Poesía como sinónimo del eje de la aventura vertical epistémica en la horizontal óntica, empresa e investigación, descubrimiento de territorios cognitivos que desconocíamos, que se desvelan en nuestra lectura, en nuestro aprendizaje como sinapsis de zonas que se ponen en contacto. Campos semánticos y conjuntos que se incluyen. «Esa secreta actividad de las palabras […] en el solar de lo desconocido» otorga cierta inmanencia al lenguaje que, cómo no, posee, asimismo, una dialéctica histórica. La poesía como ejercicio de desvelamiento, adentrándose en la incertidumbre y en el misterio, porque de lo contrario no es poesía. Desde Benedetto Croce a Alfonso Berardinelli, no se trata de buena o mala poesía, sino de poesía-no poesía. Y para que se produzca debe entrar en el territorio de lo desconocido, ese no lugar o «entrelugar» crítico de resistencia e hibridación discursiva característico de las categorías de modernidad y posmodernidad, entendidas como paradigmas epistemológicos que conviven en un mismo emplazamiento (cf. Castro Hernández, 2017, p. 17, que desarrolla planteamientos, entre otros, de Augé o Bhabha).
«Por los entresijos matizados de la enramada se intuye la irradiación anegadiza de la plenitud» («Una pluma canora, un canto alado», 2015, p. 12), con representación cronotópica: «Las pausas, intervalos, paréntesis que jalonan las fases del recuerdo se confabulan contra lo unitario, quebrantan esa frágil correlación de semejanzas entre los que sucesivamente he sido» («Contra lo unitario», 2015, p. 13).[vi] O «La realidad supone comúnmente un ritual adusto, siempre ajeno, que se va acomodando entre los intersticios de la decepción y allí se hace incesante igual que los flagelos tan lentos de la vida y allí se perpetúa con idéntica desazón que un intruso en el confín de la memoria» («Y quedeme no sabiendo», 2015, p. 19). O en el siguiente poema: «Lo subterráneo es de repente un eslabón perdido de la geometría visionaria: subsana las premiosas leyendas espaciales y muestra, en raros interludios sensitivos, ese entramado entre cuyas fisuras se traslucen los frágiles cimientos de Babel» («Todo lo subterráneo tiene un orden», 2015, p. 20).[vii] Así podríamos seguir con un cotejo exhaustivo para representar no sólo los lugares explícitos, sino también los implícitos, esos territorios de frontera que se encuentran en tierra de nadie, que no pertenecen a nadie y que se hallan en continuo litigio, en discusión permanente y en busca de la representación, incluyendo la memoria con sus galerías: «Alrededor del frágil cañamazo en que se hilvana la memoria ¿qué otra cosa se expande sino el páramo?» («Seguridad ciudadana», 2015, p. 22). ¿Una vasta extensión en la que no se ve el final? Como en «Los siete mensajeros», de Dino Buzzati, cuanto más te acercas al límite, más se aleja. Así que, conectando con aquella puerta que definitivamente se acaba de cerrar del poema «Temor a la impotencia» (1977, p. 102; 2011, p. 356), con el que finaliza Descrédito del héroe, ahora nos situamos en este no lugar, esta no man’s land eliotiana, esa tierra baldía sin límites, que nos sirve para ilustrar de algún modo esta cuestión.
PUERTA CONDENADA
El lento movimiento del desdén se parece al de esas bisagras de tan inaceptable compostura: se desplazan desde la inercia hacia su propia disfunción y en el trayecto trazan el eje circular de un insidioso límite. Cruje en la noche la versatilidad de las maderas, gimen los parteluces bajo la trabazón de las ferreterías, jadean las junturas como cuerpos articulados en algún vulnerable distrito del deseo. Pero tú, el que me oyes, olvídate de esa requisitoria que desde la sinrazón atañe a tu ventura, olvídate de tantos quejumbrosos sortilegios murales. No supedites nunca tu conducta a la de esa puerta mal cerrada merced al raudo alarde de su giro, abre los ojos al tránsito veloz de lo presunto, umbral de luz movible que franquea la vida (2015, p. 25).
Bisagras, insidioso límite… El repertorio onomástico es muy amplio, y más en la particular riqueza semántica de sinónimos, vocabulario y acepciones bonaldianas. Lejos de esforzarnos en el cotejo exhaustivo de todo el poemario (2015, p. 35; 2015, p. 42; 2015, p. 81; etcétera), dejamos al lector la voluntad de este rastreo, para llegar a un tema asociado a este no lugar, que es el mar, leído en Desaprendizajes no solamente como simbología inmensa e inabarcable, realización de los deseos y las esperanzas, como vuelta al seno materno, a esa placenta desde la que se retrocede o se nos habla. Entresacamos el fragmento final:
Difícil es y acongojante desaprender lo aprendido hasta alcanzar la disyunción consoladora que retrotrae al seno prenatal de los conocimientos. Pero una vez lograda esa gustosa desocupación, esa nada adyacente de la nada, comienza a vislumbrarse el alfabeto de una felicidad no importa que carente de asideros. Sólo así puede entenderse esa idea de la ignorancia según la percepción platónica de la sabiduría («Prenatal sabiduría», 2015, p 29).
El poeta ha alcanzado la sabiduría —por eso la autoestima será una constatación, no vanidad— en esa edad en que se está más cerca de la muerte y, por contraposición o paradoja, más cerca de una idea de retorno —no eterno— al vientre materno que es, al fin y al cabo, la idea de preexistencia o anulación de la existencia después de haber existido. Porque en el regreso nos adentraríamos en el no lugar al que estamos destinados. El mar, que es al mismo tiempo la placenta materna, ese líquido amniótico de la humanidad, ha sido una constante en la poesía —y, en general, en la obra— de nuestro autor, si bien nunca como hasta este libro con esta repercusión simbólica. También en Desaprendizajes la dialéctica mar-tierra (presente, de igual modo, en la obra poética bonaldiana) se propone como justiciera frente a las iniquidades del presente, la injusticia de los hombres, las afrentas a la naturaleza: «Pero la naturaleza acabó, acabaría sobreponiéndose consecutivamente a las muchas amenazas de extinción, y el lugar donde creció el jardín de las hespérides permanece simbolizado en esa tierra madre argonidense, justo frente a la ventana de la casa en que ahora escribo» («Mater terra», 2015, p. 47).[viii] Quizás el poema que mejor sondea estos intersticios de la creación, que son resistencia, la fundación mítica de Argónida y esa sabiduría de la poesía bonaldiana, podría ser éste:
VOLVER ADONDE NUNCA
Una tenaz gama de blancos fundidos bruscamente en negro se estampa entre las lindes no visibles del día. Ya no eres quien eras hace sólo un instante, ni vas de no se sabe dónde a sitio alguno. Ya no estás en un tiempo indubitable ni tampoco en un tiempo de inciertas concordancias con la realidad. Estás en el confín del no retorno, en una suspensión de lo continuo, en esa trayectoria vacilante cuyo final consiste en no alcanzarlo nunca. Referencias, indicios, deducciones, ¿en qué zonas arraigan, en qué brocal del tiempo, en qué tramos ambiguos de la vida? Al borde lo oscuro ves de improviso círculos fulgentes, parpadeos, vislumbres que parecen más bien rastros antiguos de alguna luminosa soledad. Pero tú ya has llegado al punto inubicable, has dejado muy atrás, muy en lontananza, en ese deslugar que va de un nunca a otro nunca, todos esos vestigios que surten la memoria de un suministro sensorial de pérdidas. Herméticas las fuentes primordiales, ingresas en la vasta tardanza de la pasividad, allí donde los comprobantes de estar vivo invalidan de pronto tantas perplejidades y añagazas. ¿Regresar a qué sitio cuando todos los sitios confluyen en lo irreal de estar ausente y acaso se adivine más allá de lo lejos un reencuentro súbito contigo? Lo que ocurre después incumbe a la supervivencia (2015, p. 42).
De igual modo, podríamos reproducir «Afueras del edén» (2015, p. 103). Ambos poemas no podrían ilustrar mejor lo que estamos planteando, pues nos derivan desde el no lugar —aquí, explícitamente, «deslugar»— hacia la concepción de no tiempo, como en «No estar»:
Me buscarán un día entre las inconstantes páginas donde a veces pretendo guarecerme. Me buscarán acaso por los inopinados suburbios de la noche, cuando la abulia aplace las quebradizas marcas del deseo y ya no queden rastros de ninguna de esas desapacibles formas de prever al que un día habrá de suplantarme. Me buscarán por las encrucijadas donde a menudo me reencuentro con mi propia memoria, tal vez mientras reniego de los muchos edictos que merman de continuo la jubilosa libertad. ¿Podré evitar al menos ese torvo peligro que tratan de imponerme los ominosos comisarios de la decrepitud? ¿Dejaré que la herrumbre silente de los años consista de improviso en una nueva opción a la condescendencia? Me buscarán, pobre de mí, por esos derroteros donde sigo cumpliendo los plazos de espera. Llegarán hasta aquí sin ser notados, pero ya me habré ido al mismo no lugar de donde vengo (2015, p. 92).
No estar: no lugar, no tiempo. «Ya no es ayer, mañana no ha llegado», de «Instalación en la nocturnidad» (2015, p. 37); o «Llegan desde el futuro» (2015, p. 39), entre otros ejemplos que podríamos citar, nos instalarían de forma definitiva en ese eje cronotópico del no vivir —que es la muerte— simbolizado en la placenta, el mar de la humanidad al que todos regresamos desde la desesperanza, la ataraxia y, finalmente, la sabiduría.[ix]