POR ÁLVARO BISAMA
Fuente: Wikicommons

Un hecho policial te hizo volver a pensar en José Donoso (1924-1996). Fue en abril, cuando en una calle de Ñuñoa apareció un cuerpo dentro de una maleta. Si al principio se pensó que era un crimen narco o un ajuste de cuentas, luego las informaciones se volvieron más extrañas. El cadáver correspondía al de una mujer y había sido dejado ahí por una amiga suya, con la que compartía un vínculo afectivo y que lo mantuvo insepulto en una de sus viviendas durante un año hasta que tuvo que deshacerse de él porque venía a verla una hija desde Europa. La fallecida tenía 59 años y su amiga, 80. Más: decían ser monjas y se presentaban así ante el mundo aunque era una mentira. Habitantes de un fantasía, se entendían a sí mismas como religiosas consagradas de un culto personal que solo las incluía a ellas, algo acaso dibujado desde una intimidad asfixiada que era la fuerza de gravedad de propio mundo secreto. Que las cámaras registraran en la calle a la mayor vestida con su hábito negro cargando los restos de su amiga en una maleta de viaje, para después botarlo como basura, solo aumentaba la extrañeza del caso y funcionaba como otra postal de lo insondable del mismo.

Esto se parece a la literatura de José Donoso, pensaste, cuando se conoció la resolución de todo, como si él o su escritura volviesen ahí a pesar de que no tuviesen relación alguna. Nada raro. La historia de las falsas monjas se abría a una trama de obsesión y olvido, a un relato real de criaturas que vivían para inventar un lenguaje privado mientras habitaban en un recodo invisible del paisaje, en una de esas zonas donde la realidad se rompe o se hunde, como si se derritiese. Por supuesto, aquella ilusión se acomodaba de modo insólito y perfecto a la efeméride del centenario de su nacimiento. El siglo de Donoso, el país de Donoso, anotaste en alguna parte y todo te pareció extraño pero también clarísimo, como si los ecos del Boom o la novela chilena, o de esa biblioteca interminable suya, retornaran al presente como restos de un naufragio.

Pero ¿qué había naufragado? ¿Donoso? ¿Chile? ¿los restos de esa rive gauche que definía los códigos de conducta de los escritores latinoamericanos y la idea de la literatura que ellos tenían? No lo tenías claro. O quizás sí. Donoso había fallecido a finales de 1996, luego de unos últimos años donde vivió de modo frágil pero también convertido en una figura tutelar, rodeado de homenajes y discípulos. Esa imagen siempre te pareció engañosa, acaso una ilusión terminal y beatífica pues sabías que había tenido que quitar por presión familiar fragmentos de Confesiones sobre la memoria de mi tribu, la autobiografía que había publicado ese mismo año, por lo que ese texto, que era más bien breve y cuidado, palidecía ante la magnitud o la ambición de sus novelas. No podía explicar nada, salvo disparar la intuición que bajo la claridad de su prosa y la ligereza algo agria de la deriva del recuerdo yacía un amasijo de tachaduras, de posibilidades y explicaciones suspendidas. Más tarde, Correr el tupido velo (2009), el libro donde su hija Pilar contaba la vida familiar usando sus diarios, convertía muchos de esos silencios en preguntas. Muchas de ellas estaban demasiado cerca del hueso o del nervio como para no resultar conmovedoras y permitían que ese relato personal de desamparo y soledad pudiera también leerse como una explicación de las coordenadas de su literatura.

Pero esas coordenadas estaban destinadas a difuminarse, porque ¿cuántos Donosos existían?, ¿cuántos podías contar? Maestro de la entropía, se trataba del arquitecto de puros universos rotos. En algunas ocasiones, hacía bailar el estilo para eso. En otras, se elevaba sobre la trama para ofrecer una metáfora que era un punto de no retorno (para la tradición, para ese ese realismo criollista que aún parecía enquistado en ella) como la que encarnaba Manuela de El lugar sin límites (1996), que brillaba como el centro de un cosmos que implosionaba en la provincia chilena, presentándose como un pozo de deseo y violencia. Así, lo donosiano existía antes que como un estilo o una respiración de la prosa; y era más bien como un tono que cruzaba sus obras y tramas diversas. Era algo que invadía y llenaba de desasosiego libros como Coronación (1957) y Este Domingo (1966), novelas realistas que podían leerse como escenas terminales de la fronda aristocrática del XIX chileno, convirtiendo las viejas mansiones señoriales en edificios asfixiados, puros espacios determinados por la vejez y la ruina. O usaba el folclore chileno y la tradición campesina como detonantes de las formas de la perversión mientras inventaba su propio gótico latinoamericano en El obsceno pájaro de la noche (1970), donde la figura central era el imbunche, esa criatura de la mitología de Chile que cuidaba la cueva de los brujos y a quien luego de ser raptado de bebé, le habían cosido los agujeros del cuerpo, descoyuntado una pierna y condenado a una vida de servidumbre como sicario asesino suyo. Había más ahí: en esa novela los monstruos edificaban países privados al modo de utopías, mientras bebían té inglés en jardines señoriales haciendo de la deformidad una nueva belleza, como si fuesen los habitantes de un poema de Amado Nervo filmado por Tod Browning o Buñuel. O, como sucedería más tarde en Casa de campo (1977): la alegoría política que contaba la historia de Chile era resuelta en la fábula hipertrofiada de un fin de semana familiar, haciendo de los códigos de cierta Belle Époque (y, con eso, de todo el arsenal de cursilerías tan caro al modernismo) un despliegue de violencia enfermiza.

Pero no se trataba solo de esa novela sino quizás de su obra completa. Lo sabes: leer a Donoso siempre consistió en moverse entre planos que, como dijo alguna vez Sarduy, «dialogan en un mismo exterior, que se responden y completan, que se exaltan y definen uno al otro: esa interacción de texturas lingüísticas, de discursos, esa danza, esa parodia es la escritura». Sus novelas no afirman, no militan, no consuelan. No funcionan como la exhibición de un caso que puede explicar el funcionamiento o la condena de un país como Conversación en La Catedral; o desplegar el exotismo pop de Cien años de soledad o el plano del ex D.F mexicano como La región más transparente. De hecho su efecto es el contrario: el hundir al lector en la incertidumbre de un lenguaje cuya fragilidad es proporcional a su soledad.

Donoso escribe sobre casas y cuerpos como si fuesen intercambiables. Casas como cuerpos, cuerpos como casas. Nada raro ahí; las casas existieron desde siempre como un tropo insomne dentro de la literatura chilena, algo que servía para narrar de lo público cifrándolo desde lo privado. O sea, la política como una colección de gestos íntimos; como los mohínes de un coqueteo en un salón o los rumores de una habitación que podía ser la república completa. Pasaba con Martín Rivas (1862), que era una historia de las instituciones a pesar de que parecía un libro sobre un muchacho perdido en las mansiones, herido de amor y listo para lanzarse a una revolución; se entendía como un crimen de alcoba en Casa Grande (1908) de Orrego Luco. Entre medio brillaba desde el fondo de A. De Gilbert (1889) de Darío, donde detallaba lo que había encontrado en las habitaciones y la biblioteca fabulosa de su amigo Pedro Balmaceda Toro, que quedaban al interior de La Moneda, porque Pedro era el hijo del presidente. Por supuesto, con Neruda no hay ni asomo de confusión; Confieso que he vivido (1974) es otra de sus residencias museo, otro parque temático sobre su lugar en la historia del mundo. Gabriela Mistral, más astuta, supo huir de ese lugar con tristeza y malicia: en un poema póstumo se presenta como una fantasma que prefiere dormir en jardines y huertas.

Donoso es más corrosivo. Ahora mismo se te ocurre que, antes que las novelas de sus compañeros chilenos y de sus amigos del Boom, su literatura estaba más bien cerca del teatro de la crueldad que Enrique Lihn ejecutaba en «La pieza oscura» (1963), ese poema de Enrique Lihn donde unos niños perdidos en las habitaciones de una casa donde todo orden desaparecía; y donde el hablante sostenía de sí y los otros: «Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño que cae de rodillas/ dulcemente abrumado de imposibles presagios /y no he cumplido aún toda mi edad/ni llegaré a cumplirla como él/ de una sola vez y para siempre».

Porque en la literatura de Donoso la casa permanece pero es casi un escombro, algo (¿un símbolo?¿el avatar de una pesadilla?) que toma la forma de un hospicio /orfanato habitado por figuras alucinadas, un edificio abandonado, una pensión que se traga la luz, los salones y dormitorios de una mansión que se vuelven calabozos y cuartos de tortura. Por esos lugares, por esas habitaciones sin aire, el lector se encuentra con cuerpos cosidos y metidos en sacos, mendigos sin lengua, niños torturados por sirvientes, ancianas delirantes por un acervo aristocrático que en realidad es una corona de mugre, pero también de espacios que funcionan como agujeros negros, de edificios que devoran toda voluntad. Ahí los personajes y los cuerpos están sometidos a una mutación y un cambio permanente. El extrañamiento los define. Ninguna identidad es fija. Nada (ni los personajes, las historias, los ambientes) existe sin que se lo destruya o por lo menos se lo someta a examen. Ahí, el tiempo no puede sino estar descoyuntado.

De este modo, el caserón de Coronación encuentra su correlato en los delirios del solterón Andrés y su abuela Elisa, como si la vejez y la extinción del clan fuesen lo mismo. Sucede algo parecido en Este Domingo, cuando Álvaro sigue el avance de los lunares sobre su piel y la de los otros, todos habitantes de una nación de siluetas sometidas por el deseo, donde la piel existe como un alfabeto oculto, en la penumbra de lo que no puede ser narrado. Esto también define a El lugar sin límites, pero llega al paroxismo en El obsceno pájaro de la noche donde el Mudito y Humberto no se pueden pensarse sin el falso encanto de hora del protagonizada por freaks del fundo de La Rinconada y las monjas y asiladas de la Casa de Ejercicios Espirituales de la Encarnación de la Chimba, todas rodeadas de una orla de vírgenes y santos de yeso quebrados. Ahí, el cuerpo del personaje del Mudito, cosido, quebrado, vuelto un imbunche, parece extenderse como un paisaje imposible, haciendo de la escritura (y el estilo de Donoso) otro cuerpo clausurado, zurcido con palabras torcidas, otra galería o pasillo o patio lleno de objetos destrozados.

Más tarde, en Casa de Campo, el poema de Lihn reaparece y explota para que su autor trate de entender el golpe de estado de 1973, creciendo hacia dentro en un suerte de laberinto interminable que también consume todo pues de nuevo, la casa -que puede ser Chile o la idea de la historia de Chile que tiene Donoso- parece convertirse en el personaje central, algo que rompe y abusa de los personajes, de esos niños que se han quedado solos, abandonados en el tiempo congelado del trauma. Por supuesto, hay otros paisajes: los cuartos sombríos de «Sueños de mala muerte», la arquitectura de la burguesía catalana como el anhelo de una vida posible para el escritor fracasado de El jardín de al lado (1981); y el edificio abandonado de «Los habitantes de una ruina inconclusa» ocupado por una secta de indigentes mutilados.

Piensas, entonces, que la novela es la casa en permanente construcción de Donoso, su cuerpo mutante. Los dos volúmenes de sus diarios, Diarios tempranos. Donoso in progress 1950-1965 (2016) y Diarios centrales. A Season in Hell 1966-1980 (2023), editados por Cecilia García-Huidobro, testifican aquello. En esos volúmenes asistimos a la narración de la transformación permanente del novelista a través de los años y los cambios de locaciones vitales. Material explosivo, compuesto con los fragmentos y pistas que va anotando para sí para tratar de registrar los aspectos más complejos o banales de su escritura, y los escombros y aciertos de sus lecturas, funcionan como una guía de sus tradiciones y rupturas privadas, una indagación dolorosa sobre las posibilidades de la ficción como una zona de peligro y de la novela como un territorio habitado en permanente sospecha pero también -o justamente por eso- como sinónimo de la metamorfosis, de la literatura como un imposible.

Entonces, te das cuenta que el centenario restaura la obra de José Donoso. La efeméride lo hace existir en un campo expandido. Si antes Donoso era un autor complejo de retratar, ahora es aún más inquietante. Ya dejó ser un clásico. Antes fue un escritor realista, luego un autor que prefiguraba lo queer, un maestro rodeado de aprendices; ahora también es una estrella del weird y el autor de esa obra brutal, secreta y gigantesca que son sus diarios. Ahí se presenta desde la soledad terrible de su oficio. Retrato hecho de imágenes múltiples de sí, se comporta como un enigma y la idea que tenemos de él y su obra se extiende y cambia. Su recuerdo, que es el lugar que ocupa en nuestro imaginario, se modifica y se sacude una y otra vez. Con esos límites desdibujados y zurcidos una y otra vez, el género de la novela es sólo uno de los aspectos de su escritura, una zona extrema cuya lectura crece una y otra vez hacia otros lugares: la lectura de la tradición, la confesión personal, la crónica de una vida familiar tan compleja como inverosímil, muchas veces. O sea, más pliegues dentro de pliegues. Más enigmas dentro de preguntas. La contradicción como un flujo del ánimo. La neurosis como método posible. Todas esas imágenes e ideas acerca de él y su literatura él se superponen y se mezclan ahora mismo; comparecen en su centenario porque unen el pasado con el futuro, a los fantasmas de la biblioteca de la República con lo que resulta ilegible o invisible para ella.

Por eso te acordaste de él cuando leíste sobre esas mujeres que fingían ser monjas. Era posible reconocer ahí un mapa de Chile o de Latinoamérica o al modo de un país imaginario: una nación y un tiempo construidos desde el daño. Por eso, recordaste, Donoso te permitía explicar lo real. Así, entre la exquisitez y la mugre, entre la frivolidad y lo abyecto, entre la ausencia de épica y el festín de los cuerpos en consunción, el realismo quedaba corto y la idea de lo fantástico deshacía para sí toda jerarquía o prescripción de manual, ofreciéndose como una galería de seres deformados y lugares arrasados. Antes, aquello existía al borde de lo indecible. Ahora, las piezas oscuras prefiguran una forma del futuro. Ahí toda prosa es imbunche, hecha de cuerpos, historias y lugares hechos de parálisis y de fuga, puros espectros en un tránsito que no los libera sino que los clausura. Ese lugar, que es el país de Donoso, las palabras son cáscaras casi vaciadas de todo sentido que no sea el de dibujar una ciudadanía que solo puede ser reconocida como una casa arruinada o una mueca deformada.