«J’ai vécu sans nul pensement,
Me laissant aller doucement
À la bonne loi naturelle».
Régnier
Rousseau (el retratista de la naturaleza, el historiador del corazón humano; véase Ronald Grimsley, The Philosophy of Rousseau, Oxford, Oxford University Press, 1973, p. 158) es el más «subjetivo» de todos los escritores (un truhán: a los veintiocho años, en casa del señor de Mably, apandará un moyo de vino; ¡un capigorrón!). Las confesiones de Rousseau («El más vigoroso testimonio acerca del orgullo enfermizo —porque Rousseau es, ante todo, un enfermo mental, viene a decir Lemaître— y delirante que constituía casi todo su fondo») inauguran el Romanticismo en literatura: ¡la ostentación del individuo!, una erupción mórbida. Según Lemaître, esas páginas contienen también ¡«algo de confesión religiosa»! Rousseau no escatima sus males: «Nací inválido y enfermo [¿de yoísmo?]…, casi moribundo» (siempre padeció cólicos nefríticos, anginas, hernias —a partir de los cuarenta y cinco—, retención de orina, arteriosclerosis). ¡He ahí su desgracia! Para Lemaître, su neurastenia sería la causante de los pequeños hurtos a los que se entrega en la niñez y muchachez, «así como ciertos actos de impudicia (thrásos) y charlatanería»; por ejemplo, cuando en Lausana decide interpretar un concierto de pianoforte sin saber ni una sola nota de música. Gracias a las Démêlés du comte de Montaigu, ambassadeur à Venise, et de son secrétaire J. J. Rousseau (París, Plon, Nourrit, 1904), escritas por un pariente, sabemos que nuestro hombre practicó abiertamente el contrabando. La neurastenia lo vuelve «simulador» (mentirero) y «cleptómano»…
Pasa de presto Lemaître a hablar de la vida sentimental del filósofo. Su sensibilidad parece despertar en un contexto sadomasoquista, en cuanto la señorita Lambercier (una joven de treinta años) le propina una azotaina en el culo con una vara de enebro. Su infancia (ætas infirma) y adolescencia sólo pueden recibir el calificativo de «viciosas»: los juegos sexuales con la señorichuela Goton, «sus maneras detestables, sus extravagancias exhibicionistas en Turín, en las avenidas sombrosas y cerca del pozo donde las jóvenes iban a buscar agua». Con todo, «corrompido y de una depravación enfermiza, conserva hasta los veintidós años lo que llamaré —observa Lemaître— su inocencia»: ¡la virginidad, critiquillo! (Los repulgos de Lemaître recuerdan a tiempos al padre Astete). ¿Por qué? Según el francés, «por una timidez que evidencia su estado patológico». ¿Cuál? No lo sabemos. Ante el espectáculo de su vagancia, un día recibe este consejo del padre Castel, agapito de la Compañía de Jesús: «Me da guerra, Juan Jacobo, ver cómo os consumís de este modo, sin hacer nada de provecho. A causa de que los sapientes y los músicos no cantan al unísono con vos, cambiad de tonalidad y ved a las mujeres. Tal vez logréis más éxito por ese lado». No tiene que hacérselo bisar cuando ya se ha arrojado en brazos de la salonnière madame Dupin. ¡Hay en Rousseau una especie de Julián Sorel sin voluntad!
Rousseau conoce a Thérèse (a partir de ahora, Teresa), joven lencera de veintidós a veintitrés años, en una pensión de la calle de los Cordeleros. Comenta Lemaître que la generalidad de los críticos e historiadores lamentan ese encuentro y consideran la relación indigna del estro ginebrino. Al decir de algunos, Teresa debió de ser bastante bonita. Escribe Juan Jacobo: «Él [Diderot, con el que siempre rivalizó] tenía una Nanette, como yo tenía una Teresa; era una semejanza más entre nosotros. Pero la diferencia estaba en que mi Teresa, tan bien de figura como su Nanette, era de humor dulce y riente carácter […], en cuanto que la suya era una pescadera regañona…». En 1774, un marsellés llamado Eymar, de paso por Lutecia, nos deja este retrato de la señora Rousseau: «Estaba bien lejos de asemejarse al retrato espantoso que un poeta célebre hizo de ella en sus sátiras [se refiere a Voltaire y su La Guerre Civile de Genève]; no la hallé joven ni hermosa [Teresa frisaba en los cincuenta], lejos de ello; pero la hallé buena, culta, vestida con propiedad en su sencillez y con todo el aspecto de una buena ama de casa». Según Lemaître, Rousseau buscaba en la «modistilla, ignorante y de espíritu simplicísimo», tanto una compañera como una fámula y una sirvienta:
Quise ante todas cosas —confiesa Rousseau— formar su espíritu [¡válate san Dios!]; trabajo perdido […]. Su espíritu es lo que hizo naturaleza; la cultura y los cuidados no prenden allí. No me ruborizo de confesar que ella jamás supo leer bien, mas que escribiese pasablemente […]. Jamás pudo seguir el orden de los doce meses del año y no conoce una sola cifra [¿cómo podía ser, entonces, mujer de su casa?], pese a todo el celo que puse en mostrárselas. No sabe contar el dinero, ni el precio de ninguna cosa. La palabra que le viene al hablar es a menudo la opuesta de aquella que quería decir. Antes, yo había hecho un diccionario de sus frases para divertir a la señora de Luxemburgo, y sus quid pro quo se han hecho célebres en las sociedades que he frecuentado.
Rousseau necesitaba, además, una enfermera, alguien que fuera de extracción social más llana que él, puesto que no fuese, precisamente, un aristócrata, y, sobre todo, descuidada y «estúpida». El caso es que nunca se casará con Teresa: «No me convenía contraer un compromiso eterno y jamás se me probará que ningún deber me constreñía a hacerlo». No en tanto, la ama. La ama sin amor. O para decirlo mejor: la ama con amor de concupiscencia, no con amor de benevolencia. Veamos lo que escribe en Las confesiones: «¿Qué pensará el lector cuando yo le diga que, desde el primero momento en que la vi hasta el día presente, jamás sentí la menor chispa de amor por ella, que jamás tuve más deseos de poseerla que a la señora de Warens [su protectora], y que las necesidades de los sentidos que satisfice a su lado fueron para mí únicamente las del sexo, sin tener nada que ver con lo que se refería al individuo?». Más claro, acqua (di lavazas). Ya podrá decir más adelante: «El corazón de mi Teresa [¿mujer tan cumplida?] era el de un ángel» o «Me esperaba el único consuelo verdadero que el cielo me haya hecho disfrutar en mi laceria y lo único que me la volvió soportable». Podrá ensalzar en veinte o treinta pasajes de sus confesiones la virtud y fidelidad sin tacha de su Teresa, su carácter puro y sin malicia… ¡Vítor la ronca! De nada sirve cuando agrega en una nota escrita en 1768: «Teresa es, a la verdad, muchito más obtusa y más fácil de engañar de lo que yo creía». Y en otro lugar: «Pero esta persona tan obtusa y, si se quiere, tan estúpida es de excelente consejo en las ocasiones difíciles…». Sin duda, Rousseau no amaba a Teresa. La quería, sí, como se quiere a un caballo percherón que nos ha brindado algún servicio. (Entre las determinaciones «ontológicas» del hombre Rousseau encontramos —es una suposición— el estar enamorado de Teresa. De ser así, Teresa estaría incluida con necesidad en la «realidad íntegra» del hombre Rousseau. Es así que Teresa no forma parte de esa integridad, luego Rousseau no estaba enamorado de Teresa).