POR MARC CAELLAS
Fotografía de Cherie Birkner.

Artistas, ustedes que hacen teatro
en grandes salas, bajo soles artificiales,
ante una muchedumbre silenciosa: busquen de tanto en tanto ese teatro que sucede en la calle.
Ese teatro cotidiano, múltiple y sin gloria
pero tan vital, tan concreto, nutrido por la convivencia de los hombres, ese teatro cotidiano que sucede en la calle.

Bertold Brecht

 

Sigo la trayectoria de Lola Arias desde hace años. He llorado, vibrado, reído, caminado y cantado en sus obras. He hablado sobre ellas en talleres y conferencias, y me han inspirado para las mías. Unas de las cosas que más admiro de Lola es su convicción profunda en el poder del teatro documental para cambiar la vida de las personas. De los propios performers, de ella misma, y de los espectadores.

Lola Arias (Buenos Aires, 1976) recibió el pasado mes de octubre el Premio Internacional Ibsen 2024. El jurado destacó que Arias hace «teatro democrático, diverso y arraigado en la experiencia vivida. Su teatro se relaciona con la sociedad contemporánea, sin ningún dominio intelectual ni arrogancia. Lola Arias trabaja en los espacios intermedios (entre el cine y el teatro, la música y la performance, la poesía y la prosa, el teatro y la vida, el nacimiento y la muerte), forjando un cuerpo de trabajo notable que reconoce la complejidad de las historias que heredamos y las narrativas que elegimos forjar a partir de esas historias».

De esto y mucho más conversamos una mañana lluviosa en el restaurante de la Sala Beckett, en el barrio de Poblenou, en Barcelona.

¿Con qué etiqueta te sientes más cómoda para definir tu trabajo, teatro documental quizás?

Me di por vencida. Me di cuenta que siempre hay una incomodidad con las personas que trabajan por afuera de la ficción, ese lugar que incluye la performance, el teatro posdramático, el teatro documental, hay muchas cosas ahí. A veces digo que hago teatro de no ficción, a veces documental, a veces digo teatro y punto… El problema es que a algunas personas les cuesta darle entidad al teatro documental, creen que es como el cine documental tradicional, piensan en términos de entrevista, testimonio, trabajo periodístico, piensan en un trabajo que no tiene nada que ver con la poesía. El desafío es decir sí, es teatro documental pero entendiendo el teatro documental como algo muy amplio. Lo defiendo también porque es un problema de clase, como si el teatro literario fuera la clase alta y tú eres la clase baja, los que hacen eso que no es literatura. Y en un punto me canso y digo sí, soy de esa clase baja a la que tú miras desde arriba.

¿No ha cambiado esta percepción con reconocimientos como el premio Ibsen?

Es rarísimo que me lo hayan dado a mí, siendo mujer, latinoamericana, y haciendo no ficción. Hasta hace pocos años lo ganaron principalmente hombres estadounidenses o europeos: Peter Brook, Peter Handke, Christoph Marthaler… Soy la segunda mujer después de Ariane Mnouchkine en ganarlo… Todos estos años me fui corriendo del teatro de ficción a algo más contaminado por lo real. Estuve peleando por mantener mi autonomía como artista, inmersa en una lucha porque todo el tiempo me sentía menospreciada. Y en un momento entendí que hay una ignorancia muy grande de lo que implica escribir sobre vidas ajenas. Cuando leí el discurso de Svetlana Aleskievich recibiendo al Nobel donde dice que a ella nadie la consideró una escritora porque escribía sobre historias de personas reales… Ahí te das cuentas que somos muchas.

Un escritor argentino dijo que Svetlana «solo» desgraba casetes… ¿por qué tendría más mérito atender a las voces de los hombrecillos grises que están en tu cerebro que las de las personas que te rodean?

Svetlana dice una cosa muy linda: soy una escritora-oreja, de la escucha. Oír las voces ajenas, transcribirlas y, a partir de ellas, lograr escribir un texto poderoso y poético es un don. La capacidad de poder realmente oír la belleza de la voz humana, y trabajar con ese material. Poder oír la voz de otros cuerpos en lugar de la voz de tu mente.

Claro que tú empezaste con la ficción.

Es que no me siento afuera de la ficción. Empecé escribiendo poesía, después escribí narrativa y luego teatro de ficción, hasta que me enderecé con el teatro de no ficción. Pero sigo escribiendo ficción, es como mi parte secreta.

Al igual que otros tienen un diario secreto, tu secreto es la ficción…

Exacto. Son cosas que no publico, que no les termino de dar forma, otros textos… yo me considero siempre escritora antes que nada, antes que directora, antes que cineasta. Mi relación con el arte es a través de la escritura, la escritura es mi forma de entender el mundo, por más que desde que trabajo fuera de la ficción siento cada vez menos reconocimiento como escritora, que es lo que realmente yo siento que soy por encima de todo.

Acostumbras a dar visibilidad y poner en escena a personas que normalmente no están encima de un escenario, gente mayor, personas presas, menores inmigrantes, etc.

Tengo siempre la sensación de que en cada encuentro que tuve con las personas que trabajé, en cada entrevista, descubrí cosas, experiencias, miradas sobre lo real, que nunca podría haber imaginado sola, desde el escritorio. Eso es lo que mueve a trabajar a fondo con ellas. Cuando te sientas, y escuchas, compartes tiempo con esas personas, empieza a abrirse una dimensión de lo real que está muy lejos tuyo. Por ejemplo, con respecto a los protagonistas de Los días afuera, yo no me puedo imaginar sus condiciones, la pobreza total, la violencia absoluta, lo que significa haber estado en la cárcel… realmente no me lo puedo imaginar. A través de sus voces y el tiempo compartido siento que me acerco a algo de la complejidad de esa experiencia. En un punto, el encuentro con estas personas te mueve de eje, te desubica en relación con las cosas, y eso es lo que agradezco. También hay algo poderoso en encontrarse en ese lugar tan extraño que es el teatro, esa especie de territorio neutral fuera de la realidad, un cuarto sin ventanas, y tener la posibilidad de estar con alguien del que no sabés nada y querer entenderlo todo.

Ese mover de lugar funciona también a la inversa: tú los mueves de lugar y les cambias la vida.

El acceso al arte, a la cultura, es un privilegio de clase. Son pocas las personas que vienen de las clases populares que tienen acceso al arte, a la universidad. Sigue siendo un privilegio. Cuando trabajas con personas que no tuvieron ese privilegio, les das la entrada a un lugar para el que no tenían acceso, pero no solo eso, sino que empiezas a ver el mundo de la cultura a través de los ojos de esas personas, y lo ves de nuevo. Dices, qué raras las convenciones de las instituciones culturales, ¿por qué aceptamos que en el teatro uno permanece inmóvil y mudo en la oscuridad? Para les protagonistas de Los días afuera, ir a un espectáculo implicaba conversar, cantar, como ir a un concierto o a la cancha. Recuerdo que a Marcelo Vallejo, uno de los protagonistas de Campo Minado, le preguntaron en una charla post show en el Royal Court Theater de Londres cómo se sentía estando en un teatro tan prestigioso, y él respondió que era su primera vez yendo al teatro, que no tenía expectativas.

Era su primera vez como actor y ¡como espectador!

Sí, es la primera vez que voy al teatro, y estoy actuando, dijo. Así que ni siquiera tengo nervios porque no sé lo que es… No significaba nada para él la institución, lo valioso para él era contar su historia y de sus compañeros en la guerra.

Imagino que esa actitud antes la escena cambia a medida que un proyecto se vuelve exitoso y se van realizando funciones.

Campo Minado estuvo de gira durante siete años, hizo más de cuarenta ciudades, y no siempre fue fácil mantener el grupo unido. Pero al final lo más interesante es que cambia la propia mirada sobre su vida. Es como si se salieran de su propio cuerpo y entendieran cosas de su vida que antes no podían ver. Cambia la propia novela autobiográfica que cada quien escribe a lo largo de los años, la propia narrativa sobre quién sos.

Obras como El día después, además, lograron cambiar un juicio, lo que no es poca cosa para algo teóricamente inútil como el arte.

Siempre encuentro que muchos artistas necesitan posicionarse en relación a lo que hacen, definiendo si el arte es útil o inútil. El arte es tan inútil como útil. Es tan transformador como escapista. En el caso de Mi vida después, Vanina Falco, que es hija de un policía que trabajaba en el servicio de inteligencia, contaba su historia en la obra pero no podía dar su testimonio en el Juicio que estaba llevando a cabo Juan Cabandié, que había sido apropiado, contra el padre biológico de Vanina. Y a partir de lo que decía en la obra, le permitieron testificar en el juicio a su padre que al final es condenado por delito de apropiación. Pero en Los días afuera, cada función que pasa, las vidas de esas personas cambian, no solo en términos subjetivos, a partir de poder reflexionar sobre lo que vivieron, sino también con cada nuevo salario mensual que se transforma en un cambio en sus condiciones de vida: en una ventana para una casa, un techo nuevo, un tanque de agua… A partir de un trabajo, que es hacer teatro, cambian sus condiciones materiales.

Y tu trabajo escenográfico va en esa línea, se siente esa fragilidad en el armado de la estructura que sostiene ese espacio.

Para mí es muy importante lo que llamo el dispositivo escénico. Es una máquina que me permite trabajar un espacio de proyección, reflexión y representación. En cada obra esa máquina está pensada para el proyecto que quiero reflejar. Así fue cuando creé Futureland, en la que trabajé con menores no acompañados que llegaron solos a Alemania desde Namibia, Afganistan, Somalia, con 14 o 15 años, algunos sin haber ido nunca a la escuela. Me acuerdo de cuando hacíamos los talleres explorando cómo íbamos a representar la mirada de esos niños. Ellos jugaban todo el tiempo al Pub G, que es un juego de supervivencia, una serie de personas se tiran de un avión a una isla y tienen que sobrevivir defendiéndose y disparando. Esos chicos que sobrevivieron a un viaje demencial, y están en Alemania jugando a un juego de sobrevivir. Me dije: la obra tiene que ser un videojuego. Ellos seguían sobreviviendo, superando pruebas, la burocracia, la acogida, etc. Desarrollamos un dispositivo que era un mundo con avatares, que eran sus profesores, trabajadores sociales, que interactuaban con ellos como si fueran un videojuego.

En esos dispositivos sueles incorporar música en vivo.

Casi siempre hay música en vivo en mis obras porque la música genera comunidad. La música es un elemento muy fuerte en la cárcel. La música es el arte de la resistencia. Adentro de la cárcel se hace, se escucha música, se baila. Nacho y Estefi ya tenían una banda, que se llamaba Sin Control, y que la crean en un momento donde había fuertes episodios de violencia en la cárcel que terminan con dos compañeras muertas. Las autoridades penales hacen una reunión y les preguntan a los delegados qué quieren y Nacho propone hacer un taller de música, y como está todo tan podrido, les dicen que sí. Y al final, transforman su pabellón en una sala de ensayo y eso les sirve para canalizar la energía y la violencia y para darles un sentido, algo que hacer con su tiempo.

Has dicho que te gusta que te cuenten obras que no viste, ¿cómo explicarías la obra Melancolía y manifestaciones?

Es mi única obra autobiográfica, la obra que más padecí, pero fue como tomar mi propia medicina. Sentí lo que sienten las personas de mis obras: el abismo, la exposición pública de algo muy íntimo, el momento en que se preguntan por qué me metí en esto. Es una obra en la que intentaba reconstruir la historia de la enfermedad de mi madre, que era bipolar, a través de una serie de textos que hablaban sobre la relación de una madre y una hija atravesada por la enfermedad. Más tarde me di cuenta que era también una obra que había hecho sobre mi propio miedo a la enfermedad, una especie de exorcismo.

Una sanación preventiva.

A veces pienso que hacer una obra sobre mi miedo a la enfermedad bipolar me permitió no enfermarme. Incluso me permitió ser madre. Mi fantasía secreta era que cuando yo sea madre me iba a enfermedad de la enfermedad de mi madre. Son esas profecías oscuras que a veces llevamos dentro. Gracias a hacer la obra pude tener un hijo, no me enfermé… Y me permitió entender la dimensión del trabajo documental y entender mejor a mis performers, porque lo viví yo misma.

¿Crees que los actores «profesionales» se sienten amenazados por este tipo de trabajos?

Los actores a veces se sienten amenazados por les performers o las personas «reales» (denominación absurda, como si los actores no fueran «reales»). Si tú ves en escena a Estefi y te conmueve en lo más íntimo reconstruyendo historias de su vida en la cárcel, yo entiendo que un actor diga qué miedo, voy a perder mi trabajo. Pero es un primer pensamiento de autodefensa, el segundo podría ser, ah, qué interesante, cómo podemos convivir los que trabajamos la ficción con los que trabajamos a partir de lo real, convivir formas de hacer arte con distintos grados de incorporación de lo real. Me parece que hay tantos grados de performatividad, que esta enemistad entre actores y no actores, como la enemistad entre teatro de ficción y documental, es bastante absurda.

Me gustaría destacar también tu faceta de curador. Ciudades Paralelas, ideado con Stephan Kaegi, fue un proyecto muy influyente en la escena internacional.

Lo que fue especial de ese proyecto fue plantear un trabajo de intervenciones urbanas, y generar un festival portátil que lo único que moviera fueran conceptos que cada creador tuviera que actualizar en cada sede. Fue algo único sobre lo que aprendí muchísimo. Desarrollar el mismo concepto en ciudades tan distintas como Zúrich, Buenos Aires, Calcuta o Singapur te lleva a tener una comprensión diferente de lo que hiciste. Era un festival donde viajaban las ideas, no las escenografías. En mi caso, la obra que monté era una instalación biográfica sobre las personas que limpian las habitaciones de los hoteles de tipo medio. Y en la repetición de la misma idea en diferentes ciudades, vi que había muchas cosas que se repetían: las personas que limpian generalmente vivían en la periferia, no hablaban el idioma, hacían el trabajo que nadie quiere hacer. Y también entendí cómo funciona la institución hotel, generando una ilusión de anonimato, logrando que nunca conozcas la vida de esa persona que limpian tu mierda porque quizás entonces no lo soportarías.

Me interesó mucho tu obra Formas de caminar con un libro en la mano, que me conectó con el Perec de Pensar y clasificar, de cómo nos relacionamos con el objeto libro, ¿cómo fue el proceso de esa obra?

Es una obra sobre la performatividad de la lectura, sobre la relación del cuerpo como el libro, sobre cómo leemos. Leer es también una forma de caminar, adentro de un libro. La obra tiene un movimiento, desde el corazón de la biblioteca pública hasta la ciudad. También la idea del intercambio, llegas con un libro y te vas con otro. Compartir las marcas que otro lector dejó en el libro. Poder leer tus subrayados, saber qué leíste ahí adentro.

Finalmente, has desarrollado también una faceta como cineasta, ¿lo ves como un complemento o un proyecto aparte?

Muchos de los proyectos que yo hice tuvieron distintas formas a lo largo de los años. Campo Minado fue primero una videoinstalación, luego una obra, luego una película. Los proyectos van mutando. En el caso de Los días afuera empecé con la película. Quería hacer una película musical en la cárcel de Ezeiza mientras las personas detenidas cumplían su condena. Pero luego vino la pandemia y no pudimos entrar más a la cárcel, entonces el proyecto fue cambiando. Y finalmente, me di cuenta que filmar lo que quería, adentro de una institución tan represiva, era imposible, así que filmé fuera. Y cuando estábamos filmando la película, elles me dijeron, ¿y qué vamos a hacer después? tú eres una directora de teatro, hagamos una obra. Y en ese momento, empecé a pensar en lo que no contaba la película, el desafío de la libertad para los que salen de la cárcel. La obra aparece como una necesidad de las performers que yo acompaño, y que hago mía. Me gusta pensar que mis obras no solo son algo que yo necesito hacer sino que parten de una necesidad y un deseo colectivo de entender una situación, de salir de un problema, de revisar el pasado. Como dice la canción de Stefi en Los días afuera: «Nadie sabe cómo es vivir en cuenta regresiva, el pasado te persigue y el futuro no puede llegar».