
Juan Cruz
Secreto y pasión de la literatura
Tusquets
384 páginas
No hay oficio que haya soportado tantas muertes en lo que va de siglo. Y no sólo de las duras, las reales, sino también de las simbólicas y las grandilocuentes, las que se gustan en la crueldad de ver agostada la que hasta hace poco era la única fórmula civilizada de constatar la ocurrencia del mundo. El periodismo agoniza tanto y tan seguido y a la vez se debe a tantas urgencias cotidianas que resulta comprensible que el alma no le dé para juegos de salón y empresas epistemológicas, pero si las hubiera, las cuentas pendientes serían tantas y tan complejas como para hacer palidecer en comparación el debate sobre el dogma de la trinidad y hasta el del falso nueve. Mientras la literatura se dedicaba a matar al autor y la psicología al padre, la prensa, azuzada por lo suyo, se limitaba a ir portando como podía la figura del periodista, sin atreverse del todo a otorgarle el estatuto de observador o de intérprete de la realidad más allá de las fronteras neokantianas y de mínimos que separan la opinión de la información y que a menudo eran reventadas por los que paradójicamente terminaban por redefinir el género en la práctica.
Al igual que en el flamenco, en el periodismo, los híbridos, los heterodoxos, han acabado por convertirse en los clásicos del mañana, aspecto que, sin duda, y con décadas de profesión a sus espaldas, convierte a Juan Cruz Ruiz (Puerto de la Cruz, 1948) en un clásico. Y no sólo por su versatilidad, que le ha llevado a desempeñarse en todas las facetas, incluidas las laterales, ligadas a la profesión, desde fundar un periódico –El País– a dirigir una editorial -Alfaguara- y ejercer de crítico y gacetillero raso, sino por los libros que le ha dedicado a la experiencia, que, en su caso, y en lo referente a la literatura es a todas luces irrepetible, tanto por la trascendencia de los autores que le rodearon como por las circunstancias que atravesaba el país: las del nacimiento y consolidación de un ecosistema cultural que empezaba a dejar atrás los malabarismos frente a la censura y a poblarse de voces que marcarían a los lectores hispanohablantes hasta bien entrada la actualidad.
Un proceso que Juan Cruz viviría en primerísima persona, con todas las distracciones narrativas que eso conlleva, y que aparecería como contrapartida en el que se ha ido fraguando en algo que es mucho más que un convidado o un hermano menor de su producción novelística: su ya extensa biblioteca sobre sus memorias como periodista, que ha dado a la luz algunas de las páginas recientes más interesantes de ese subgénero tan ducho en pasminas y pendencias que es la trastienda de la literatura y del mundo de la edición. Asunto que ya abordó frontalmente en Egos revueltos (Premio Comillas), al que ahora da continuidad con Secreto y pasión de la literatura, auténtica autobiografía orillada marca de la casa en la que el autor describe sus encuentros con escritores fundamentales como Mario Vargas Llosa, Borges o Javier Marías. En ocasiones valiéndose de antiguas entrevistas que son joyas del periodismo y que a través de este libro y de sus comentarios posteriores proporcionan un justificadísimo baipás a esa eternidad de bites y de sarcófago de hemeroteca que acota el porvenir de lo que se publica en prensa. Y siempre conducido por un tono melancólico y elegiaco que tiene mucho de homenaje -a Beatriz de Moura y Toni López Lamadrid, fundadores de Tusquets, fundamentalmente- en un volumen en el que la muerte y la celebración de la amistad están mucho más que presentes.
Con recursos que van desde la semblanza al diálogo y la evocación, Cruz compone un extraordinario fresco que, sin ánimo de establecer un canon que no sea personal y sentimental, contiene referencias troncales para la historia de la escritura y de la lectura de los últimos cincuenta años. Por momentos, además, expuestos en un grado insólito de desnudez propiciado tanto por la pericia del entrevistador como por su condición simultánea de escritor, periodista y editor, triple blasón que funciona mucho mejor que las celosías a la hora de alentar la confesión e, incluso, de admitir la propia vulnerabilidad. Fiel a su estilo, Cruz rinde culto y humaniza al mismo tiempo a los autores que más admira y que acabarían siendo sus amigos. Una mirada, la humana, la de admiración, muchas veces desdeñada, que, como testimonia este libro, no está ni mucho menos reñida con la dignidad del periodismo ni con la buena literatura.