POR ENRIQUE VILA-MATAS
Voy andando con alguien que no identifico, nieva. En esta escena recurrente en la que no se escucha nunca el menor sonido, la nieve –al igual que en los Alpes cuando no hay viento– cae con parsimonia borrando la Tierra.
Es probable que el remoto origen de la escena que vuelve a mí se encuentre en un comentario que Paul Auster dejó caer en su brownstone de Brooklyn, en Park Slope, allá por octubre de hace unos años, bajo un cielo gris de hielo, un día del pasado en el que el mundo todavía parecía estar entero.
Lo recuerdo bien: Auster dijo que le fascinaba la nieve, así como el silencio que solía acompañarla. La nieve, remarcó, le permitía ver la vida de una manera distinta, porque cambiaba el entorno y eso facilitaba que uno pudiera redescubrirlo.
Para Auster, el ritmo de las cosas en Nueva York lo marcaban las repentinas neviscas de cada año, las escarchas que no faltaban nunca a su cita y lo bloqueaban todo, las brisas y tormentas que de un día para otro cambiaban la fisonomía urbana.
Y recuerdo que también pensé, esa tarde en Park Slope, que la nieve parecía hecha tanto para escribir como para caminar sobre ella. Y que el equivalente de la nieve en Barcelona era la lluvia, que también modificaba la vista e inventaba austerianas ciudades de cristal, todo un mundo de espejos. Una vez, escribí una novela en la que en Barcelona, en Dublín, en Nueva York, en todas partes, siempre, siempre llovía. De hecho, todavía hoy, si estoy en casa y comienza a llover, suspendo cualquier actividad para concentrarme en la atmósfera profundamente literaria que está surgiendo. Siempre llueve en la alta fantasía, insinuó el Dante en un verso del «Purgatorio» (XVII, 25).
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Desde hace un buen rato en Barcelona puede uno confirmar que la alta fantasía es un lugar en el que llueve. Como escribiera Emmanuel Bove describiendo sin saberlo justo lo que está pasando ahora en mi ventana: «Caen algunas gotas, nunca una encima de otra».
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Me acuerdo de cómo en la novela a veces deslumbrante de Auster El palacio de la luna, después de una tormenta, Marco Stanley Fogg se convertía en otra persona, como si hubiera ido más allá de sus límites, como si fuera posible caminar y cruzar por en medio de un temporal y acceder luego a la luz provinciana de un lugar desconocido.
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Suelo caminar una hora todas las mañanas. Y da igual que esté en Barcelona o en Shanghái, aunque últimamente la verdad es que solo camino por mi barrio de Barcelona, el confinamiento general me tiene atado a él. Camino por ese acotado sector de esta ciudad ya sin prodigios y lo hago sin un rumbo preestablecido, aunque siempre en círculo, porque temo caer en algún punto ignoto. Marcho, camino, ando consciente de que –como aprendí en 1985 al descubrir a Paul Auster en Ciudad de cristal– pasear es ir dibujando. Lo habitual últimamente es que dibuje con mis pies una figura sobre el mapa de Barcelona, lo normal en los últimos tiempos es que dibuje una figura que no llego a percibir, porque obviamente no puedo verme desde arriba, pero que supongo que es una silueta con sombra que, de poderla contemplar, seguro que me parecería muy enigmática.
He caminado algunas veces con Auster por Barcelona y por Manhattan. También por Brooklyn. Pero jamás fuera de esos tres paisajes. A veces ha nevado durante la caminata, y yo he podido entonces comprobar que no estaba dentro de mi sueño recurrente y que no pasaba nada porque todo fuera muy luminoso, como si una determinada alegría, al modo de una ensoñación, recorriera la escena. De entre todos los paseos, el que más recuerdo es aquel en el que Paul no paró de contarme, en un francés muy fluido, argumentos de films nada conocidos del Hollywood de los años cincuenta. ¿Inventados? Recuerdo que Paul parecía una máquina de contar películas, una máquina de «películas habladas» (al modo de Manoel de Oliveira), de extraños films que bien podrían haber sido incluidos en aquella bella Anthologie du cinéma invisible que su autor, Christian Janicot (al que perdí de vista hace ya medio siglo), me trajo un día a casa para proponerme que le ayudara a ampliarla, entendiendo en realidad por «ampliarla» que difundiera el encanto de aquella antología entre mis amigos, algo que nunca hice, primero porque sospechaba que Janicot me había tomado por un distribuidor comercial de su libro en mi ciudad, y segundo porque estaba tan enamorado de la antología que no conseguía nunca terminarla de leer.
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Barthes observó que el enamorado, como tipo social, había desaparecido de las ciudades, que ya no se veía a ese individuo que avanzaba por las calles en estado de trance portando un ramo de flores con la mirada arrebatada. Hoy en día, si vemos a alguien así nos reímos y nos parece una figura cursi y de otro tiempo. Y, sin embargo, hubo unos años en que los tipos en trance con un ramo de flores no tenían nada de cursis y más bien estaban ligados a la sagrada idea de una gran pasión, estaban muy bien considerados y hasta provocaban envidia.
Está claro que todo cambia y que lo que un día tiene prestigio, al otro carece de él. Pero no todo el mundo se acostumbra a los cambios. Un caminante como Auster ha sabido siempre ver las transformaciones del paisaje, el cambio que sus lectores, a través del tiempo, han podido ir conociendo al acercarse a sus novelas. Por ejemplo, cuando Auster publicó Ciudad de cristal, se probaba sensaciones nuevas con satélites, pero no se conocía todavía lo que acabaría siendo el GPS, ese invento que en aquellos días habría facilitado al momento la información sobre el dibujo que en la novela de Auster iban creando los pasos errantes de Peter Stillman, el vagabundo al que sigue el improvisado detective llamado Daniel Quinn, cuyas iniciales son las mismas de don Quijote, el paseante más universal.
Hoy en día muchos lectores leen Ciudad de cristal con un GPS. Todo esto lo relaciono con la noticia que tuve ayer acerca de un tipo que va creando en el suelo dibujos de la misma forma que Peter Stillman. Pero en el caso de este hombre, quien sigue y registra sus movimientos no es un detective, sino un GPS. De hecho, hay un blog donde al parecer nuestro caminante digital va recogiendo los dibujos que crea sobre el plano de Manhattan con sus excursiones a pie.
También ayer pude saber que lo que lleva a cabo este «artista» se parece a lo que hace Stephen Lund, un joven que vive en Victoria, Canadá, y al que le encanta ir en bicicleta, no porque le guste especialmente ese modo de transporte (a mí tampoco precisamente me fascina; caí de lleno en un lago de Arbúcies, Girona, por culpa de una bicicleta de verano y ya perdí para siempre las ganas de pedalear), sino porque, valiéndose de la aplicación Strava, va registrando sus itinerarios y creando curiosas «figuras», que publica en su concurrida web GPS Doodles.
Este Stephen Lund se parece a su vez a Jeremy Wood, al que descubrí en Barcelona en una exposición en el CCCB sobre W. G. Sebald. Los mapas fantasmales de Wood, trazados también con GPS, llevaban la mirada de Sebald –las huellas de sus largos recorridos a pie– hasta la altura del satélite para ver los rastros humanos desde más allá de la estratosfera. Como escribiera Jorge Carrión a propósito del trabajo de Wood en esa exposición, «la obsesión sebaldiana por perseguir huellas que se desvanecen ha seguido hallando en Wood inesperados herederos».
Y me acuerdo también de cómo, al ver aquel trabajo de Wood en Barcelona, resonaron en mí, con hondura, unas palabras de Ciudad de Cristal: «Stillman nunca parecía dirigirse a ningún lugar en concreto, ni parecía saber adónde iba. Y sin embargo, como si obedeciera a un plan preciso, se mantenía en un área muy reducida limitada al norte por la calle 110, al sur por la 72, al oeste por Riverside Park y al este por Amsterdam Avenue». Y terminé pensando que aquella deriva se parecía a tantas otras que hasta podía parecerse a la de un Hamlet errático que hubiera llegado del pasado con una actitud a lo James Dean: de pronto, un paseante perdido en el universo inmenso, pero también en el pequeño universo de Times Square; el cigarrillo en los labios, la cabeza hundida en su abrigo, la lluvia cayendo a plomo, unos burros al fondo cayendo deshidratados en la arena de un desierto.
Atención, ¿de qué desierto hablo?
¿Camino por él con un ramo de flores?
Espero no perderme.
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¿Debemos pasear solos o en compañía? Sobre la cuestión hay unas palabras de Laurence Sterne que parecen indiscutibles: «Déjenme tener un compañero de paseo, aunque solo sea para observar cómo se alargan las sombras y declina el sol».
Esas palabras de Sterne, que parecen tan indiscutibles, William Hazlitt las discutió y dijo que ese continuo contrastar con un acompañante todo lo que uno iba viendo en el camino alteraba en realidad la impresión involuntaria de las cosas en la mente y dañaba el sentimiento.
Esta opinión de Hazlitt la hallé en un ínfimo libro titulado El arte de caminar, compuesto por la unión feliz de dos breves y muy sutiles ensayos: «Dar un paseo», del propio Hazlitt, y «Excursiones a pie», de Robert Louis Stevenson.
Para Hazlitt siempre era mejor pasear o caminar sin compañía alguna, porque no se podía leer el libro de la naturaleza sin encontrar perpetuamente la dificultad de traducirlo para beneficio de otros: «En una caminata, yo estoy a favor del modelo sintético sobre el analítico; me contento con apilar una serie de ideas para examinarlas y analizarlas más adelante».
Como se ve, no deseaba Hazlitt que sus impresiones de paseante o caminante se enredaran continuamente en las zarzas y las espinas de una controversia. Es una buena táctica, pienso ahora yo, para poder llegar a tener opiniones propias.
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De Walter Benjamin he oído que era un implacable paseante. Sus frases, citas, fragmentos de prosa nacidos de largos paseos, normalmente nos parecen inteligentes, aunque es innegable que muchas veces pueden acabar pareciéndonos lo contrario: monumentales banalidades. Un ejemplo de esas contradicciones tan fáciles de hallar en las afirmaciones de Benjamin lo tenemos en este fragmento: «¿Por qué la mirada que se dirige a ventanas ajenas da siempre con una familia comiendo, o con un hombre solitario frente a una mesa, ocupado en enigmáticas nimiedades bajo la lámpara del techo? Una mirada así es el núcleo originario de la obra de Kafka».
En un primer momento pensamos que Kafka es mucho más que esa monumental banalidad. Pero luego, cuando lo vamos pensando bien, tenemos que admitir que la imagen del «núcleo originario» ha sido percibida con una perfecta precisión por Benjamin.