Claro que quizá exageraba. El caso de Mátyás Esterházy era solo uno entre muchos. En el momento en que las paredes de los archivos secretos se vuelven permeables, una muchedumbre queda a la intemperie. Es lo que aconteció en Hungría con la democracia. La araña desapareció, pero no la telaraña, esa trampa deshilachada y pegajosa en la que quedaron atrapadas montones de figuras de la primera fila de la sociedad, la política y la cultura. Una de ellas fue István Szabó, el genial director de cine, confidente de la policía política entre 1957 y 1961. Cuarenta y ocho informes sobre setenta y dos personas relacionadas con su profesión así lo atestiguaban. Las informaciones que suministró iban desde enredos amorosos a opiniones políticas. Algunas pusieron en serio peligro a los afectados. Szabó intentó maquillar su feo papel en la historia, pero lo único que consiguió fue perder el escaso prestigio que le quedaba. Aunque cien prominentes intelectuales, admiradores de su magnífica obra, suscribieron un manifiesto a su favor, nunca ha conseguido borrar la mancha que ensombrece su biografía. La atención que presta al tema de la traición en sus películas –Coronel Redl, por ejemplo– no parece, desde luego, casual. ¿Qué lleva a alguien a sacrificar sus amigos a los poderosos? La respuesta no es sencilla, entre otras cosas porque no es igual obrar bajo coacción que voluntariamente, por convicción política o buscando un beneficio personal. ¿Cómo saber a ciencia cierta cuáles fueron los motivos que impulsaron al delator a participar de la maldad institucionalizada traicionando a los suyos?
Lo mejor, por supuesto, es no emular a los inquisidores. En vez de amontonar unos leños y encender la hoguera, conviene ser discretos. Las circunstancias a veces son tan difíciles que literalmente no hay salida. Para los húngaros, como para el resto de los súbditos de los países del telón de acero, la vida se volvió extraordinariamente complicada después de la Guerra Mundial. Los aliados impidieron que Hitler los dominara, pero solo para entregárselos bien atados de pies y manos a Stalin. El Imperio soviético explotó a esas naciones y a sus habitantes como si fueran esclavos. Tratándose de un sistema que no se apoyaba en el respaldo popular, sino en el miedo, la idea de que las redes de información policiales eran tan tupidas que nadie podía evitarlas tardó poco en difundirse. Recuérdese que los comunistas elevaron el arte de la tortura y la represión a la categoría de ciencia. La invocación de unos ideales indisputables –una consideración menos apasionada de la habitual demostraría que no son tan estupendos como se afirma– bastaba para justificar las mayores aberraciones. Cualquiera que escondiese algo en el interior de su alma era considerado un burgués y tratado en consecuencia. Como todos, incluida la propia policía, eran sospechosos, los archivos secretos del Estado acabaron convirtiéndose pronto en una verdadera pesadilla kafkiana. Claro que a las autoridades no les preocupaba en absoluto no hallar en ellos pruebas contundentes para condenar a los enemigos del pueblo. «Las dictaduras no necesitan inventarse acusaciones, solo necesitan inventarse leyes, leyes que no puedan respetarse», dice con razón Kertész. Si la realidad entorpecía en algún momento sus pretensiones, sencillamente la manipulaban. Procesos basados en falsas acusaciones se cuentan en el mundo comunista por miles. La posverdad no la inventó, como ahora se dice, Goebbels –el padre de la propaganda política a gran escala o, si se prefiere, del uso deliberado de la mentira como si fuera verdad–, se trata de una idea inherente al pensamiento revolucionario. Cuando se aspira a transformar de arriba a abajo la realidad y se dispone del poder absolutamente, verdad y mentira pierden su significado.
Consciente de todo eso, Péter barajó también la posibilidad de que los documentos de su padre hubieran sido manipulados. Fue solo un segundo porque la letra no dejaba duda. No tenía sentido engañarse ni hacerse falsas ilusiones. Por mucho que le doliera aceptarlo, su padre había sido un traidor. Pensar que solo él se había mantenido puro y resplandeciente en el estercolero moral húngaro había sido una ingenuidad. De todas maneras, pronunciar la palabra traición le costó un gran esfuerzo. Se trata ciertamente de una palabra amarga y terrible. Brodsky escribió de ella que «cruje como un tablón colocado sobre un abismo». Es verdad que solemos reservarla a quienes ponen en peligro la supervivencia del grupo confiando a sus adversarios algún secreto y que lo que su padre hizo, hablando estrictamente, fue trasladar información a la policía, colaborar con los servicios de seguridad del Estado, pero ¿qué diferencia existe en un sistema totalitario entre confidente y traidor? ¿Acaso no es el Estado el único verdadero enemigo de la nación en los sistemas totalitarios?
Consternado por estas consideraciones, trató de tranquilizarse pensando que, en realidad, nada de aquello guardaba relación con él. Cada cual es el único responsable de sus actos. El hijo no puede cargar con las culpas del progenitor. Admitir otra cosa sería volver a los tiempos de la tragedia griega, cuando la responsabilidad se transmitía de generación en generación, igual que la sangre y el apellido. El problema es que él había escrito Armonía celestial para defender todo lo contrario: la idea de lo aristocrático como destino que trasciende la dimensión individual de la existencia. Incluso en su caso y el de su padre, dos personas que solamente conocieron el precio a pagar por pertenecer a una familia principesca –en la escuela, cuenta, había «una subdirectora muy comunista que acometía la lucha de clases contra nosotros, contra mi hermano pequeño y contra mí»–, el sentimiento de responsabilidad histórica estuvo de algún modo siempre presente, adherido a su conciencia como las ideas innatas a la conciencia de un cartesiano, o al menos eso pensaba él hasta que tuvo la ocurrencia de presentarse en la Oficina de Historia Contemporánea.
Fue precisamente dicho sentimiento lo que le incitó a escribir una versión corregida de la novela. La deconstrucción practicada por razones literarias en la historia familiar ahora debía llevarla a cabo sobre su propio libro, concebido con plena conciencia de que las novelas familiares son hoy un proyecto estéticamente cuestionable. Se había propuesto al emprender la tarea desintegrar el género de la saga y, con ese objetivo, había optado por prescindir de la cronología y los nombres propios. En la historia de una dinastía como la suya, lo fundamental no eran las personas ni los acontecimientos, sino el estilo, la manera de ser y de vivir. El problema es que una vez conocida la implicación de Mátyás con el régimen comunista todo aquello quedaba reducido al absurdo. Su padre había traicionado a la familia y a la patria, se había traicionado a sí mismo. Algo así no se puede disimular con malabarismos literarios o subterfugios retóricos. Esforzarse en demostrar que su fracaso era el del país, que su culpa era solo la parte alícuota de la culpa colectiva o, dando un paso más sutil, recordar que trabajó como traductor para referirse a él como traductor de la situación histórica y jugar luego, imitando a los intelectuales de pacotilla, con el tópico traduttore, traditore sería una indecencia. «Me cago en tu armonía celestial», grita en las primeras páginas de Versión corregida. Si durante buena parte de su vida había sufrido el estigma de ser el hijo de un aristócrata, a partir de entonces sufriría el de ser el hijo de un traidor.
A medida que avanzaba en la lectura de las carpetas, en un proceso que podría haberle recordado el lento descenso de un operario por una alcantarilla, se fue dando cuenta del cambio de actitud de su padre. Hasta 1959, tres años después de su reclutamiento, se había mostrado más bien pasivo, informando de lo que todo el mundo sabía, como si tratara de hacer lo peor posible la labor. Tenía entonces 41 años. A partir de esa fecha, en cambio, comenzó a mostrarse más colaborador, menos negligente. Quizá se percató de que el prestigio de su apellido facilitaba a la gente franquearse con él y esto le hizo sentirse menos angustiado. Nadie en sus cabales podía imaginar que el conde Esterházy fuera colaborador del régimen. Las vejaciones sufridas por él y su familia constituían la mejor garantía. A todas luces era el topo ideal. ¿Cómo era posible que se hubiera prestado a ello? ¿Había que atribuir su flaqueza al espíritu de la época o de la sociedad húngara? Fascismo y comunismo habían impregnado a la nación de algo que la hacía menospreciar tanto la libertad como la responsabilidad individual, pero Péter no estaba dispuesto a disolver la culpa de su padre en la colectiva. Tampoco consideraba necesario evaluar la gravedad de su colaboración, hacer cálculos del daño que pudo producir. ¿A qué tantas indagaciones? Él mismo lo había dejado muy claro dos décadas antes en Relato de espías: «Lo que aparece en un informe es secundario. Lo que importa es que existe, el hecho de que existe, de que sea».