POR JOSÉ MARÍA HERRERA
Dividido en dos partes y organizado en fragmentos, el libro rememora diferentes episodios de la historia de los Esterházy a lo largo de los siglos: primero en un estilo burlón, caleidoscópico y posmodernista y, luego, mucho más convencionalmente, es decir, sin mezclar deliberadamente ficción y realidad, deteniéndose en las penalidades por las que pasaron los miembros de la familia a causa de la evolución política de Hungría durante el siglo xx. El país había pasado de ser parte del Imperio habsbúrgico a convertirse en soviet, luego en república fascista y, finalmente, muy poco después de acabar la Segunda Guerra Mundial, en dictadura comunista. Por si no fuera bastante con esta deriva catastrófica, tras la fallida Revolución de 1956, los soviéticos entregaron el poder a János Kádár, quien durante una década aplicó una política de sanguinaria represión que solo empezaría a aflojarse a mediados de los sesenta gracias a la rendida docilidad de los ciudadanos. Sobre las condiciones en que vivieron los húngaros es inútil extenderse. Como suele ocurrir cada vez que el comunismo se alza con el poder, no faltaron ninguna de las habituales alegrías de la dictadura del proletariado: detenciones masivas, torturas, procesos judiciales al margen de la ley, campos de concentración, ejecuciones sumarísimas… Las últimas palabras en el paredón de Imre Nagy, el primer ministro comunista cuyas reformas provocaron la entrada del Ejército Rojo en Budapest en 1956, son suficientemente ilustrativas para formarse una idea: «No todos los comunistas son enemigos del pueblo».
Si bien Armonía celestial trata de la familia Esterházy, el protagonista del libro es Mátyás, padre del autor. Su entereza ante el destino sirve en última instancia para definir lo aristocrático, hilo conductor de la novela. Aunque su vida, la de un trabajador de ínfima categoría al que se humilló cruelmente debido a su árbol genealógico, carece de la espectacularidad de la del abuelo Móric –ex primer ministro que, a pesar de los nazis, jamás perdió la costumbre de quitarse el sombrero cuando tropezaba con algún grupo de judíos destinado a la deportación–, la dignidad con que asumió la desgracia lo convirtió a ojos del hijo en una especie de Lot, el único hombre digno en un mundo corrompido de arriba a abajo. Mátyás parecía haberlo soportado todo gracias a la fuerza que recibía de algo que escapaba al poder de un sistema que presumía de control absoluto. Péter relacionó ese elemento inalcanzable con las estrellas. Lo que orientó éticamente a su progenitor, evitando que se degradara como tantos miles de húngaros, no estaba en la tierra, sino en el cielo, en ese mundo supralunar al que los cosmólogos griegos atribuyeron la estabilidad y la perfección. Gracias a ello, y ello no era sino la vieja nobleza, jamás perdió el rumbo. Su integridad resultó, metafóricamente, una refutación del totalitarismo. La existencia de un solo hombre capaz de resistir sin doblegarse a las sórdidas maquinaciones de un Estado tiránico ponía en entredicho su presunta omnipotencia. Pasar de ser una de las mayores fortunas de Europa a hacer la cola del pan sin que jamás saliera de su boca la menor queja era, desde luego, para sentir admiración y orgullo. La casualidad quiso, sin embargo, que el terreno sobre el que descansaba aquel orgullo se revelara menos sólido de lo que el escritor suponía, tan poco, de hecho, como para hundirse con él.
Fue en otoño de 1999. Su padre acababa de fallecer. Impulsado por una mezcla de frívola curiosidad y vanidad personal, Péter solicitó a la Oficina de Historia Contemporánea –un archivo creado años antes con los informes elaborados por la policía política en la época comunista– el material referente a su familia. Deseaba conocer cómo obraron los sicarios del Estado con ellos, elementos desclasados de la nación a los que presumiblemente consideraban merecedores de especial atención. Pocos días después de cursar la solicitud, un allegado ligado a la institución le instó a reunirse con él. En el encuentro, le entregó tres carpetas –días más tarde añadiría otra–: eran los informes de un confidente de la policía, un delator, un soplón. Al abrirlas para echar una hojeada, Péter reconoció al instante la letra del informador: se trataba de la bella e inconfundible caligrafía de su padre, la firma de un hombre cuyo apellido figuraba en tratados de paz, actas de solemnes fundaciones, documentos gubernamentales o cartas dirigidas a los protagonistas de la historia. El impacto que le produjo el hallazgo lo sumió en una vergüenza tan grande que casi se puso a llorar de rabia.
Como cualquiera que conociese de cerca el mundo totalitario, eufemismo bajo el cual aún seguimos ocultando la barbarie contemporánea, Péter sabía que uno de los elementos esenciales del terror del Estado es la delación, la sospecha de que cualquiera –tu compañero de trabajo, tu vecino, tu cónyuge, tu propia madre– puede ser un informador al servicio del poder. Cuando uno desconfía hasta de las personas que forman parte del estrecho círculo personal, las opciones de obrar como agente político libre se reducen drásticamente. ¿Cómo rebelarse contra el tirano si este es fuerte incluso en la intimidad del ciudadano? Por supuesto, Péter era consciente de que muchos aristócratas, impelidos por el simple instinto de supervivencia, habían colaborado con el régimen. Podrían haberse comportado heroicamente y sacrificarse en nombre de la libertad, pero, pese a odiar el sistema, prefirieron practicar el doble pensamiento de que hablaba Orwell –doublethink– y negar el carácter reprobable de sus acciones a sabiendas de estar engañándose. Al fin y al cabo, en el Estado comunista no cabe una vida ética. Las acciones morales son sacadas del contexto de la libertad y la responsabilidad individual e incorporadas al sistema de coordenadas de la objetividad histórica, patrimonio del partido. La dialéctica, con su capacidad para trasladar las cuestiones siempre al plano que interesa al dialéctico, no tiene ningún problema a la hora de borrar la línea que separa lo bueno y lo malo. El acto más abyecto, considerado desde un punto de vista histórico superior –sustitúyase esto por si presta o no servicio a la utopía revolucionaria–, se convierte en algo noble y encomiable, y viceversa. Nada de asombroso tiene, por eso, que a la caída del comunismo aflorara en su lugar cinismo, impostura y podredumbre. Después de varias décadas malviviendo detrás de una alambrada de ideas a la espera de un final feliz que jamás se produjo, lo improbable es que emergiera de golpe una sociedad moralmente sana. Péter estaba seguro, no obstante, de que su padre había sabido mantenerse al margen de todo esto. Su nobleza, sus principios y su integridad eran una garantía. La aparición de aquellos documentos fue un mazazo. Una nausea oscura comenzó a moverse en sus entrañas. ¿Acaso era cierto lo que había escrito Imre Kertész, otro escritor húngaro curtido en las tinieblas totalitarias? ¿«El secreto de la supervivencia es la colaboración»?
Péter había oído hablar de padres de familia a los que la policía amenazó, dejándoles solo tres alternativas: ir a la cárcel siendo inocentes, emigrar o cumplir la tarea a la que los obligaban. Su opinión, sin embargo, es que, fueran cuales fueran las circunstancias, no había que colaborar. Evitar un perjuicio trasladándoselo a otros le parecía éticamente reprobable. Ignoraba los motivos que llevaron a su padre a convertirse en un traidor –más tarde se enteraría de que los funcionarios del Ministerio del Interior lo reclutaron aprovechando ciertas informaciones comprometedoras, aunque nunca supo de qué informaciones se trataba–, pero lo cierto es que no podía justificarlo de ninguna manera. De hecho, tras un rápido vistazo a aquellos papeles, su primera reacción fue de temor y desconcierto: temor a que el descubrimiento llegara a divulgarse precisamente cuando iba a salir la novela; desconcierto porque la posición de fortaleza moral que solía esgrimir en los debates públicos y en el ámbito personal se viera amenazada. Ya no podría seguir viviendo como una víctima inocente del terror comunista. La traición del padre tiznaba el nombre de la familia y lo despojaba a él del aura que lo había rodeado. El orgullo no exento de socarronería y humor de Armonía celestial se convertía de golpe, por obra y gracia de cuatro carpetas, en lo contrario: una sensación de vergüenza infinita que ensombrecería en adelante su vida y relaciones. ¿Era posible que el heredero de una de las familias nobles más importantes de Europa hubiera podido caer tan bajo?