POR JAVIER SERENA
Director Cuadernos Hispanoamericanos

Por las circunstancias y los asuntos abordados, por el delicado material que recogen sus páginas, por la estrechez de analizar un texto según sus aciertos o errores o el lugar que ocupan en el trabajo conjunto de un autor, hay libros que no pueden comentarse sólo desde la crítica literaria: Antes que nada, la reciente obra de Martín Caparrós, es una de esas creaciones a las que daría pudor referirse únicamente con una mirada estricta que diseccionara una suerte de cuerpo muerto de acuerdo a la mayor o menor excelencia de sus páginas.

La sustancia de este libro pide de hecho lo contrario. Es lo que sucede a veces con algunos textos de este tipo, extraños y urgentes y en ocasiones los más perturbadores de sus autores. Algunos ejemplos remiten a obras memorables: Bajo el signo de Marte, de Fritz Zorn, donde el joven escritor suizo, aquejado de un cáncer incurable a sus treinta y dos años, realiza un primer y último alegato de rebeldía en esas páginas finales, seguro de que ha sido la vida burguesa —demasiado prudente y sumisa y constreñida— la causante de esa enfermedad silenciosa de un cuerpo matándose a sí mismo, y convirtiendo su furioso testimonio en una bandera para el inconformismo sin aparente enemigo de la juventud europea de los sesenta; o Esta salvaje oscuridad, de Harold Brodkey, quien, diagnosticado de sida, acude a la contemplación estética de sus últimos años, como si agudizara todos sus sentidos de artista para ofrecernos un espectáculo jamás visto: el de alguien que sabe que se desvanece en la nada y acepta el encargo de abrir los poros de la percepción hasta el último momento, para que los demás nos asomemos al misterio de ese ocaso concluyente. De manera muy distinta, ocurre con otra serie de libros: la de los padres o las madres que escriben del dolor de los hijos prematuramente muertos, como en Mortal y rosa de Francisco Umbral, La hora violeta de Sergio del Molino o Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett, quienes nos muestran el absurdo y la tristeza infinita de esa orfandad inversa, un duelo tan contrario a la lógica de la naturaleza que en efecto carece de un término propio en el diccionario. E incluso podrían citarse otros que bordean tragedias similares, pero esta vez por una decisión deliberada, algo que, por muy libre que sea, no deja de resultar desconcertante: títulos como Mi suicidio de Henri Roodra o Suicidio de Eduard Levé, que en sus obras anticipan su muerte por propia voluntad, y de los que cuesta imaginar la lectura de un coetáneo que no se detenga en las razones o desgracias de cada uno para decantarse por su brusca despedida.

En todo caso, todos estos libros y otros muchos escapan a los juicios sobre cuestiones estilísticas o estructurales, pese a que sin sus logros formales carezcan de valor; y muestran en definitiva que toda elaboración, todo el brillo y la belleza de sus páginas, es apenas la necesaria para encauzar una emoción y un pensamiento que desborda cualquier corsé requerido por las buenas prácticas literarias.

Lo cierto es que cuesta referirse a Antes que nada como si sólo fuera un libro, y al mismo tiempo lo es. Cualquiera que se acerque a sus páginas lo sabrá, pues no son unas memorias escritas desde el sosiego de la vejez, sino agitadas por el acecho de una enfermedad sin cura, en las que Caparrós alterna el repaso biográfico con la reflexión desde un presente cada vez más frágil, y consciente de que su cuerpo va dejándole de responder en un envejecimiento total y acelerado recurre a esta crónica íntima con la misma destreza con que otras veces aplicaba la mirada al exterior.

El exhaustivo repaso vital del autor, levantado siempre contra el fondo de la época, es de una intensidad abrumadora. Están los descubrimientos de la infancia y los primeros retos escolares y la adolescencia militante y las muertes de los compañeros en la Argentina de los setenta; y luego el primer destierro a París, y la continuación de una juventud siempre impulsada por la curiosidad lectora y la sucesión de parejas y amistades. Más tarde, las idas y vueltas entre Buenos Aires y Madrid serán constantes, al igual que vendrán más y más libros publicados y el éxito en el periodismo y una relación interminable de viajes, persuadido de que en esos desplazamientos a cualquier confín la vida está más llena de su esencia que en ninguna otra parte.

Con la vista clavada en el progreso de la enfermedad, Caparrós levanta este friso imponente. Escrito con la avidez del rescate de los recuerdos y el apremio por aprovechar el tiempo escaso, en Antes que nada prevalece la vitalidad y el deseo de la primera a la última página, y frente a ese paisaje tan rico y abundante que ya se desdibuja por un límite tan próximo un lector no puede decir gran cosa: salvo que así, empujado por un pasado tan completo, aferrado a las herramientas del oficio, inmerso en este ejercicio de memoria y lucidez que despierta más asombro que compasión, es como escribe su vida un escritor fiel a su naturaleza hasta donde las fuerzas lo permiten.