Hay que resignarse, o quizá deberíamos celebrarlo. No existe una visión científica del mundo. La ciencia no es una empresa uniforme. O si lo es, sólo en la mente de los ignorantes y los metafísicos (y de algunos chiflados cegados por los éxitos de su gremio particular). Hay mucho que podemos aprender de las ciencias, pero también de las humanidades, los mitos y las tradiciones antiguas que han sobrevivido a las embestidas de la globalización. «No hay un principio objetivo capaz de hacer que nos dirijamos del supermercado de la religión o del arte, al más moderno, y mucho más caro, supermercado de la ciencia». Como decía Wolfgang Pauli, esa elección es individual, debe dirimirse en el interior de cada uno; no puede resolverse mediante argumentos objetivos.En este sentido, no debemos dejarnos llevar por la necesidad de una autoridad. «Podemos construir visiones del mundo sobre la base de una elección personal y de este modo unir, para nosotros y para nuestros amigos, lo que separó el chovinismo de grupos concretos». Es posible conjugar la ciencia y el mito sin discriminaciones ontológicas, sin considerar uno literal y el otro metafórico.

El sentido de la vida

Cuando se acerca el momento de la jubilación, Feyerabend conoce a Grazia. Ha pasado los últimos años alternando seminarios en Berkeley y Zurich. Sigue prefiriendo pensar y escribir en inglés y le gustan los alrededores multirraciales de la Bahía de San Francisco (multitud de caras diferentes y formas de ver el mundo), pero se ha enamorado y ella trabaja en Roma. La joven oyó hablar de él en 1983, cuando viajaba en tren por Alemania. Asistió a su seminario en Berkeley (siempre llegaba tarde) y no tardaron en convertirse en pareja. Ella quería tener hijos, pero él era impotente (una herida de guerra lo había dejado mutilado); lo intentaron por todos los procedimientos hasta que, tras una infección, tuvieron que extirparle la próstata. Una vez jubilado, asegura haber olvidado los 35 años de trayectoria académica tan rápido como su participación en el ejército nazi. Confiesa que nunca se ha sentido un intelectual y, mucho menos, un filósofo. «He practicado esta actividad porque me proporcionaba unos ingresos, y sigo ejerciéndola en parte por inercia y en parte porque me divierte contar historias. Siempre me ha gustado hablar, prácticamente de cualquier cosa, y aunque lo haga con seguridad, nunca he pensado que tuviera una vocación especial». Sigue sorprendiéndose de que algunos entrevistadores lo traten como a un oráculo.

Grazia supone un gran cambio en su vida. Descubre una resonancia emocional que sólo había tenido con su perro Spund. Sabe que ni la profesión, ni la familia, ni la patria agotan la vida, tampoco la recopilación de obras o resultados. Todas estas cosas «pueden crear la ilusión de universalidad, seguridad y permanencia, pero pueden ser barridas en un instante por las fuerzas que las originaron». Aconseja a sus estudiantes que busquen el centro de gravedad fuera de la profesión. De hecho, toda su labor como escritor es en cierto sentido una burla de la idea misma de la propiedad intelectual. Tiene cada vez más claro que el amor y la amistad son los logros más nobles de la vida, no el amor en abstracto, sino el amor concreto, singular. Hay vidas enteras destruidas por el odio, la codicia y el egoísmo, pero también por el amor a la verdad o a la humanidad, igualmente capaces de fomentar la intolerancia y la crueldad. Y añade que ese amor concreto no es un logro, sino un regalo. No puede crearlo ni la educación ni la voluntad, sino que forma parte de una cadena de trasmisión. Se recibe y hay que darlo.

A los hijos, que no tuvo, «debemos ofrecerles amor y seguridad, no principios, y en ninguna circunstancia cargarles con los crímenes del pasado». Feyerabend fue refractario a la culpa. Desde niño había rechazado a sus padres: «Cuando vivía con mi padre apenas presté atención a sus temores y dificultades. Me fastidiaba si caía enfermo y no lo visité cuando agonizaba». Tampoco se sentiría culpable de su comportamiento durante el periodo nazi. Recibió la Cruz de Hierro al valor pero nunca se identificó con el fervor ideológico del Reich. Olvidaba ponerse a cubierto en los combates, pero no por valor («Soy un gran cobarde y me asusto fácilmente»), sino por la excitación: «Llamas en el horizonte, disparos, voces, ataques de aviones y tanques: era como un escenario y yo actuaba en consecuencia». En una de esas ocasiones se llevó tres balazos, en la cara, en la mano derecha y en la columna vertebral.

A principios de 1994, un derrame cerebral lo llevó al hospital. Comenzó a necesitar dosis cada vez más elevadas de morfina. Había sufrido terribles dolores toda su vida como consecuencia de las heridas de guerra y estaba acostumbrado a los analgésicos. «Me siento triste por dejar este hermoso mundo, especialmente a Grazia. Me hubiera gustado vivir formando parte de una familia, tener lista la cena y unos cuantos chistes para cuando Grazia llegara del trabajo». Su principal preocupación era que tras su partida quedara algo de él, pero no los ensayos o la filosofía, sino el amor.

Como Heráclito o Berkeley, Feyerabend sabía que el realismo era una hipótesis, no una visión del mundo. Se tomó en serio lo inconmensurable y la idea de un mundo hecho de cualidades, en el que las sensaciones no fueran duplicados de las cosas sino las cosas mismas. Su obra puede verse como un canto al humanismo frente al entusiasmo científico y tecnológico, y una advertencia contra los peligros del razonamiento abstracto: «Hay montones de filosofías peligrosas por ahí. ¿Por qué son peligrosas? Porque contienen elementos que paralizan el juicio». Y yo añadiría: porque son ámbitos de conocimiento donde está vedada nuestra participación, con ellos se cierra el círculo y en cierto sentido se restablece el mandato divino de no comer del árbol del paraíso.