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Treinta años exactos después de la muerte de Hazlitt, nacía Robert Louis Stevenson, que también insistió, a lo largo de su ensayo sobre el arte de pasear, en que una caminata ha de hacerse a solas, porque la libertad es esencial, pues nada tan necesario como que llevemos nuestro propio paso, no el del vecino o el del amigo: «Se debe estar abierto a todas las impresiones y permitir que nuestros pensamientos adopten el color de lo que vemos. No le veo la gracia a caminar y charlar al mismo tiempo. Dicho de otro modo, no debe haber ruido de voces al lado, para estropear el silencio meditabundo de la mañana».
Creo que el tema específico del paseo nació con paso ligero en Hazlitt al rebatir la frase de Sterne; la mantuvo, a ese paso leve, su encantador discípulo Stevenson; lo convirtió en una prosa sonámbula Robert Walser; Paul Auster le añadió errancia al dibujo de los extravíos de Hamlet, y W. G. Sebald terminó por darle un giro oscuro a sus solitarios paseos por sombríos parajes europeos, aderezados por misteriosos retratos históricos de todo tipo de inadaptados y demás paseantes del pasado.
Creo que había en Sebald una idea de inadaptación y silencio que ya se había dejado ver en las sombras de duda que proyectaba Stillman en sus caminatas.
Y a veces hasta me parece mentira que un tema tan sencillo haya podido dar tan buenas páginas a la literatura, pero no nos olvidemos de que, como decía mi abuelo, la tendencia humana a interesarse en minucias siempre condujo a grandes cosas.
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¿Qué puede ver uno mientras pasea? Literalmente, sin ir más lejos, el mundo entero. Escribe Hazlitt en Dar un paseo que «el mundo, tal como lo imaginamos, no es mucho más grande que una nuez; no es una perspectiva que se abre a otra, un condado unido a otro, un reino a otro, la tierra con los mares, formando una imagen voluminosa y vasta, la mente no puede formarse del espacio una idea más grande que lo que el ojo puede abarcar en una sola mirada».
Algunas veces he sospechado que el célebre relato «El Aleph» de Borges pudo surgir de la lectura de ese fragmento sobre el mundo y la nuez que encontramos en Dar un paseo (On Going a Journey), el breve ensayo de Hazlitt.
Es difícil, supongo que imposible, demostrar esto. Pero si en alguna parte de esa nuez que es el mundo hay alguien que cree que puede interesarle buscar la huella de Hazlitt en ese «cuento que es el lugar que es todos los lugares» (como Borges lo definió en una tarjeta postal), le recomiendo que parta de la base de que El Aleph está dedicado a Estela Canto, gran amor de Borges y escritora que, como cuenta Alberto Manguel en Lecturas sobre la lectura, «escribió ensayos al estilo de William Hazlitt (de quien era admiradora) para varias revistas literarias de la época».
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Sergio Chejfec decía que caminar es una manera de viajar. Caminaba tanto Sergio que últimamente le he perdido de vista. Hace cinco años, lo encontré casualmente en Nueva York y anduvimos durante una hora y media antes de acabar almorzando en un sótano de Manhattan.
La animada y a veces extraña conversación me recordó a las caminatas de los dos personajes principales de la novela de Chejfec La experiencia dramática. Le comenté que últimamente andar me ayudaba a organizar la estructura de un artículo, de una novela, de una carta de amor. Nada que pudiera sorprenderle demasiado, porque no desconocía, por supuesto, que parte de la historia de la literatura, desde sus comienzos, se ha nutrido de viajes: el desplazamiento como acción narrativa básica; después, ya llegan los acontecimientos, el viajero cambia de paisaje y de personas, pasan ciertas cosas. Ahora bien, Chejfec va más lejos y la caminata le parece «la más radical de todas las formas de moverse». Y creo que tiene razón. No deja de ser curioso que la manera más natural y primitiva de desplazarse pueda convertirse en la actividad más luminosa; tal vez sea una actividad tan creativa porque tiene la velocidad humana. La caminata parece producir una sintaxis mental y narrativa propia.
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Si existe «el aire de París», es posible que exista también «el aire de Auster». Es muy posible. Creo que es algo que algunas mañanas está ahí, junto a mí y que es una percepción que se da en ocasiones y que se parece a un fragmento de La invención de la soledad, ese libro en el que Auster celebra, con palabras decididamente felices, la vida. Ese fragmento de La invención de la soledad –mi libro favorito de Auster– me recuerda la dedicatoria del Persiles, aquella página póstuma en la que Cervantes nos dejó dicho que amaba el mundo, le gustaba la vida, le dolía dejarla. La vida. Las palabras de Auster tienen algo de la confesión cervantina: «Juzga extraordinario que algunas mañanas, poco después de despertar, cuando se agacha para atarse los cordones, lo inunde una dicha tan intensa, una felicidad tan natural y armoniosamente a tono con el mundo, que le permite sentirse vivo en el presente, un presente que lo rodea y lo impregna, que llega hasta él con la súbita y abrumadora conciencia de que está vivo».
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En mi correo electrónico encontré, hace una hora, un mensaje de John William Wilkinson con una cita de agosto de 1911 del diario de Kafka: «Automóvil en Munich. Lluvia, recorrido rápido (veinte minutos). Como si mirásemos a la calle por el ventanuco de un sótano».
Es genial, he pensado, porque anula el movimiento del automóvil y porque la perspectiva que desde el ventanuco dice haber visto Kafka es únicamente de sótano, todo lo contrario del supuesto sentido común de Julien Gracq, por ejemplo, que oponía «automóvil y movimiento» a las palabras «desván y sótano».
En cualquier caso, encuentro incluso bello el concepto acuñado por Kafka de «perspectiva de sótano».
Por mi parte, al automóvil y al desván le quiero oponer mis piernas. Acabo de escribir esta frase y decido que en menos de un minuto voy a salir del hotel de Nueva York donde imagino que estoy. Saldré, pero esta vez pisaré las calles convencido de tener una perspectiva de sótano, idéntica a la que tengo ahora sentado en este sillón donde escribo. Imaginaré que camino por los mismos lugares por los que una vez, hace ya algunos años, caminé con Sergio Chejfec, y me preguntaré si no ha llegado ya la hora de que volvamos a sentirnos todos cerca de la condición humana tradicional, siempre trágica. Después de la gran idiotez de los últimos años, de tanta burbuja y posmodernidad y progreso ficticio, ¿no se impone el regreso a la tragedia, a un cierto clasicismo, a un renacimiento del saber, a una resistencia a seguir siendo colonizados, a una sintaxis que mate todo recuerdo de nuestros venenos y nos devuelva la libertad?
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Hablando de «perspectivas de sótano». Ayer a estas mismas horas, circulaba en taxi por Barcelona, rumbo al sur, rumbo al puerto. Sabía que el día podía ser excepcional porque por primera vez en meses salía del barrio. Iba camino del Museu Marítim de Barcelona, donde, en la ceremonia del Premio Biblioteca Breve, iba a rendir homenaje al amigo Juan Marsé, que con Últimas tardes con Teresa lo ganara en 1965.
Llevaba un año sin hablar en público, por lo que en el taxi iba no exactamente aterrado, pero sí andaba yo muy tímido mirando con extrañeza por la ventanilla la desolada –diría que arrasada– zona sur de la ciudad, un espacio que iba descubriendo con creciente estupor, como si nunca antes lo hubiera visto. De golpe, vi que lloviznaba y me pareció que el relato de mi viaje empezaba a tener de fondo el sonido de unos neumáticos mojados por la lluvia.
Aunque los parajes por los que cruzaba me eran familiares, seguía sin acabar de reconocerlos. Viajaba algo perdido, quizás porque solo alcanzaba a percibir, desde mi perspectiva de sótano, la primera planta de todos los edificios, sin que lograra identificarlos del todo, aunque dejé de preocuparme por esto cuando comencé a divertirme especulando sobre la altura de los inmuebles. Viajaba en cierta forma muy expectante después de tantos meses de no moverme del barrio. Y de pronto, cuando con mayor curiosidad estaba mirando por la ventanilla, comprendí que lo que alcanzaba a ver correspondía en realidad con toda exactitud a la que era mi perspectiva ideal, como si me hubiera siempre desplazado por Barcelona a ras de suelo.
Fue en ese momento cuando comenzó a llover más fuerte y, un segundo después, reconocí con súbita emoción, a través del cristal empañado, la base del monumento a Colón, al final de las Ramblas.
No hay otras ciudades, decía Mandiargues en La marge, donde las estatuas estén colocadas como en Barcelona a tanta altura, como si temieran dejarlas al alcance de los hombres. No sabiendo qué hacer con tan repentina visión, me comporté como un turista en mi propia ciudad y, recurriendo al móvil, fotografié el pie del monumento invisible.
Y seguí mi viaje en taxi, ahora dueño de una fotografía que para mis adentros llamé «perspectiva de sótano». Aún la estoy viendo: tiene un punto turbador si se lee lo que alguien inscribió en esa base del monumento: «Bestia inmunda, llegada al fin su hora, se arrastra por las cosas de aquí abajo, dispuesta por fin a emerger en plena lluvia».
Después, ya en el Museu Marítim, un periodista preguntaba al vencedor del premio qué era para él una novela perfecta y el galardonado, el almeriense Juan Manuel Gil, contestaba que solía ser aquella novela que sabía seducir, arrebatar plenamente al lector. Y mientras se extendía en su respuesta, yo iba en silencio completándola: para mí una historia perfecta tenía siempre un punto ciego, no solo porque contaba un secreto, sino porque tenía algo oculto que un único lector iba a descubrir en el futuro. Ahora bien, de la mía, de la historia de mi viaje al sur, ¿qué era lo que con el tiempo podría un solo lector acabar descubriendo? Extranjero extraviado en mi propia ciudad, aquella pregunta hasta me separó de mí.