A pesar de creer en el determinismo histórico, los comunistas intentaron siempre controlar férreamente el curso de los acontecimientos. La alianza entre teoría y práctica, entre intelectuales y policía, convirtió sus países en campos de concentración. Mientras los Gobiernos adoptaban las medidas más extremas acallando cualquier crítica con la apelación a la necesidad histórica, los ciudadanos iban degradándose hasta hacer cuanto se les ordenase. La cantidad desorbitada de personas involucradas en las redes secretas de la policía –en Hungría cerca de cuarenta mil– es fruto de dicha situación. ¿Pensaron los delatores que participaban en un proceso inexorable y en el futuro nadie podría reprocharles sus actos o desesperaron tanto del porvenir que no imaginaron la posibilidad de que aquel mundo sucumbiera y tuvieran que dar cuenta de su papel? Péter evita plantear la cuestión temiendo, quizá, encontrar una respuesta absolutoria. Desde su punto de vista el traidor no tiene disculpa. La desesperación, fragilidad del alma humana, el instinto de supervivencia, el miedo al dolor, el temor al destino de los seres queridos…, cualquier excusa esgrimida para tratar de justificar sus actos nunca le parece tan convincente como otras opciones: la cobardía, la indiferencia ética, la búsqueda de una posición segura, el derrotismo de quien ha perdido el mundo y no sabe reconquistarlo… La tesis defendida en Armonía celestial de que alguien que se sabe moralmente superior puede sobrevivir a todo se había demostrado falsa y lo queda en su lugar son solo dudas y sospechas: ¿Es la vida secreta de los hombres su única y verdadera vida? ¿Acaso no es de ahí, de ese fondo secreto, de donde el traidor saca fuerzas para seguir viviendo a pesar de saber que ha echado por tierra todo en cuanto cree?
Versión corregida fue escrita con el propósito de responder a estas cuestiones y hacerlo, además, de la forma más austera y realista posible. Nada de malabarismos posmodernistas, de digresiones fantasiosas, de florituras autocomplacientes. Aunque el autor acabaría incumpliendo su promesa –quizá el vanguardismo no sea una elección estética–, al principio se la tomó tan en serio como para incorporar al texto los informes paternos y los comentarios de la policía a ellos. Cuando se aspira a comprender los mecanismos de la traición hay que tener en cuenta tanto al traidor como a quien le incita a serlo, especialmente si se descubre que los informes jamás son del gusto de los destinatarios. La policía recelaba por sistema del confidente. Si exculpaba a un investigado, lo convertía al punto en sospechoso. Desconfiaban de él porque no podían descartar que los investigados estuvieran sobre aviso. En Tierra, tierra, segunda parte de sus memorias, Sándor Márai comenta que cuando los húngaros se enteraban de que alguien se había visto forzado a colaborar con los comunistas, procuraban ayudarlo en vez de condenarlo. El dato no parece falso porque una tía lejana de Péter confesó a este, antes de que saliera a la luz el asunto de la colaboración, que tenía noticia de que su padre había tenido que pactar con el régimen. El escritor, saltando más frecuentemente de lo que se había propuesto del mundo de los hechos al de las palabras, soslaya, sin embargo, esa posibilidad exculpatoria. Prefiere hurgar en la herida y justificar los recelos policiales como una estrategia corrosiva destinada a hundir a su progenitor en la abyección –encarnada en su afición a la bebida, hábito que achacó en Armonía Celestial al dolor por las humillaciones padecidas, y ahora a su doblez, pues era en los bares donde solía ver a sus víctimas–. De tal proceso de degradación, indispensable para que la condena sea absoluta, formaría parte la introducción ocasional en dichos informes de comentarios condescendientes hacia la política del Gobierno. Aunque el lector de Versión corregida no acaba de saber cuáles son esos comentarios, Péter aventura que Mátyás procuró ganarse a las autoridades, actuando como si pudieran en el futuro recompensar su honradez. Su impresión, en suma, es que está vendiendo el alma pero el comprador no es el diablo, sino el Estado; diferencia crucial, pues el diablo ofrece satisfacer los deseos de la persona tentada mientras que el Estado se limita a degradarla. Devastar moral y psíquicamente a la persona en nombre de la historia ha sido uno de los logros indiscutibles del comunismo. No es casual, desde luego, que mientras los ideócratas se burlaban del demonio considerándolo un pequeño burgués tratante de almas, ellos presumieran de ser ingenieros de almas.
La sentencia de Péter Esterházy es rotunda: el traidor es un hombre despreciable porque vende su alma. El problema, para él, es que el traidor resulta ser también su padre y que a este lo ha ensalzado en un libro previo porque, aunque sea de manera deficiente, lo ama. ¿Qué puede haber más doloroso para quien ama que constatar que la persona amada renuncia a su alma y deja así de servirse a sí misma para convertirse en sierva de otro? Justo porque se trata de un dolor difícilmente asimilable, llegado a este punto, se impone la pregunta de si, en verdad, debería o no escribir sobre esto. ¿No exige el deber filial otra cosa? ¿Cómo reaccionará el público ante el hecho de que sea precisamente el hijo del traidor el encargado de denunciarlo? ¿Puede justificarse que por ser escritor escriba sobre ello? ¿Eso no lo convierte a él mismo en traidor?
Péter quiso evitar el error que siempre reprochó a los húngaros: detener el examen de la historia allí donde los datos comienzan a ser molestos. Había creído ingenuamente que su padre, «un hombre nacido para ignorar qué es abrir una puerta por sí mismo», era la mujer del César. Estaba tan lejos de cualquier sospecha que el descubrimiento de la traición conmovió su vida. El pretérito ya no era territorio seguro. Había subido y bajado por su árbol genealógico confiando en la firmeza de las ramas y ahora estaba en el suelo con la crisma rota. Quizá erró suponiendo que podía encontrar en el pasado la armonía celeste que no hay en el presente. Puso a su familia bajo la protección de la astronomía, esa ciencia lejana, pero también ellos habían sido zarandeados por los vientos que azotan la superficie de la Tierra. Mátyás fingió como un actor que representa un papel y, aunque en el teatro comunista el protagonista de la tragedia sea el coro, no el héroe, lo que más le dolía no era, en realidad, su colaboración con el régimen de Kádár, sino que esa colaboración arruinara cuanto le enseñó como padre. En la época en que se dirigía a él y a sus hermanos para inculcarles el orgullo de pertenecer a un linaje como el suyo, jamás deslizó la posibilidad de que hubiera un traidor. Todavía recordaba la mañana en que discutieron a propósito de Ferdinand Walsin Esterházy y su infame papel en el caso Dreyfus. El padre argumentaba que aquel hombre era un bastardo que había vivido al margen de la familia. La irritación con que comentó el caso, vista retrospectivamente, tiznaba aún más su memoria. Más increíble le parecía incluso que años más tarde, instaurada la democracia, conversando sobre István Csurka, escritor ultranacionalista que fue encarcelado tras la Revolución de 1956 y luego se hizo confidente de la policía, no objetara absolutamente nada a su feroz crítica del personaje. Péter se mostró entonces radical e intransigente, pero él le respondió adoptando una distancia áurea, sideral y aristocrática. «Lo que te echo en cara –dice amargamente el escritor– es que hayas empobrecido el mundo».
El resultado de sus esfuerzos fue un libro farragoso y, en cierta medida, fallido. El oprobio y la consternación le impidieron lograr la ecuanimidad que el proyecto necesitaba. Avergonzado por la conducta de su padre, ni siquiera tomó en cuenta las dificultades de vivir dignamente en un mundo moralmente podrido. Cierto que ponerse al servicio de un Estado que utiliza el poder y las leyes para oprimir a la población, un Estado convertido en enemigo del ciudadano, es una mala decisión, pero quizá sea demasiado fácil exigir la virtud en épocas en las que la única forma de demostrarla sería obrar como un mártir. Péter pertenecía a una generación que responsabilizaba a sus padres de haber claudicado demasiado fácilmente a la extorsión comunista. No les faltaba razón, desde luego, aunque la verdad es que, debido a la colaboración del régimen de Horthy con los nazis, los húngaros cayeron en poder de los soviéticos como una piedra aristotélica en su lugar natural, y cuando intentaron sacudirse el yugo en 1956 nadie los apoyó. Goliat aplastó a David, como ocurre generalmente. En la farsa populista de la dictadura del proletariado y la sociedad sin clases no hay papel para los héroes. Mátyás había mantenido una posición discreta hasta que, tras la fallida revuelta popular, tuvo que colaborar. No había tenido relación con aquello –era consciente de que su presencia en un movimiento contra el poder establecido podía ser contraproducente–, pero a partir de ese día le exigieron comprometerse con el régimen. Nadie sabe qué clase de amenazas lo convenció. Su hijo no quiere, de hecho, conocerlas. La urgencia de condenarlo le lleva a dar por supuesto que podría haber hecho cualquier otra cosa. Y, sí, seguro que pudo ser así, pero nosotros desearíamos saber cuáles. Él, desde luego, no intenta explorarlas; de hecho, comete el que, según Jules Renard, es siempre el mayor error del juez: suponer que el acusado actuó guiado por la lógica. Pero Mátyás no era un arribista que intentara mejorar su situación personal ni un cínico capaz de defender los valores de sus enemigos, sino solo y nada más que un hombre al que se le había despojado de todo, incluida su propia alma. Esta había sido convertida en bien social. La nacionalización de las almas significaba que nadie tenía derecho a organizar su vida individualmente. Semejante abominación, aplaudida con alegría en las soleadas terrazas de las cafeterías de París por los intelectuales comprometidos, hubiera rendido literariamente mucho más que la simple y siempre fácil condena. Quizá por eso Esterházy no consiguió convertir su caso, el caso familiar, en obra.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]