El universo abundante

«¿No es acaso posible que la ciencia, tal y como la conocemos hoy, o la “búsqueda de la verdad” al estilo de la filosofía tradicional, cree un monstruo? ¿No es acaso posible que cause daño al hombre, que haga de él un mecanismo miserable, hostil, convencido de que es mejor que los otros, un mecanismo sin encanto y sin humor? ¿No es posible –pregunta Kierkegaard– que mi actividad como observador objetivo [o crítico-racional] debilite mi fuerza como ser humano? Sospecho que la respuesta a todas las preguntas debe ser afirmativa y creo que se necesita urgentemente una forma de la ciencia que la haga más anarquista y más subjetiva (en el sentido de Kierkegaard). Pero de esto no quiero hablar ahora, lo que quiero discutir es si es posible tener las dos cosas: una ciencia tal y como la conocemos y las reglas de un racionalismo crítico como acabamos de describir. Y la respuesta a esta pregunta es un resonante no».

La escala de observación crea el fenómeno. A la idea de Whitehead, Feyerabend añade que los hechos se ven siempre afectados por los lenguajes de observación. Una teoría puede ser inconsistente con los hechos no por ser incorrecta, sino porque los hechos están contaminados. Constantemente estamos eliminando ideas porque no encajan en el entramado de alguna vieja cosmología. La ciencia pretende ser inductiva, pero en muchos casos procede deductivamente mediante una sobredeterminación teórica del experimento.

Otra de las tesis del libro es que el realismo, tal y como lo define la ciencia clásica, es imposible. Y la palabra progreso en ciencia resulta engañosa. Hay teorías que no comparten ni un solo enunciado con sus predecesoras, que supuestamente refutan. Cambia la manera de hablar, por cansancio o aburrimiento, generalmente gracias a un joven genio educado en el viejo paradigma pero que todavía no ha sido sometido por él. La visión fisicomatemática de la realidad es una versión, la más dominante, de lo real. Hay otras, todo depende del yoga en el que uno se ejercite. Esa visión es árida y en general tediosa pero, sobre todo, es poco participativa. Nos estamos privando a nosotros mismos de sorprendentes descubrimientos. La cultura mental que subyace a ella es la de la obediencia disciplinar, aderezada con el temor a quedar fuera de la profesión. «Los filósofos de la ciencia se encuentran no con argumentos, sino con un muro impenetrable de bien atrincheradas reacciones. Una actitud que se parece a la de la gente que ignora lenguas extranjeras». Hoy predominan los lenguajes observacionales materialistas, no hay ninguna ciencia que estudie, por ejemplo, la «gracia», pues hacerlo amenazaría todo el paradigma. Como apunta Feyerabend, un juicio comparativo de lenguajes observacionales (materialista, fenomenalista, idealista o teológico) sólo es posible cuando todos ellos se hablan con igual fluidez. Al final, la profesión exige elegir uno, entrenarse en él y descartar los demás, por falta de tiempo o de sensibilidad, o por atrofia de la sensibilidad. El mundo queda entonces reducido. Un ejemplo: la dinámica aristotélica fue una teoría del cambio que incluía la locomoción, el cambio cualitativo, la generación y la corrupción, mientras que la dinámica de Galileo se limitaba a locomoción (y sólo de la materia). Las otras clases de movimiento se dejaron de lado con la promesa de que llegaría el momento en que la locomoción pudiera explicar cualquier cambio. Así, una amplia teoría empírica del movimiento fue reemplazada por una mucho más estrecha, según la cual los objetos sólo cambian si hay interacción física. Para Aristóteles el mundo fue un gran organismo, una entidad biológica, mientras que para Descartes y Galileo se convirtió en un mecano.

Feyerabend muestra que el giro copernicano de Galileo fue resultado de su fértil imaginación. De hecho, se trató de un experimento inventado: «Si es cierto que Galileo construyó su hipótesis ad hoc, entonces debemos alabar su penetración metodológica. Hay que aplaudirle porque prefirió luchar por una hipótesis interesante a hacerlo en favor de una hipótesis fastidiosa». Se dice que la ciencia contrasta sus teorías con la experiencia, pero a menudo se invierte el proceso y se analiza la experiencia desde presupuestos teóricos. De este modo se cuelan en la experiencia ideas abstractas e incluso metafísicas. La misma idea de experiencia contiene ya la idea de un observador independiente. Los procedimientos científicos en general dejan fuera las «sensaciones». Si consideramos los intereses del hombre y, sobre todo, su liberación de sistemas mezquinos de pensamiento, deberíamos sospechar de todos aquellos que dejan de lado cosas importantes como la simpatía o la imaginación. Elegir una cosmovisión u otra, una teoría u otra, finalmente acaba siendo una cuestión de gusto e inclinaciones.

Las ciencias, tal y como funcionan hoy, reducen nuestra humanidad y aumentan nuestras capacidades para manipular el entorno. «Es bueno recordar –escribe Feyerabend– que es posible escapar de la ciencia tal y como la conocemos, y que podemos construir un mundo en el que no juegue ningún papel. (Me aventuro a sugerir que tal mundo sería más agradable de contemplar, tanto material como intelectualmente, que el mundo en el que vivimos hoy)». Ello lograría que de algún modo se incrementara el inventario emocional y empático del mundo, que se atendiera a la vivencia y a la percepción en lugar de delegar esas «obligaciones» vitales en máquinas y varas de medir absolutas.

¿Es la ciencia el mejor modo de ver el mundo?

El amor por su tercera esposa lo lleva a escribir su última obra, que no terminará, La conquista de la abundancia. Le ha prometido un libro sobre la «realidad», sencillo y fácil de entender. Contra el método fue un alegato contra la mistificación filosófica (pero los conceptos abstractos de verdad y objetividad fueron sustituidos por los de democracia o verdad relativa), ahora insta a los escritores a no dejarse intimidar por mistificadores como Derrida y recomienda leer los ensayos populares de Schopenhauer o Kant. Empieza en Homero y por él desfilan Parménides («El ser, es; y el no ser, no es»), Jenófanes, Aristóteles, Brunelleschi, la invención de la perspectiva y la mecánica cuántica. Se trata de un estudio sobre el papel de las abstracciones (en especial de los conceptos matemáticos y físicos) y de la «objetividad» que supuestamente aportan. Se trata de poner en evidencia la tendencia general de los especialistas, y también de la gente común, a reducir la abundancia que les rodea y confunde. «Trata de cómo las abstracciones nacen, son respaldadas por las formas corrientes de hablar y vivir y cambian debido a la argumentación o la presión práctica». El libro subraya la ambigüedad esencial de todos los conceptos, imágenes y nociones que presuponen un cambio. Sin ambigüedad (o dualidad) no habría cambio y en este sentido la interpretación de Bohr de la física cuántica es el ejemplo perfecto.

La conquista de la abundancia es un buen testimonio de alguien que muchos años antes había escrito que «la ciencia ha abandonado toda pretensión filosófica y se ha convertido en un gigantesco negocio. Buena paga y buenas relaciones con los colegas son los principales objetivos de estas hormigas humanas, que sobresalen en la resolución de minúsculos problemas pero que no pueden entender nada que trascienda el dominio de su competencia. Y si alguno se permite dar un paso hacia adelante, la profesión se verá forzada a enviarlo a un club donde se apalea hasta la sumisión». Dicho esto, Feyerabend moderó su posición, la tornó irónica, advirtiendo lo que ya vieron algunos grandes iconoclastas de la antigüedad (pienso en Nāgārjuna): «que para ser un verdadero dadaísta hay que ser también un antidadaísta».

Especialmente interesante es el capítulo donde se analiza si la visión científica del mundo tiene un estatus privilegiado. Muestra cómo la ciencia oscila entre tendencias aristotélicas y platónicas. El primer artículo de Einstein puede verse como una crítica de lo mensurable: un ejercicio puramente teórico donde no aparece ni una sola constante astronómica. Hay ramas altamente teóricas de la biología y áreas muy empíricas de la astrofísica. «Los aristotélicos presuponen que los seres humanos están en armonía con el universo: la observación y la verdad están estrechamente relacionados, mientras que para los platónicos los hombres son engañados constantemente». De ahí que la ciencia contenga muchas visiones del mundo y cada una de ellas tenga su propio trasfondo metafísico. Intereses diferentes conducen a métodos diferentes. «La presunción de una visión única y coherente de la ciencia es o bien una hipótesis metafísica que anticipa una futura unidad o bien un fraude pedagógico». No hay un único mapa científico de la realidad (si lo hubiera sería como el mapa que Borges atribuye a los cartógrafos chinos, tan detallado y extenso que sería imposible de manejar). La estadística termodinámica, la biología molecular, la química del quantum, las supercuerdas y la ingeniería genética son disciplinas florecientes que no han logrado esa unidad que insinúa la frase «la visión científica del mundo». Hay materialistas acérrimos en biología molecular y subjetivistas radicales en mecánica cuántica, unificarlos en un todo coherente es más un deseo de los educadores que una posibilidad.

A esa falta de unidad hay que añadir los factores sociales que han hecho «avanzar» la ciencia. Lo social tiene un papel fundamental en la vida que queremos llevar. «¿Estamos preparados para contemplarnos a nosotros de la manera que sugieren los científicos o preferimos hacer del contacto personal, la amistad, etcétera, la medida de nuestra naturaleza? Nótese que lo que aquí se requiere es una decisión personal (social), no un argumento científico». La postura de Feyerabend coincide aquí con la de William James. No existe ese monstruo mítico llamado «Ciencia» del que la gente culta parece asumir sus logros. Tampoco existe un «avance» científico. ¿Hacia dónde? Aunque Popper insistió en considerar el progreso científico como una aproximación a la verdad, la idea misma de la acumulación de conocimiento ha sido desmentida de modo contundente por Thomas Kuhn. El problema de la verdad sigue estando irresuelto. «El amor a la verdad es una de las mejores motivaciones para engañarse a sí mismo y a los demás. La teoría cuántica parece mostrar, del modo preciso que gusta a los admiradores de la ciencia, que la realidad o bien es una, lo cual quiere decir que no existen observadores y cosas observadas, o es plural, incluyendo a los teóricos, los experimentadores y las cosas que éstos descubren, en cuyo caso lo que se encuentra no existe en sí mismo sino que depende del procedimiento seleccionado».