Por qué se hace uno escritor, es un misterio que nunca llega a desentrañarse, aunque es posible examinar en retrospectiva los elementos que se tejieron para formar la atmósfera en que la necesidad de contar va surgiendo desde la infancia. Una atmósfera que tiene mucho que ver con lo que podríamos llamar el tiempo cultural en que toca a cada quien crecer. Y a mí me tocó la mitad del siglo veinte.
Primero están para mí los comics. Debo haber empezado a leer historietas muy temprano, porque mis primeras narraciones las escribí dibujando. En el piso de la tienda de abarrotes de mi padre en Masatepe, dibujaba con una tiza historias cinéticas, que seguían la línea de un argumento que iba creando a medida que avanzaba ladrillo a ladrillo, y que la empleada de la casa, la Mercedes Alborada de mi novela Un baile de máscaras iba borrando tras de mí con el lampazo, una suerte de arte efímero. Pero con la tiza en la mano, y la mejilla pegada al piso, ya estaba en mí la necesidad de contar.
Cuando el día no me alcanzaba para leer las historietas que alquilaba, o me prestaban, me las llevaba a la cama y cumplía mi oficio embozado bajo la sábana, alumbrando sus páginas coloridas con una lámpara de mano, para que mi madre no me recriminara por mi desvelo. Mi preferido era El Fantasma, en su trono de la cueva de la calavera en lo profundo de la selva, rodeado por su guardia de enanos Bandar, y también Mandrake el Mago, y El Llanero Solitario, y El Capitán Marvel, que volaba lo mismo que Supermán pero me resultaba más atractivo porque su otro yo no era un periodista tímido, sino un niño lisiado, voceador de periódicos en las calles de Buenos Aires, un canillita —porque esa historieta llegaba desde Argentina— que asumía su condición de héroe imbatible con sólo pronunciar la palabra mágica SHAZAM, formada por las iniciales de Sansón, Hércules, Atlas, Zeus, Apolo y Marte, si no recuerdo mal.
En el tejido de esa atmósfera entran también las radionovelas, o las novelas dramatizadas. Además de la entonces clásica El Derecho de Nacer, del prolífico autor cubano Félix B. Caignet, la Radio Mundial pasaba adaptaciones de libros clásicos, entre ellas Sandokán, el tigre de la Malasia, de modo que Emilio Salgari, siempre a la cabeza de la lista de primeras lecturas de los escritores, llegó a mí primero por el oído. Lo que más me fascinaba de la radio era el poder soberano de las voces, que se convertían en personajes por sí mismas, con autonomía de los rostros y figuras de los actores dueños de esas voces.
El Cuadro Dramático de Radio Mundial era dirigido por un viejo actor español que se había quedado perdido en Managua al disolverse la compañía teatral de la que formaba parte, en gira por Centroamérica. Su nombre era Mamerto Martínez. El Cuadro Dramático representaba también sketches humorísticos, y pedían a los radioescuchas argumentos para ser escenificados. Yo envié uno. Tenía doce años. Fue seleccionado, y me gané un premio que debía recoger en los estudios de la radio en Managua. Mi padre, envanecido por mi triunfo, me envió en busca de aquel premio, y entonces pude entrar al santuario de la Radio Mundial, y topándome en los pasillos con los míticos artistas del Cuadro Dramático, llegué a la oficina del director, quien me recibió con todo entusiasmo, y me alabó, porque no había enviado simplemente un argumento, sino un guion, con sus diálogos. Y tras teclear rápidamente en su máquina, me entregó una orden para que recogiera dos botellas de ron Cañita en las oficinas de la fábrica de Licores Bell, que patrocinaba el programa —el ron más popular para entonces en las cantinas— no sin manifestarme lo apenado que se sentía por lo poco que el premio significaba. Fue el primer premio literario que recibí en mi vida.
Está el cine, quizás la más poderosa de mis influencias, y que fulgura en mis primeros recuerdos. En un patio, quizás antes de los cinco años, estoy sentado en el suelo viendo una película que se proyecta en una sábana colgada entre los árboles. Es un cine ambulante. Un asesino de gabán negro y sombrero, quizás mejor un ladrón, el pañuelo cubriéndole medio rostro, se acerca entre las sombras con una lámpara sorda en la mano, para abrir una caja fuerte. O la película en que el personaje principal era una mano cortada, que andaba sola apoyándose en los dedos, y estrangulaba a sus víctimas.
Después, en el Cine Darío, frente al parque central y a media cuadra de mi casa, empecé a fascinarme con los seriales de gánsteres que nunca botaban el sombrero por muy ruda que fuera la pelea, siempre bodegas sórdidas y estaciones abandonadas de ferrocarril por escenarios. Y los cuadros sobrantes de película, que podían proyectarse en rudimentarios aparatos, con un lente y una lámpara de mano, eran el mayor de los tesoros que disputaba con los otros niños.
Mi tío Ángel Mercado adquirió luego el único cine que para entonces funcionaba en Masatepe, ya cerrado el Cine Darío. Este otro quedaba también a media cuadra de mi casa. Don Juan Sánchez, el dueño, vivió hasta su muerte con su familia en el cuerpo principal de la casa, y de la cumbrera surgía, como un palomar, la caseta de proyección; el corredor de mediagua era el palco, y el inmenso patio, donde había un corral de vacas, la luneta. Se llamaba Cine Triunfo, y al comprárselo a la viuda mi tío Ángel lo bautizó Cine Club, e hizo embaldosar el patio.
El fulgor de la proyección iluminaba las palmeras reales, y sus penachos parecían arder en el temblor del reflejo de las imágenes. Las voces cavernosas saltaban desde los parlantes ocultos tras la pantalla de madera, voces de gigantes sobrenaturales a los que se oía hablar y llorar aún en los linderos del pueblo. El aire de la noche dispersaba por los aposentos el arpegio que anunciaba un beso, y en la lejanía podía entenderse el llanto de una mujer, su voz doliente que reclamaba entre lágrimas, los pasos de alguien alejándose con premura por la oscuridad de una calle, un tropel de caballos, el rumor de una lluvia extranjera cayendo sobre los techos.
Yo pasaba mi vida dentro de la caseta, a la que se subía por una escalera vertical. Perseguía al proyeccionista, para que me permitiera estar presente a la hora temprana de devanar los rollos, porque siempre llegaban corridos de Managua; les ayudaba a abrir los cajoncitos de palo donde viajaban acomodados en sus latas, y después, a la hora de la función, a instalarlos en los aparatos.
Cuando el celuloide tostado de las viejas películas se trababa entre los dientes de la polea y el cuadro se quemaba en la pantalla, calcinado desde el centro como si le hubiera caído una gota de lava, los silbidos se transforman en el corral insurreccionado en una lluvia de piedras y semillas de mango disparadas contra la caseta. Me entrené entonces en el arte de desmontar el rollo, llevarlo a la devanadora, cortar el cuadro quemado, pegar la película con acetato, instalar de nuevo el rollo metiendo en la oscuridad la película entre los dientes de la polea, ajustar los carbones y echar a andar el motor, todo en menos de un minuto.
Tenía doce años cuando mi tío Ángel se presentó a mi casa a proponerle a mi padre que me dejaran asumir el puesto de proyeccionista, porque había terminado por despedir al de planta, por borracho. Mi padre se negó rotundamente al principio. Ya me veía abandonando los estudios de secundaria que apenas empezaba, frustrándose así su sueño de verme un día abogado. Pero al fin se dejó convencer por mi tío Ángel: podía estudiar, y trabajar, así me haría una persona responsable desde niño; además, iba a ser como una distracción, si de todos modos yo vivía metido en la caseta. Y la extraña condición de mi padre, al aceptar, fue que yo no podía recibir ningún sueldo. Era una distracción, no un trabajo. Y más que una distracción, pienso ahora, un vicio. Y los vicios no se recompensan.
En aquella caseta de tablas, con sus ventanillas que se cerraban con postigos movibles clavados a un fiel para que el haz de luz de un aparato no estorbara al que lo reponía, yo tuve mi escuela de cine, y de escritor, porque la forma de narrar se emparentó desde entonces en mí con los encadenamientos, las disolvencias, los planos, los retrocesos en el tiempo, los diálogos.
Me asombra cuando, en medianoches de desvelo, repasando en la televisión los canales del cable me encuentro de pronto con escenas y rostros de aquellas películas, y puedo identificarlos al instante. Vi esos rostros y escenas innumerables veces, vigilando la corrección de la proyección, y listo a cambiar de aparato al final del rollo sin sobresaltos de la imagen. Y esas técnicas ingenuas, la forma de indicar el retroceso en el tiempo, por ejemplo, con una lluvia de hojas de otoño, o imágenes que se disuelven en el agua, o el vuelo apresurado de las páginas del calendario; las primeras planas de los periódicos que se acercan uno tras otro al primer plano, superpuestas al tren a toda máquina para anunciar las giras artísticas triunfales, me han seducido siempre, y las he usado en mi novela Margarita, está linda la mar.
En el rango más amplio de las películas que se proyectaban estaban las mexicanas. Las de charros, las cabareteras con números de cantantes y bailarinas, los dramones lacrimógenos, las cómicas, y también los espléndidos churros que Luis Buñuel rodaba en México en su exilio.
El cine norteamericano era popular en los pequeños pueblos como Masatepe, a pesar de que las películas no se doblaban y se presentaban siempre con subtítulos, con lo que los espectadores, muchos de ellos analfabetas, se perdían el argumento. Pero pasaron por mis manos decenas de westerns, las películas del cine negro, y las musicales.
Y, también pasaron por mis manos, milagro de la sensibilidad de mi tío Ángel Mercado, las latas de Rashomon, Arroz amargo, Roma ciudad abierta, Ladrón de bicicletas, Las fresas salvajes, El salario del miedo, Cuando pasan las grullas, Muerte de un ciclista, Bienvenido míster Marshall. Esas películas no iban seguramente a ningún otro pueblo como Masatepe; ningún dueño de cine se preocuparía en seleccionarlas, y yo las proyectaba con poco público. Pero fueron mi escuela.
En este tejido entra el hilo de la música popular, una banda sonora que mi oído recogió desde niño y que sigue viva en mi memoria, desde las primeras canciones que escuché en los gramófonos de manivela, en la radio, en las revistas musicales de las películas, la más vieja de todas quizás el bolero Dos gardenias, o el tango Por una cabeza; habituado a oír sonar los boletos y los tangos por todas partes y a todas horas del día, en las roconolas, en los talleres de zapatería y las carpinterías. A un ebanista que cantaba tangos mientras maqueaba ataúdes, terminaron apodándolo Canejo, fuerza canejo, sufra y no llore, que un hombre macho no debe llorar.
Sin olvidar que vengo de una familia de músicos, mi abuelo Lisandro director de la Orquesta Ramírez que formó con todos sus hijos, a cada uno un instrumento, violines, cello, flauta traversa, contrabajo, clarinete, saxofón, todos ellos compositores de valses, corridos y boleros. Músicos pobres y dispuestos siempre a reírse de sus propias desgracias con lo que tenían licencia para reírse de todo el mundo, una escuela abierta y permanente de humor que es parte también de esa atmósfera de mi escritura.
Y las primeras lecturas primeras, como las huellas de un camino que todavía no sabemos adónde habrá de llevarnos. El pequeño tomo de la editorial Aguilar con las poesías completas de Rubén Darío, empastado en cuero e impreso en papel biblia, como un misal, que me regalaron una vez las autoridades del Ministerio de Educación Pública porque participé en la eliminatoria nacional de un concurso escolar de declamación. Gracias a ese obsequio aprendí de memoria a Darío, y pude repetir sus poemas desde mis tiempos de estudiante, o contradecir a otros que se precian de conocerlos tan bien como yo, en justas de cantina, o en tertulias hasta el amanecer. Y a Darío siempre regreso con la misma fruición religiosa de aquellos entonces, una lectura sustancial en la que puedo descubrir siempre nuevas aristas, nuevas oquedades, nuevos misterios.
Al misma edad en que empecé como operador de cine, doña Zoila Monterrey, una hermosa señora de risa franca y agradable, consintió en abrirme las puertas de la vitrina en que guardaba sus libros, y así entré en la lectura de Los Miserables y Los Tres Mosqueteros, impresos a dos columnas en las ediciones de clásicos de la Editorial Sopena Argentina.
Pero el que mejor recuerdo era un libro clandestino, más bien un cuaderno mecanografiado con pastas de papel manila y cosido con hilo como los folios judiciales, que amenazaba deshacerse de tan manoseado. Su dueño era un lejano primo por parte de mi madre, llamado Marcos Guerrero, de pelo y barba rizada y ojos de fiebre, como un personaje de D.H. Lawrence, que hablaba arrastrando las palabras con deje algo ronco y cansino. Vivía solitario en una casa desastrada, sus gallos de pelea por única compañía, desde que su hermano Telémaco se había suicidado de un balazo en la cabeza.
Guardaba la copia a máquina de La condesa Gamiani en un cajón de pino, de esos de embalar jabón de lavar ropa, junto con libros tan dispares como La madre, de Gorki, Gog de Giovanni Papini, o Flor de Fango de Vargas Vila. De modo que mi lectura de La condesa Gamiani, que pasaba de mano en mano entre mis compañeros de la escuela, participó en mi iniciación en el rito de la lectura, y en el de la sensualidad.
Trataba de una condesa pervertida, muy refinada en sus juegos sexuales que solía ejecutar no sólo con hombres de cualquier calaña, criados o nobles, y con otras mujeres, sino también con animales, principalmente perros de caza. Sólo muchos años después, en mis correrías por tantas librerías, volví a encontrármelo: Gamiani: dos noches de pasión, y descubrí que su autor era Alfred de Musset.