aquella señora el último caso en el que estaba trabajando y solo con los «ajam» de ella, o los «misi misi», construyó él su teoría.
Estuvimos un rato mariposeando en torno a la señora, sin saber qué debíamos hacer ni en qué consistía ser hospitalarios. Pensábamos que lo de la hospitalidad tenía algo que ver con hospital, como cuando hay que cuidar a alguien porque está enfermo con atenciones del tipo de las que no dan los médicos, como poner compresas frías en la frente o llevar tazas de caldo de gallina, ese espanto. Pero aquella señora no parecía enferma, solo desorientada y quizá desconfiada. Arrebujada en su abrigo, no nos quitaba ojo de encima. Aqui se acercó para enseñarle uno de sus dibujos más recientes: una grúa levantaba un coche averiado mientras dos hombres miraban la operación; uno, el dueño del coche, lloraba, y el otro, con gorra de operario, no. Una luna y un sol, cogidos de la mano, contemplaban la escena desde arriba, pero los dos riendo –«JA, JA, JA», había escrito al lado–. Tanto la grúa como el sol y la luna eran de un amarillo brillante con un reborde naranja muy bonito. La señora, tras observar el dibujo con suma atención, hizo una bola con el papel y lo arrojó a lo lejos.
–Bah.
Aqui apretó los labios, recogió la bola sin protestar, trató de aplanar el dibujo. Padre, que no había visto nada o que lo vio pero se hizo el tonto, tampoco abrió la boca. Madre se marchó a la cocina a hacer sus faenas. Como siempre que se enfadaba, empezó a formar mucho escándalo con las ollas y las sartenes, y resoplaba ostentosamente.
De pronto, entre ruidito y ruidito gutural de la señora, oímos también una especie de llanto, un «maaa» inesperado y dulce. La señora se desabotonó el abrigo y sacó de un bolsillo interior un gatito diminuto y despeluchado. Nos abalanzamos sobre ella para verlo, todos a la vez, así que lo guardó de nuevo mirándonos con ferocidad.
–Misi, misi.
Le pedimos por favor que nos lo enseñara. Lo volvió a sacar con cautela, poquito a poquito. El gato era grisáceo, con ojos azules y el rabo rayado. Tenía las uñas desproporcionadamente largas, como agujas. La señora nos dijo que se llamaba Felipe y esa fue la primera frase completa que pronunció. Madre se acercó a mirar secándose las manos en un paño, con el ceño fruncido porque odiaba los gatos. Luego oímos que le daba las quejas a Padre.
–Esta mujer tiene que irse, lo mismo la están buscando, y encima con el gato, qué vamos a hacer con ella.
Pero como Padre tenía cosas que resolver en el despacho, rogó silencio y se limitó a decir:
–Ya veremos.
Además había empezado a llover otra vez, un aguacero pesado, violento, que oscureció el cielo acercando la noche de golpe. ¿Cómo podía salir nadie con ese tiempo? La señora, algo más confiada, soltó a Felipe en el suelo para que también él explorase el territorio. El animalillo daba unos saltos inauditos para su tamaño, graciosísimo, pero solo se dejaba coger por ella, que lo llamaba con un susurro, unas veces alargando la s y otras pronunciando una especie de ch.
–Missi, missi.
O:
–Mishi, mishi.
Felipe hizo caca en una maceta y removió toda la tierra con furia, mirándonos ofendido por haber visto lo que no debíamos ver. Rosa limpió aquello a toda velocidad para que Madre no se diera cuenta.
A la hora de cenar, la señora seguía allí como una más, con el abrigo puesto y su carrito de la compra al lado. La lluvia, que caía a mares, era como una provocación. Padre arrimó una silla extra a la mesa, desafiante, diciendo que en su casa no se le negaba el pan a nadie. Estábamos allí todos apretados y del abrigo de la señora emanaba un olorcito a pipí que queríamos pensar que era por Felipe. La señora, con su cara arrugadísima y el cuello de tortuga, miró la tortilla de patatas con deseo. También miró a Damián de arriba abajo, porque era quien le había tocado enfrente, y le preguntó qué tal le iba en el trabajo.
–Yo… tengo solo trece años, todavía estoy estudiando.
Pero la señora ya se había despreocupado de él y devoraba su pedazo de tortilla. Madre, al verla, tuvo un ramalazo de compasión.
–Pobre, tiene hambre.
A Felipe le habían puesto un platito de leche en una esquina y ahí estaba lamiendo, tan hambriento como su dueña. Nosotros nos preguntábamos si quizá podríamos quedárnoslo, aunque fuese a costa de que la señora se quedase también. Por supuesto, no nos atrevimos a sugerirlo. Ya conocíamos la teoría de Padre sobre las mascotas, que justo entonces empezó a explicar con mucho preámbulo.
–Rescatar a un gato de la muerte es una acción muy digna, pero conservarlo como mascota es una canallada. La misma palabra mascota es muy reveladora. Establece una relación de desigualdad, de posesión, inaceptable.
La señora asintió:
–Inaceptable.
–Fíjese: los animales no tienen mascotas. Un perro no tiene a un gato ni un chimpacé tiene a un loro. En la naturaleza no existe esa costumbre tan sumamente absurda. Es algo que nos hemos inventado los humanos, justificándolo con la excusa de la compañía. Animales de compañía, se les llama, qué disparate, cuando por contraste rechazamos la compañía de nuestros semejantes. Por no hablar de las enfermedades que transmiten.
–Contra la domesticación –dijo la señora.
Esta última intervención nos dejó de piedra. La señora entendía más de lo que aparentaba. ¡Era una filósofa! Padre se animó, asintió con vigor –«¡Contra la domesticación!», repitió– y dijo que la existencia de mascotas no era más que una aberración de la cultura occidental, una infantilización, una marca de clase y una señal de decadencia, una estúpida y perniciosa moda de la que, afortunadamente, muchísimas culturas asiáticas y africanas ni siquiera tenían noticia. Tras un largo silencio, preguntó:
–¿Qué hará con el gatito?
–Felipe.
–Con… Felipe.
–Duerme en el bolsillo –luego miró alrededor, limpiándose con la servilleta–. Y yo, ¿dónde duermo?
Que era una mujer culta y que tenía relaciones con el mundo del derecho, hasta Madre tuvo que admitirlo más tarde. Antes de acostarse estuvo hablando del Código Civil y del derecho consuetudinario, disquisiciones que, por supuesto, nosotros no entendimos, no sabemos si porque eran inentendibles o porque no teníamos edad para entenderlas. Madre la interrumpía a cada momento para preguntarle cuestiones prácticas como si quería que le guardase el carrito de la compra en la cocina, si llevaba dentro algún alimento que pudiera estropearse, si quería que le prestase un camisón, una toalla o un cepillo de dientes, y cosas por el estilo, así que la conversación avanzaba dislocada, lo que nos hizo mucha gracia aunque tuvimos que contener las risas por aquello de la hospitalidad. A esas alturas, Padre ya se había desentendido porque, después de todo, la señora era una mujer, y él con las cosas de mujeres era muy respetuoso. Madre le había preparado la cama de Rosa –«sábanas limpias –dijo para sí misma–, más lavadoras»– y Rosa iba a dormir en el sofá. Como nunca nos movíamos de casa, ni siquiera en verano, este tipo de cambios, por mínimos que fueran, nos hacían cierta ilusión. Pero la verdadera, desesperanzada ilusión la teníamos puesta en Felipe. ¡Si por lo menos nos dejara jugar un poco con él! Felipe se había quedado dormido dentro del abrigo y ella no pensaba quitárselo.