POR JUAN ARNAU

 

Las condiciones externas que se manifiestan por medio de los hechos experimentales no le permiten al científico ser demasiado estricto en la construcción de su mundo conceptual mediante la adhesión a un sistema epistemológico. Por eso tiene que aparecer ante el epistemólogo sistemático como un oportunista poco escrupuloso.

Albert Einstein

Antes de que la crítica fuera una moda en filosofía, al genio de Leibniz se le oyó decir que todas las doctrinas y visiones del mundo acertaban en lo que afirmaban y erraban en lo que negaban. Con ello venía a sugerir que este universo nuestro, tan abundante y complejo, recibe de buena gana todo lo que digamos positivamente de él, pues nada hay que no haya ocurrido o que no vaya a ocurrir. Como si el cosmos fuera reacio a asumir compromisos y prefiriera permanecer fiel al «nunca digas de esta agua no beberé», y dejarse siempre una puerta abierta.

Hay quienes defienden, como si fuera un dogma, que la ciencia es ciencia gracias al celebrado «método científico». Con ello demuestran o bien que desconocen la historia de la ciencia, o bien que necesitan desesperadamente algo a lo que agarrarse. Desde hace casi medio siglo sabemos que la ciencia es metodológicamente sospechosa y que, como en el mundo imaginado por Leibniz, cualquier método cabe en ella. Y, de hecho, podríamos decir que hay tantas ciencias como métodos y, llevando un poco más lejos la comparación, que hay tantas racionalidades como ciencias. Desconfíen de todos aquellos que apelen a lo racional: están tratando de imponer su propio vocabulario. Desconfíen también de los que apelan a los «hechos», están defendiendo su laboratorio particular.

La Viena de fin de siglo dio lugar al Círculo, cumbre del positivismo, pero también vio nacer a Paul Feyerabend (1924-1994), que sostenía que la Ciencia era una ideología más y, como la Religión, debía ser separada del Estado. Se acaban de cumplir 40 años de la publicación de Contra el método, el libro que por primera vez sostuvo, con inédita contundencia, que la idea de un método científico, inalterable y obligatorio, entra en conflicto con la investigación histórica. No sólo no hay regla que no sea infringida en una u otra ocasión, sino que dichas infracciones son indispensables para el «progreso» de la ciencia. Las revoluciones científicas ocurrieron porque algunos científicos, generalmente jóvenes, decidieron no comprometerse con las metodologías al uso. Si algo enseña la propia epistemología es a no dejarnos engañar pensando que por fin hemos encontrado la descripción correcta de los «hechos», cuando todo lo que ha ocurrido es que algunas categorías nuevas han sido adaptadas a viejas formas de pensamiento. La ciencia es más una colección de historias que un modelo epistemológico. Y el historiador de la ciencia debe acercarse a ellas con el cariño del novelista por los detalles y las vicisitudes de sus personajes. Todo ello tiene al menos una importante ventaja: el acercamiento de las artes y las ciencias. Aunque la profesionalización de la ciencia la promueva, su separación es falsa y debería eliminarse.

Durante treinta años Feyerabend fue profesor en la Universidad de Berkeley, pero también vivió en Inglaterra, Nueva Zelanda, Italia, Alemania y, finalmente, en Suiza. Fue una figura influyente en la sociología de la ciencia, a la que dio algunos títulos sugestivos como La ciencia en una sociedad libre (1978) y Adiós a la razón (1987). Él mismo cuenta que de joven amaba el teatro y las novelas y que llegó a la filosofía de un modo accidental. Ávido lector, compraba lotes de libros de segunda mano y en ellos encontró las obras de Platón y Cicerón, en las que descubrió las posibilidades dramáticas del pensamiento. Pero lo que acabó seduciéndole fue el poder que tienen los argumentos sobre las personas. Así que, tras graduarse en Física, se orientó hacia la filosofía, concretamente a las consecuencias filosóficas de la mecánica cuántica (en la línea de John von Neumann y David Bohm). Fue discípulo de Karl Popper, hasta que a finales de los sesenta publicó dos artículos en los que atacaba la postura de su antiguo maestro; a partir de entonces sus relaciones se deterioraron. Mientras Popper luchaba desesperadamente contra la subjetivización de la ciencia, el problema para Feyerabend era la tendencia científica a la uniformización del pensamiento, incompatible con su temperamento libertario. «Un ligero lavado de cerebro consigue hacer la ciencia más simple, más uniforme, más monótona y más objetiva, más accesible al tratamiento por reglas». Tenía la convicción de que los científicos bien entrenados vivían esclavizados por un amo llamado «conciencia profesional» y que habían sido persuadidos de que era bueno conservar para siempre su «integridad profesional».

La formación científica consistía en una simplificación racionalista del proceso «ciencia», que se llevaba a cabo mediante la simplificación de los que participan en ella:

«Primeramente se define un dominio de investigación. A continuación el dominio se separa del resto de la historia (la física, por ejemplo, se separa de la metafísica y de la teología) y recibe una “lógica” propia. Después, un entrenamiento a fondo en dicha lógica evita que los que trabajan en ella puedan enturbiar involuntariamente la pureza (léase esterilidad) conseguida (un entrenamiento en el que es esencial la inhibición de las intuiciones). La religión de una persona, su metafísica o su sentido del humor no deben tener el más ligero contacto con su actividad científica. Su imaginación queda así restringida, así como su uso personal del lenguaje».

La teoría de la gravitación de Newton, el modelo atómico de Bohr y la teoría especial de la relatividad se vieron rodeadas, desde el principio, de un gran número de dificultades. Todas ellas fallaron en ajustes cuantitativos: «El procedimiento usual es olvidarse de estas dificultades y no hablar de ellas… Algunas pueden corregirse, pero sólo después de definir ciertos términos en los cálculos con la mirada puesta en los resultados que van a conseguirse». Ese tipo de aproximaciones ad hoc abundan en la física matemática moderna. «Son importantes en la teoría cuántica de campos y esenciales para el principio de correspondencia…, son capaces de eliminar completamente las dificultades cualitativas y crean una falsa impresión acerca de las excelencias de nuestra ciencia. En la mayor parte de los casos la ciencia moderna es más opaca y engañosa de lo que lo fueron sus antepasados de los siglos xvi y xvii».

¿Un modelo único?

Hoy día, la excelencia de la ciencia es algo que simplemente se da por supuesto, pese a la imposibilidad de analizar científicamente sus ventajas. «Se actúa aquí como hicieron los defensores de la Iglesia romana: la doctrina de la Iglesia era verdadera, todo lo demás era pagano o carecía de sentido». La superioridad intrínseca de la ciencia es artículo de fe en las democracias modernas y ha pasado a formar parte del Estado. No decimos «algunos creen que la Tierra se mueve alrededor del Sol», sino que cualquier otra consideración es absurda. «En las escuelas son obligatorias la Física, la Astronomía y la Historia y no pueden ser reemplazadas por la Magia, la Astrología o las Leyendas». A pesar de que la ciencia no es democrática ni favorece la participación, «su popularidad ha hecho que se gasten inmensas sumas de dinero en proyectos científicos y el poder médico sobre nuestras vidas supera ya al que antaño detentara la Iglesia».

La propuesta es desafiante: nuestras sociedades supuestamente libres son copernicanas no porque lo hayamos votado o elegido, sino porque los científicos son copernicanos y se acepta su cosmología de un modo tan acrítico como antaño se aceptaba la de los obispos. En el siglo xvii la ciencia fue una fuerza liberadora que nos permitió quitarnos de encima los dogmas de la clerecía, pero ese poder no se debía a que hubiera encontrado el método correcto o la verdad, sino a que limitaba la ideología dominante. Y ese dogma religioso que antes no dejaba pensar o respirar, ha sido sustituido hoy por el de la ciencia, la nueva religión de Estado.

Para Feyerabend, todo ello no es más que una nueva versión del colonialismo: «Cuando negros, indios y otras razas reprimidas reclamaron igualdad, no significaba entonces igualdad para esas tradiciones, sino igualdad de acceso a una determinada tradición (la de los blancos), una Tierra prometida construida según sus presupuestos y equipada con sus juguetes favoritos». Misioneros, antropólogos y otros aventureros liberales insistieron en el significado psicológico y las funciones sociales de aquellas creencias exóticas, pero despreciaron sus implicaciones ontológicas: «Según ellos, los oráculos, las danzas de la lluvia, el tratamiento de la mente y el cuerpo, expresan las necesidades de los miembros de una sociedad, funcionan como aglutinante social, revelan las estructuras fundamentales del pensamiento, incluso pueden llevar a una mayor conciencia de las relaciones entre los hombres y entre el hombre y la naturaleza sin que por ello vengan acompañados de un conocimiento de los acontecimientos lejanos, de la lluvia, de la mente o el cuerpo». Y así fue como intelectuales de mente abierta «se hicieron pasar por amigos comprensivos de las culturas no occidentales sin por ello poner en peligro la supremacía de su propia religión: la ciencia». En general, la antropología cuestiona todas las concepciones del mundo salvo la científica. Ese es el dogmatismo escondido de los modernos amigos de la libertad. De hecho, para evaluar otras cosmovisiones se remite a la ciencia, un asunto que era antes local y que ahora es global. Esa fue la forma contemporánea de conjurar el espectro del relativismo, principal obsesión de Popper. Tanto chinos como indios combinan con mayor naturalidad las tradiciones y la ciencia porque no han experimentado el trauma de pasar de una religión de Estado a una ciencia de Estado.