Los últimos días de vida de Franz Kafka, ingresado en el sanatorio austriaco de Kierling, fueron un suplicio. Su tuberculosis empeoró cuando la primavera de 1924 llegaba a su fin, y le atacó la laringe. Se quedó sin habla y, al poco, falleció. Se apagó su voz, pero lo que resultaba por entonces inimaginable es que, trascurrido un siglo, en la contemporaneidad el escritor checo «hable» más que nunca, y lo haga a través de la escritura de tantos autores que han devorado e interiorizado su obra. Desde la llegada de las primeras traducciones de sus escritos al español en la misma década en que falleció, el eco de lo kafkiano –ya sea a través de la incorporación de sus códigos narrativos y temáticas, o por medio de la inclusión de intertextos– es rastreable en el trabajo de numerosos escritores, que han demostrado su capacidad para dialogar de forma original con un autor cuyo legado no pierde vigencia más de cien años después de su temprana muerte.
El propósito de este ensayo es recorrer la literatura hispánica del presente siglo para atender el modo en que diferentes creadores, tanto de España como en Latinoamérica, han incorporado las enseñanzas del escritor de Praga en sus narraciones; aproximarse a las muy singulares maneras en que, por decirlo con George Steiner, ese maestro muerto visita al artista en su taller interior en el momento en que confecciona una nueva obra. Como ocurre con los grandes autores de todos los tiempos, el término «kafkiano» ha sobrepasado su rol de adjetivo para erigirse como una categoría estética de enorme relevancia y magnitud.
Son numerosos los recovecos y posibilidades semánticas en que lo kafkiano cobra sentido, como recuerda uno de los grandes estudiosos en su obra, Leopoldo La Rubia, quien define esta categoría como universal en clave literaria, y que se presenta en aquellas narraciones donde se propician situaciones insólitas pero adscritas a un marco cotidiano, que se caracterizan por su carácter intricado, confuso y de difícil comprensión, las cuales, normalmente, suelen tener un final esquivo, y que generan –tanto en el personaje central como en el lector– una sensación amenazante y desasosegante, donde la angustia impera en la atmósfera que sobrevuela el texto. Se establece un juego dialéctico entre lo lógico y lo absurdo, entre lo verosímil y lo inverosímil, y la realidad se va transfigurando poco a poco, hasta casi disolverse los límites entre lo referencial y lo ficticio, de manera casi imperceptible, generándose una percepción de extrañamiento.
El imaginario de esta categoría estética es imposible de definir de forma unívoca. Las múltiples interpretaciones que permite lo kafkiano, más allá de ser un obstáculo, posibilitan que los escritores incorporen y actualicen en sus trabajos los temas y motivos planteados por el autor de El proceso (1914) o El castillo (1922) de muy diversas e interesantes maneras. Si bien, lo kafkiano sí ha dejado notables rasgos específicos: la imagen laberíntica de todo proceso burocrático, la hostilidad a la que ha de hacer frente el sujeto moderno en un mundo que emerge como incomprensible, el paulatino proceso de despersonalización y distorsión de la realidad y la osmosis que se produce entre el mundo referencial, onírico y lo fantástico, la inquietud existencial y la impotencia ante un panorama que se mueve entre lo angustioso y lo cómico –esa mezcla de lo horrible y lo cómico que refería Milan Kundera de su compatriota– o la sensación de estar a merced de un sistema, ya sea en su dimensión política, económica o social, que hace vulnerable al individuo y que impone sobre este su misterioso poder.
Todo ello ayuda a generar un potente imaginario polisémico y simbólico, que sitúa al escritor, en palabras de Manuel Vilas, como el más destacado e influyente del pasado siglo. El oscense es uno de los que más han incorporado a Kafka en sus trabajos. En España (2008), obra ya kafkiana desde su propia estructura, destaca un fragmento en el que reivindica la importancia de Max Brod –amigo del autor, y que hizo público manuscritos que el escritor checo le había encargado destruir–, y sitúa a Kafka como el monarca absoluto de la literatura. Y es que Vilas es kafkiano ya en la propia concepción que tiene de la escritura: si el praguense se hizo con un apático empleo de oficina que le permitía invertir las restantes horas del día en construir su edificio literario, el aragonés ha puesto semejante obsesión y disciplina en leer a su maestro, y ello le ha llevado, como confiesa, a ser escritor. De hecho, en Zeta (2002) escribe, con gran comicidad, que le hubiese encantado que Kafka fuera de Teruel.
Lo kafkiano planea como una sombra recurrente en la trayectoria narrativa de Vilas, quien ha reivindicado también la contemporaneidad del autor en conferencias y columnas. No conviene olvidar su libro América (2017), donde, ya desde el título, rinde tributo a uno de los grandes trabajos publicados por Kafka en vida, también conocido como El desaparecido. En la homónima novela de Kafka, Karl –no usando aquí la inicial K.– es un emigrante que llega a la teórica tierra de las oportunidades pero que, como tantos otros personajes surgidos de su pluma, se enfrenta a numerosas desventuras que le superan. La experiencia es cada vez más agobiante, y sus vivencias rozan lo absurdo por momentos. Kafka nunca llegó a visitar Estados Unidos, y esto lo diferencia de Vilas, quien relata en América sus viajes por diferentes localizaciones del inmenso territorio, que retrata como el país del asombro, y es ahí donde el imaginario del escritor checo toma toda su potencia, recordando que su objetivo es zambullirse en la idiosincrasia norteamericana y confundir la literatura y la vida, a la manera kafkiana.
Otra trayectoria literaria inspirada en las enseñanzas del creador centroeuropeo es la de Samanta Schweblin. Así lo muestra ya el primer libro de relatos de la escritora argentina, El núcleo del disturbio (2002). En el relato «Hacia la alegre civilización de la capital», incluido en este libro, lo kafkiano se muestra en toda su contundencia por la situación experimentada por Gruner, sujeto que pretende comprar un billete de tren en una estación de provincias para viajar a la capital. No obstante, no puede adquirirlo porque el taquillero no tiene cambio, y la situación se repite día a día, aumentándose la impotencia del protagonista. Lo intrincado y laberíntico de El castillo y la impotencia e incomprensión de El proceso resuenan en este texto. En la misma colección se incluye Matar a un perro, donde la autora es capaz de narrar la violencia como algo cotidiano, ya sea sufrida por un animal o un ser humano, generando un gran desasosiego en el lector.
En su obra, la fantasía tiene mucho que decir en la distorsión de lo real que propone, donde el terror es capaz de colarse en las zonas de confort, en la cotidianeidad del individuo y de su entorno familiar. En esta misma revista, Schweblin se expresó al respecto de forma clara: «Creo que, incluso en las historias más realistas, la ficción siempre empieza cuando algo extraño o inesperado sucede». Es una fórmula muy kafkiana, en la que insiste en posteriores libros de cuentos, como Pájaros en la boca (2009) y Siete casas vacías (2015), pero también en su novelística. En Kentukis (2018) profundiza en dos temas tan propios de la literatura kafkiana como la incomunicación o la soledad. Sitúa la acción en un tiempo y espacio indeterminados, generando una mayor sensación de extrañeza e intranquilidad, donde emergen unos siniestros peluches animales, conectados a aplicaciones dirigidas por desconocidos ubicados en otro lugar del mundo. En esta novela son las nuevas tecnologías las que imponen su dominio –por medio de algo tan cómico y absurdo como es un peluche animal–, por lo que la alineación y la deshumanización propia de lo kafkiano es actualizada por Schweblin a los miedos e inquietudes del presente: el ser humano frente a un mundo que siente como amenazante, extraño y, en no pocas ocasiones, irracional.
Kafka es un referente a la hora de plantear cuentos que cuestionan la capacidad de distinguir de forma nítida la realidad y lo que es tergiversado por el potencial infinito de la imaginación, como exclama la escritora chilena Nona Fernández en La dimensión desconocida (2016). También la polifacética creadora ecuatoriana María Fernanda Ampuero, en el muy reciente Visceral (2024), defiende que las historias de terror existen porque son una hipérbole del miedo cotidiano y, por este motivo, recalca que tanto ella como otras compañeras de generación latinoamericanas –entre las que cita a su compatriota Mónica Ojeda o a la boliviana Liliana Colanzi– cuelan los monstruos, los fantasmas y otros designios sobrenaturales entre las grietas de lo real como símbolos para eviscerar los miedos y denunciar la violencia institucional y los traumas.
Ampuero, en su relato «Sacrificios», incluido en el libro Sacrificios humanos (2021), relata la experiencia de una pareja que lleva perdida tres horas en el aparcamiento de ese no-lugar que es el centro comercial. El tiempo trascurre, los protagonistas se desesperan, pues tienen a sus hijos esperándoles en casa y se están quedando sin batería en los móviles, y la noche cae con su crudeza. Es una situación laberíntica, incomprensible e incómoda para la pareja, que parece atrapada sin motivos en un espacio limitado, como aquel grupo de burgueses en el salón de la muy kafkiana película El ángel exterminador (1962), de Luis Buñuel. Si bien, la esperanza llega para la pareja del relato de Ampuero cuando descubren que alguien se acerca, aunque esta sensación no tarda en transformarse en terrorífica: lo que se aproxima es algo entre lo humano y lo animal, donde resaltan pezuñas o cuernos. Late aquí ese Gregor Samsa del más conocido de los relatos kafkianos, La metamorfosis (1912), quien una mañana se despertó transformado en un monstruoso insecto.
Siendo La metamorfosis el más notorio, no es el único escrito del checo donde se juega con la ambivalencia entre animales y humanos, y la literatura en español contemporánea ha sacado rédito de este motivo temático. La salvadoreña Claudia Hernández, en su cuento «Mediodía de frontera» –incluido en De fronteras (2007)– construye un narrador que se pronuncia desde la subjetividad de un perro. Con increíble normalidad, la autora construye un escenario donde no extraña a nadie que los animales hablen con los humanos; como en Kafka, lo referencial y racional parece tergiversarse desde una incomprensible calma. En el espejo de este cuento se vislumbra Investigaciones de un perro (1922), que trata de los esfuerzos filosóficos que acomete el can.
Sin abandonar esta vertiente de lo kafkiano, se puede referir la obra El animal sobre la piedra (2008), de Daniela Tarazona, también con inequívocos ecos de La metamorfosis. En la obra de Kafka, Samsa contempla horrorizado su transformación en insecto al inicio del relato, mientras que Irma, protagonista del relato de la mexicana, acepta de buen grado su transformación, como vía casi natural de superar el proceso de duelo que le había llevado a viajar. Paisano de Tarazona, Mario Bellatin también ha demostrado saber incorporar a su literatura las huellas de la categoría estética de lo kafkiano. Existen pruebas de ello en toda su obra, y también en la maestría con que suele utilizar la técnica de la disolución de la voz escritural. En buena parte de su obra, el extrañamiento gana peso como temática conforme la narración avanza.
En Jacobo el mutante (2002), el personaje bellatiniano que da nombre al texto se baña en un lago y emerge del agua convertido en una anciana. Jacobo podría ser Gregor, pero el escarabajo es sustituido por una achacosa señora mayor. En Underwood portátil modelo 1915 (2005) se puede ver en la máquina del título concomitancias con aquella que Kafka describiera en En la colonia penitenciaria (1919), ese aparato infernal que inscribía en el cuerpo del sujeto juzgado su penitencia. Y si los títulos ofrecen ya claves de interpretación, resulta muy paradigmático el elegido por el escritor mexicano-peruano para uno de sus últimos trabajos, Un kafkafarabeuf (2022).
Aunque la estética objeto de estudio sea rastreable por todo el territorio americano, quizás sea en Argentina donde ha dejado un mayor impacto. Al nombre de Schweblin se puede sumar el de Pablo Katchadjian. En esta misma revista, el crítico Vicente Luis Mora estudió lo kafkiano en la última novela del escritor y docente bonaerense, Una oportunidad (2022), aunque también se puede rastrear en trabajos como La libertad total (2013), una novela sin aparente narrador, con personajes que recorren pasadizos y túneles secretos. En definitiva, «Un mundo raro», como expresa el personaje denominado como A –otro guiño más a ese agrimensor de El castillo–. Lo kafkiano tiene presencia en trabajos del también bonaerense Michel Nieva, en obras como La infancia del mundo (2023), o en novelas de la mendocina Fernanda García Lao, como Nación veneno (2020), con ecos de ese absurdo perfilado por Kafka, al que ha señalado en entrevistas como el maestro absoluto de la pesadilla.
De vuelta en España, se encuentran notables y muy dispares ejemplos de obras en que lo kafkiano se ha manifestado en el presente siglo, a través de la escritura de autores de diferentes generaciones. De gran originalidad resulta el modo en que Sara Mesa incorpora la voz y los motivos del checo a su obra. En su ensayo Silencio administrativo (2020), iniciado con una cita de El proceso, la madrileña recoge la historia de una mujer impotente ante las enormes trabas para solicitar en la administración una ayuda a la que tiene derecho y el laberinto burocrático interminable que debe recorrer. Por su parte, en la ficcional Un amor (2020), el personaje de Nat, como Josef K., no parece entender nada, mientras busca adaptarse a la realidad de un pueblo cuyos habitantes le reciben con hostilidad. Mesa es una gran retratista de las atmósferas opresivas, de la soledad y la alienación a la que el ser humano parece sometido.
También Luis Landero ha recibido en numerosas ocasiones el marchamo de kafkiano. Sin ir más lejos, en la reciente Una historia ridícula (2022), el protagonista Marcial recurre en diversas ocasiones al proceso de metamorfosis para describir su estado tras conocer a Pepita. Algo similar ocurre con la literatura de Enrique Vila-Matas. Autoproclamado en sus inicios literarios como un «kafkiano incipiente», en sus últimos trabajos también se puede rastrear la estética y técnica propia de su mentor. Sirva como ejemplo su última novela, Montevideo (2023), repleta de ambigüedad, en la que el protagonista se enfrenta a una serie de puertas y hoteles misteriosos, donde lo fantástico hace entrada de forma sigilosa para provocar la confusión en la percepción de lo que se presupone como real. Como escribe el narrador tras caminar por un laberíntico distrito: «En realidad, lo visible no es sino un resto de lo invisible».
Y si lo fantástico entra en escena resulta obligatorio referir el trabajo de David Roas. El catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad Autónoma de Barcelona es uno de los grandes estudiosos del género fantástico, y sus aprendizajes teóricos los ha vertido también en gran parte de su creación literaria, bañada de elementos kafkianos. En la autoficcional La estrategia del koala (2013) se puede encontrar muchos rasgos de esta estética, como en los pasajes en que el protagonista se echa a un inseparable –y también improbable– compañero de viaje por las costas gallegas, como es el escarabajo Fiz. No obstante, es en sus cuentos donde se encuentran una mayor huella. El lector perspicaz encontrará el reflejo de los motivos literarios típicos del escritor de Praga, en muy distintas dimensiones, en Distorsiones (2010) –en relatos como «La casa ciega o «Silencio»–, en Invasión (2018) –en «Agua oscura» o «Simbiosis»– o en el muy reciente Niños (2022), tanto en «Ecos de Familia» como en «Zoltar Speaks». Roas defiende que la sombra de Kafka es muy alargada y que es muy perceptible, en sus diversas graduaciones, cuando se combina lo real con lo grotesco.
La nómina de escritores influidos por uno de los grandes de la literatura parece inacabable. Sería injusto no citar a Ricardo Menéndez Salmón. A diferencia de Prohaska, protagonista de Medusa (2013), Kafka no conoció los campos de exterminio, pero este sirve como inspiración para el ficcional Prohaska, obsesionado con la desaparición y la invisibilidad que fue testigo de todo el mal de siglo XX, y que filmó una película de inspiración kafkiana, Plaga, ambientada en la Nicaragua somocista. También en Horda (2021) se pueden rastrear concomitancias con Informe para una academia (1917), protagonizada por el mono Rotpeter.
Jon Bilbao, Juan Francisco Ferré, Agustín Fernández Mallo, Juan José Millás, Ana Fernández Castillo, Javier Tomeo, Felipe Hernández, Gonzalo Hidalgo Bayal o Julia Otxoa, entre tantos otros, también han coloreado de tintes kafkianos textos de muy distinta naturaleza publicados en el presente siglo. Otros, a la manera de Kafka en América, especulan con un posible viaje del escritor del pasado siglo visto a lugares en que jamás estuvo, como hace Juan Eduardo Zúñiga en la ciudad de Madrid, o Iban Zaldua, que imagina al checo, años después de su muerte, en los territorios palestinos aún bajo mandato británico, antes de que el mundo estalle por los aires con la II Guerra Mundial.
Para Theodor Adorno, la ficción kafkiana es una parábola cuya clave ha sido robada. Es el lector de su obra, como demuestran los escritores en español que incorporan la voz del checo a sus propuestas literarias contemporáneas, el que ha de seguir desentrañando los infinitos misterios de los textos de un autor que no ha perdido un ápice de actualidad, un siglo después de su fallecimiento. Se necesita, al menos, otro siglo más para seguir descifrando a un creador cuya literatura, como afirmó Borges, resulta inmortal y eterna.