14

Sin el menor previo aviso, hace solo un rato, ha comenzado a nevar mientras caminaba y he pensado en los caminos del Quijote y sobre todo en la segunda parte de ese libro, donde Cervantes va entretejiendo, cada vez más estrechamente, ficción con realidad. Martin Cristal se preguntaba no hace mucho si no sería que el Quijote falso de 1614 no fue compuesto por Alonso Fernández de Avellaneda, como siempre nos han querido hacer creer, sino que también fue obra del mismo Cervantes, quien lo habría compuesto –o encargado a un ghost writer– y luego publicado con el seudónimo de Avellaneda para enriquecer su propio juego de «ficción y realidad» por el lado de la realidad, quizás porque el factor realidad siempre es más grosero y, paradójicamente, más difícil de creer.

 

15

Se sabe que La invención de la soledad fue el catalizador que puso en marcha toda la carrera de Auster como novelista. Es lo primero en lo que pienso cuando veo que ha dejado de nevar. Lo pienso en medio de un silencio perfecto, silencio alpino, a cada segundo más familiar para mí. La invención de la soledad la escribió tras la muerte de su padre, con el ánimo de tratar de entender quién había sido este. «¿Y qué es la ficción sino el intento de entender las vidas ajenas?», se preguntaba Auster en cierta ocasión.

No cabe duda de que esta –la posibilidad de entender vidas ajenas– es una de las razones por las que se escriben relatos, novelas… A mí con el tiempo lo que ha acabado interesándome es cómo –teniendo en cuenta que siempre se han contado historias– empezó la historia de las historias contadas.

«Podemos imaginar –dice Piglia– que el primer narrador fue un viajero –el mito de Ulises– y que el viaje es una de las estructuras centrales de la narración: alguien sale del mundo cotidiano, va a otro lado y cuenta lo que ha visto, la diferencia. Y ese modo de narrar, el relato como viaje, una estructura de larguísima duración, ha llegado hasta hoy».

Pero podríamos pensar que hay otro origen del acto de narrar. Porque sabemos que no hay nunca un origen único. Entonces podríamos imaginar que el otro primer narrador –el mito de Edipo– ha sido el adivino de la tribu, el que narra una historia posible a partir de rastros y vestigios oscuros. Y habría quizás llegado el momento de poder decir que el primer narrador fue tal vez alguien que leía signos y que el primer modo de narrar fue la reconstrucción de una historia cifrada: el relato como investigación, paso a paso.

 

16

El viajero Ulises, que parecía capaz de ir andando a todas partes.

Y el descifrador de enigmas que hay en Edipo, que es el que investiga el crimen y termina por comprender que el criminal es precisamente él mismo.

Me parece que una fusión de esos dos mitos, Ulises y Edipo, se da en Mac, el héroe de una novela que publiqué hace un tiempo, al que físicamente, quizás sea por la edad que tiene, le adjudico un parecido lejano con Paul Auster. Mac es alguien que –tarea imposible– viaja para indagar cuál fue el relato original.

 

17

Un viajero en el tiempo indaga en el misterio del universo. ¿Es un relato de futuro o un remoto relato del pasado? No sé, ya solo recuerdo que en mi país siempre se olvidan de que el Quijote es un libro metaliterario, y lo es especialmente en su segunda parte. Y también de que el Quijote es un libro sobre el Quijote, y que sus temas principales son la lectura y la escritura, y la relación entre realidad y ficción, entre vida y literatura. ¿Es un relato de futuro o es un remoto relato del pasado? Lectura y escritura, ficción y realidad… Me acuerdo de que son precisamente estas las coordenadas que más allá de las acciones y lugares particulares de sus obras caracterizan y marcan la relación paródico-intertextual entre Paul Auster y Cervantes. Y también me acuerdo de haber escrito una vez un librito titulado No soy Auster (ya descatalogado) y de que Auster, a su paso por Barcelona, se enteró de que había salido ese libro y pidió que se lo tradujeran y que yo me fui del bar en el que iban a traducírselo, asustado por la sola idea de ir a presenciar cómo Auster analizaba lo que había escrito sobre él.

 

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Lluvia. Camino, nubes grises y gaviotas. Viento racheado, una ancha tiniebla que desciende. El misterio del universo a punto de estallar. Basta, me digo, no conseguirán que deje de caminar. Estoy empeñado en seguir dando un paso detrás de otro cuando –iba ahora a decir «por pura casualidad», pero creo que no lo es, sino que en alguna parte hay una relación que de cuando en cuando centellea por entre un tejido ajado– descubro que vuelvo a estar paseando con alguien que no identifico y también que está ahora nevando y finalmente comprendo que estoy en mi sueño más recurrente. Un sueño que, en cuanto confirmo que lo es, se complica inmensamente porque en él reina alguien al que no puedo ver pero que me pone trabas para que pueda leer el sueño en francés y además se empeña en que lo lea con constricciones, contraintes.

Alguien a la caída de la tarde, cuando el rumor de las voces de la ciudad sube hasta mi ventana, me insinúa que ese alguien al que no puedo ver y que me obliga a las constricciones es mi espíritu.

Paseos con mi espíritu, anoto mentalmente.

 

19

Morir caminado es solo una idea, y no digo que la mejor. Pero es la idea que Lucrecia Martel le transmitió una vez a Andrea Valdés: «Tuve la fantasía del barco a la deriva para morir, pero no como una obra sino como una fuga de las salas de terapia intensiva y sus ruidos de respiradores y monitores cardíacos, aunque adoro las enfermeras. El año pasado vendí mi barco, y el tiempo me ha vuelto a una idea de los trece años: el desierto de la puna. Morir caminando, como los burros de la puna, caer deshidratados, mirando un cielo difícil de ver en otras partes, comprendiendo con humildad que estamos en la cubierta de un planeta que navega un universo inmenso, incomprensible. Ah, pero qué noche, qué silencioso el viento».

 

20

Si, como decía Chejfec, caminar es una manera de viajar, ir en globo podría ser también una manera de andar sin tener que pisar la hierba del camino. De hecho, sabemos que, aunque fuera durante una sola noche, Robert Walser, al remontarse sobre lugares de la tierra donde el pie no se había posado nunca, descubrió en el globo a un sustituto muy práctico del conmovedor pie humano.

Fue solo una noche. En ella Robert Walser, viajó en globo de Berlín a Bitterfeld, bello poblacho junto al Báltico: «Tres personas, el capitán, un señor y una chica joven, suben a la barquilla, sueltan las sogas de sujeción, y la extraña casa vuela lentamente hacia lo alto, como si todavía pensara antes en algo… La hermosa noche de luna parece tomar al ostentoso globo en sus brazos invisibles. Suave y silenciosamente vuela el redondo cuerpo hacia allí y, sin que apenas se note, es empujado hacia el norte por el leve viento».

Debajo quedan agujas de campanarios, callejuelas de aldeas, granjas, un tren que pasa silbando fantasmalmente, el curso coloreado e iluminado del Elba. Walser ve planicies, curiosamente blancas, como refregadas, alternando con jardines y pequeñas espesuras de arbustos. Ve las comarcas de abajo, en las que –escribe– «el pie no se posa nunca, porque en algunas, incluso en la mayoría de las comarcas no hay nada que valga la pena buscar. ¡Qué grande y qué desconocida es para nosotros la Tierra!».

Robert Walser había nacido para este viaje silencioso por el aire. Fue alguien que en todos sus trabajos en prosa deseaba remontarse sobre la pesada vida terrestre, desaparecer suavemente y sin ruido hacia un reino más libre.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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